Un barco cargado de arroz (13 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¡Petra, qué alegría, por fin eres tú quien me llama!

—Tenía urgencia de hablar con alguien agradable.

—¿Algo marcha mal?

—Cosas del trabajo. Ya sabes que el trabajo no siempre es lo satisfactorio que podría ser. Y, sin embargo, es por trabajo por lo que te llamo.

—¡Lo has estropeado!

—¿Por qué?

—Porque pensé que querías cenar conmigo.

—Una cosa no impide la otra.

—¿Y después de cenar podré ir a tu casa?

—Sí, Ricard, de acuerdo, pero ya sabes que...

—Lo sé, lo sé. Llegado el momento, Ceniciento coge su zapato y se va por donde ha venido, ¿OK?

—¿No te interesa saber para qué necesito tu ayuda profesional?

—Claro que me interesa, pero primero quería eliminar cualquier ansiedad. Ahora estaré mucho más concentrado. Venga, dispara, no en vano eres una agente de la ley siempre al servicio de la comunidad. ¡Temblad, delincuentes!

Tal y como se había desarrollado mi día, no estaba segura de si la broma me hacía gracia o no.

5

Llevar a Anselmo al consultorio de Ricard fue tarea más fácil de lo que pensaba. Prometerle cerveza obraba milagros en su voluntad. Tentar a alguien con una comida y un poco de alcohol me parecía de una enorme bajeza moral, pero no era momento para escrúpulos, cosas peores había hecho, y en las que aún me quedaban por hacer no quería ni pensar.

Se pasó todo el trayecto hasta el hospital Clínico errabundo por su mente confusa. Tanto, que pensé en la posible inutilidad de la visita que había concertado. Sin embargo, seguía pareciéndome necesario que hablara con Ricard. Si alguien podía saber cuáles de las cosas que aquel hombre contaba debían ser dadas por ciertas, era un profesional del extravío. De cualquier modo, sólo Anselmo había demostrado conocer a Tomás
el Sabio
, no podía dejarlo marchar así como así.

Ricard nos recibió en su caótico despacho. Lo encontré atractivo metido en su bata blanca en plan oficial. Los ceniceros seguían rebosando colillas y las pilas de libros y papeles habían crecido un poco más desde la vez anterior. Pensé que Anselmo se encontraría en su salsa metido en semejante berenjenal. No me equivoqué, en cuanto se sentó frente a la mesa, exigió su cerveza sin más dilación. Tuve que explicarle que comeríamos a la salida y, afortunadamente, se conformó. Ricard nos expuso el plan.

—Primero, charlaremos un rato Anselmo y yo, y luego entrará la inspectora y te hará unas preguntas. ¿De acuerdo?

No dio señales de acuerdo ni desacuerdo, sonrió tontamente y se rascó los ojos varias veces. Salí de la estancia y me senté a esperar en el pasillo. La recepcionista, solícita, me trajo una revista del corazón para que me entretuviera.

—No ponemos revistas para el público porque la gente las deja sobadas en seguida. ¡Pasa tanta gente por aquí! Esta es mía personal.

—Muchas gracias.

—No las merece, tratándose de la novia del doctor...

—Perdone, creo que hay una confusión. Yo soy policía.

—Sí, ya lo sé.

—¿Le dijo el doctor que yo era su novia?

—Me dijo que la tratara muy bien y después me guiñó un ojo.

—Bueno, pues considérelo una broma del doctor.

Asintió sonriendo, sin estar muy convencida, y regresó a su puesto, mientras a mí me cegaba un súbito furor contra Ricard. Aquel tipo era un exhibicionista lamentable, un indiscreto o... quizá algo peor. Tenía una ocasión de oro para comprobