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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (37 page)

Picard se sobresaltó.

—Le daré mucho más de lo que le hayan pagado nunca —prosiguió—. Por una fotografía de grupo. Conmigo y con todas las prostitutas. Aunque ninguna desnuda. Luego quiero que saque tantas copias como personas haya en la foto. Y las quiero para mañana, antes de las diez. Preferiblemente esta noche, pagaré la urgencia, por supuesto.

Antes de que Picard acertase a responder o a presentar una sola objeción, Ana sacó del bolso un fajo de libras esterlinas y se lo dejó en la mesa.

—Quiero que tome la fotografía a las cuatro de la tarde —dijo Ana—. Hasta entonces faltan tres horas.

—Allí estaré, se lo aseguro.

—Lo sé —dijo Ana—. No tiene que jurármelo.

Tras la visita al fotógrafo, Ana le pidió al chófer que la condujese al paseo marítimo. Se bajó del coche y anduvo un rato paseando sin rumbo y contemplando el mar a la sombra de las altas palmeras del paseo. Los pequeños pesqueros de velas triangulares que tanto había aprendido a apreciar volvían a tierra. Pensó que sería uno de los recuerdos que siempre llevaría consigo. Los pesqueros, que surcaban las olas como el rayo o que se balanceaban indolentes sobre las suaves ondas cuando el viento amainaba. Del mismo modo recordaría las diminutas figuras negras sentadas junto a los remos o limpiando las redes o la pesca conseguida.

«Vivo en un mundo negro donde los blancos consumen todas sus fuerzas en traicionarse a sí mismos y a la población negra», se dijo. «Creen que las personas que viven aquí no saldrían adelante sin su presencia. Y menosprecian a los negros porque creen que las piedras y los árboles tienen espíritu. Los negros, por su parte, no alcanzan a comprender cómo puede maltratarse al hijo de Dios hasta el punto de crucificarlo. No entienden a los blancos que llegan aquí a la caza de riqueza y poder, con tanta urgencia que agotan sus pobres corazones. Los blancos no aman la vida. Aman el tiempo, que siempre les resulta escaso.

»Y, sin embargo, lo que nos mata casi siempre son las mentiras», continuó razonando Ana. «Yo no quiero convertirme en alguien como Ana Dolores, convencida de que los negros son menos que los blancos. No quiero que en mi lápida pueda leerse que fui incapaz de reconocer el valor de los negros».

Se sentó en un banco de piedra. El mar lanzaba destellos al sol. El calor resultaba agradable allí, donde soplaba una brisa refrescante. Antes de levantarse y volver al coche pensó en lo que iba a decir.

Fue a casa a recoger a
Carlos
. Él tenía que aparecer en la fotografía, naturalmente.

Cuando llegó al burdel, dejó a
Carlos
con Judas, por el que el mono siempre había sentido mucho aprecio. En su compañía,
Carlos
se sentía seguro. Ana había llegado temprano y la sala de los sofás rojos estaba vacía. Subió la escalera sin hacer ruido y entró en su antigua habitación. En los amplios armarios había un repertorio de ropa que las mujeres podían utilizar si algún cliente se presentaba con alguna exigencia concreta en lo que a la indumentaria se refería, o si una de las mujeres, por alguna razón, se encontraba sin ropa.

Cerró la puerta, se desnudó rápidamente y abrió una de las puertas del armario. Las últimas semanas que pasó allí mientras se recuperaba de aquella larga convalecencia, sacó en varias ocasiones vestidos y zapatos e incluso la diadema y la pulsera que había en el estante. Más de una vez estuvo tentada de vestirse de seda y adornarse con aquellos abalorios, pero nunca lo hizo.

Hasta aquel día. Deslizó la mano por la interminable hilera de faldas de seda, vestidos y trajes. Se detuvo en uno oriental, verde y rojo, con adornos bordados en dorado. Se vistió ante el espejo. La blusa era muy escotada y podía abrirse del todo con tan sólo soltar la lazada que quedaba justo debajo del pecho. Eligió para aquel vestido una diadema que se colocó en el pelo. En el brazo izquierdo se puso una pulsera ancha parecida a la diadema.

Entre los anillos encontró también pinceles, colorete y carmín. Se pintó los ojos y los labios y se puso un par de zapatillas de seda. Estaba lista.

Se miró en el espejo y pensó que la transformación era mucho más profunda de lo que había imaginado. Apenas parecía Ana, sino más bien una mujer de origen oriental. Y de Hanna Renström no quedaba ni rastro. Quienquiera que fuese, se había transformado en una mujer que atraería a muchos clientes si se acomodara en uno de los sofás rojos a la espera de alguna oferta.

Se sentó en la cama. Las mujeres aún tardarían en reunirse. Finalmente había llegado el momento. Bajó la escalera y se detuvo junto a una cortina entreabierta que, por las noches, colgaba en el acceso al jardín interior.

Las mujeres conversaban sentadas como de costumbre cuando ella hizo su aparición al otro lado de la cortina. Enmudecieron en el acto. Ana advirtió que algunas de ellas no la reconocieron de inmediato. Pero sí, era ella, y lo que esperaba conseguir se había cumplido. Ninguna de las mujeres hizo el menor comentario. Ninguna se echó a reír ni alabó su indumentaria. «No se atreven», concluyó para sí. «Aunque haya cambiado de aspecto por completo, sigo siendo ante todo la mujer blanca de siempre, nada más».

Dio un paso al frente desde la cortina.

Zé estaba sentado al piano tocando una única tecla de las más graves.

Los vigilantes habían cumplido su misión de impedir el acceso a nuevos clientes. Un par de marineros de un ballenero noruego, malhumorados y medio borrachos, se alejaron tambaleándose por una de las calles perpendiculares, donde encontrarían otro burdel.

—¿Queda algún cliente? —preguntó Ana a Felicia.

—Dos que están durmiendo. No hay forma de que se despierten.

—¿No les habrás administrado alguna de tus medicinas mágicas?

Felicia sonrió, pero no respondió a la pregunta.

Y llegó Picard. Dispuso la gran cámara, la cubrió con la tela negra y recolocó los muebles a fin de que cupieran todos.

Ana decidió empezar por la fotografía de grupo. En el mejor de los casos, crearía en la habitación un ambiente que le facilitara la tarea de decir todo lo que tenía que decir.

—Vamos a hacernos una fotografía —dijo dando una palmada—. Tiene que posar todo el mundo, también Zé y los vigilantes. Y
Carlos
,por supuesto.

Estalló una súbita animación general mientras Picard les iba indicando dónde debían colocarse. Las mujeres soltaban risitas y se prestaban el peine o un espejito y se alisaban la ropa que, de todos modos, no les cubría gran parte del cuerpo. Por fin, todo el mundo estaba en su sitio, con Ana en el centro, sentada en un sillón.
Carlos
se había subido a un pedestal sobre el que normalmente descansaba un macetero.

—Quiero una foto seria —dijo Ana—. Nadie debe posar riendo, nadie debe sonreír. Una mirada seria y directa a la cámara.

Picard arregló los últimos detalles, movió a uno para que estuviera más cerca y a otro para que saliera más lejos. Luego preparó el flash esparciendo un polvo de magnesia en una plaquita de metal. Desapareció bajo la tela negra con una cerilla encendida en la mano. El magnesia prendió, la instantánea estaba hecha.

—Por si acaso, una más —gritó asomando desde debajo de la tela.

Volvió a preparar el flash, desapareció de nuevo detrás de la cámara y tomó la segunda fotografía.

Cuando se marchó para regresar al estudio a toda prisa con el fin de revelar las fotografías y elegir aquella de la que haría catorce copias, Ana reunió a las mujeres bajo el jacarandá. Zé volvió al piano, observó las teclas y se puso a abrillantarlas.
Carlos
se sentó en uno de los sofás rojos, chasqueando la lengua satisfecho mientras comía una naranja.

Ana pensó que todo aquello, tal y como lo veía en aquel instante, parecía un falso idilio.

Un paraíso engañoso.

72

En el preciso instante en que Ana iba a empezar a hablar, Zé levantó las manos y se puso a tocar. Por primera vez en su vida, no afinaba el piano. Ana tardó unos segundos en comprender lo que estaba ocurriendo. Observó perpleja las manos de Zé y escuchó la música que estaba interpretando. Era como una lluvia celestial en el burdel. Después de todo el tiempo que llevaba afinando el piano, se diría que Zé había alcanzado el punto en que el instrumento le parecía lo bastante armónico para poder tocarlo. Todos escucharon en silencio. A Ana se le llenaron los ojos de lágrimas. Zé sabía exactamente dónde colocar los dedos y las muñecas se movían con suavidad bajo la camisa deshilachada.

Cuando terminó, posó las manos en las rodillas y se quedó callado. Nadie dijo nada, nadie aplaudió. Ana se encaminó hacia él y le puso la mano en el hombro.

—Ha sido muy hermoso —dijo—. Nadie sabía que tocaras tan bien.

—Es un piano muy viejo —respondió Zé—. Difícil de afinar. —¿Cuánto tiempo has tardado?

—Seis años. Y ahora tengo que empezar de nuevo.

—Yo te compraré un piano nuevo —le dijo Ana—. Un buen piano. No tendrás que invertir tanto tiempo en afinarlo otra vez para poder tocar.

Zé meneó la cabeza.

—Sólo puedo tocar este piano —dijo con serenidad—. De nada me servirá un piano nuevo.

Ana asintió. Creía haber comprendido. Aunque tal vez acabase de presenciar algo así como un milagro.

—¿Qué era eso que has tocado?

—Lo escribió un polaco. Se llama Frédéric.

—Muy hermoso —dijo Ana.

Luego se volvió hacia los demás y comenzó a aplaudir. Zé se levantó algo indeciso e hizo una reverencia, cerró la tapa del piano, cerró con llave, cogió el sombrero y se marchó.

—¿Adónde va? —preguntó Ana.

—Nadie lo sabe —respondió Felicia—. Pero volverá. La última vez que tocó para nosotros fue en Año Nuevo, en 1899. Para el fin de siglo.

Ana vio que todos los ojos se centraban en ella. Y les contó la verdad: que iba a dejarlos. Nunez, el nuevo propietario, le había prometido mantener las viejas normas mientras todos los que allí trabajaban siguieran en el establecimiento.

—Yo llegué aquí por casualidad —concluyó—. Estaba enferma y pensé, inocente, que esto era un hotel. Aquí me tratasteis bien. De no haber recibido esos cuidados, tal vez habría muerto. Pero ha llegado el momento de despedirme. Me marcho de aquí. Iré a Beira, en busca de los padres de Isabel para comunicarles que ha muerto. No sé lo que ocurrirá, pero sé que no voy a volver.

Ana sacó entonces los fajas de billetes del bolso. Cada uno recibió una cantidad equivalente a algo más de los ingresos de cinco años. Pero para su sorpresa, ninguna de las mujeres dio muestras de alegría, pese a que nunca habían tenido cerca tanto dinero.

—No estáis obligados a quedaros aquí —prosiguió—. Día tras día, noche tras noche. Podéis empezar a vivir de nuevo con vuestras familias.

Ana les habló de pie, pero ahora se sentó en el sillón de terciopelo rojo oscuro que había colocado bajo el árbol. Nadie decía nada. Ana se había acostumbrado a aquel silencio y sabía que quizá tuviera que romperlo ella misma. Alcanzó uno de los fajas de billetes e intentó dárselo a Felicia. Pero Felicia no lo aceptó, sino que tomó la palabra de nuevo. Se había preparado, como si todos supieran de antemano lo que Ana tenía que decirles.

—Nosotras nos vamos con la
senhora
. Allí adonde la
senhora
decida abrir un nuevo burdel, no importa.

—Pero ¡yo no quiero ser propietaria de ningún burdel ni administrarlo nunca más! Lo que quiero es daros este dinero para que podáis llevar una vida completamente distinta. ¿Y qué ibais a hacer con vuestras familias si vinierais conmigo?

—Los llevamos con nosotras. Nos iremos con la
senhora
a cualquier sitio. Con tal de que no sea a un país donde no haya hombres.

—Eso no puede ser. ¿No entendéis lo que os digo?

Nadie pronunció una sola palabra. Ana comprendió que lo que Felicia acababa de decir no la atañía sólo a ella, sino que hablaba por todos los que se hallaban congregados alrededor del árbol. Las mujeres creían de verdad que pensaba abrir otro burdel en algún lugar. Y querían ir con ella. No sabía si sentirse conmovida o indignada por lo que se le antojaba una necedad incomprensible.

Pensó: «Voy a guiar una procesión miserable hacia un objetivo desconocido. Pase lo que pase, yo soy lo que Forsman fue para Elin, la garantía de que es posible una vida mejor».

A Magrinha se había levantado de pronto y se había alejado del jardín. Ahora volvía con un lagarto enorme. Ana sabía que se llamaba
Halakavuma
.

—Este lagarto posee una gran sabiduría —explicó Felicia—. Cuando alguien encuentra un lagarto como éste, lo captura y se lo lleva al jefe de la tribu. Un
Halakavuma
siempre puede darle sabios consejos. Y la
senhora
Ana ya ha oído bastantes consejos de personas falsas. Por eso hemos buscado este lagarto, para que le diga a la
senhora
Ana qué es lo mejor. El lagarto es como una mujer sabia.

Le pusieron a Ana en las rodillas aquel lagarto gigante como un cocodrilo. Le goteaba un líquido viscoso de la boca y tenía la piel húmeda y fría y los ojos fijos, y sacaba y se guardaba la lengua una y otra vez.
Carlos
se había sentado encima del piano y observaba al lagarto con desprecio.

«Este mundo en el que vivo es de locura», se dijo Ana. «¿Se supone que debo escuchar los consejos de un lagarto para saber qué debo hacer con mi vida?».

Dejó el lagarto en el suelo. El reptil desapareció escondiéndose sinuosamente detrás del árbol.

—Lo escucharé —aseguró Ana—. Pero no ahora. Ahora prefiero oíros a vosotras.

Ana se levantó de nuevo, sin saber qué iba a decir, pues pensaba que ya lo había dicho todo. Se vio rodeada de asombro y de decepción. El dinero que ofrecía no tenía tanta importancia como ella esperaba. Las palabras de Felicia, el hecho de que quisieran irse con ella, eso era lo decisivo.

«No lo comprendo», pensó. «Y no lo comprenderé jamás. Pero lo que ha caracterizado mi estancia en esta ciudad ha sido siempre que me he visto rodeada de gente blanca que asegura que los negros son incomprensibles.

»Ya no sé qué es lo que veo. Esta neblina blancuzca me enturbia la vista».

Se alejó del jardín y pasó entre los sofás vacíos. En la habitación sólo quedaba un hombre que intentaba encender un cigarro a medio fumar. De repente, su presencia allí dentro la sacó de sus casillas. Cogió un cojín y le atizó con él de modo que el cigarro salió disparado.

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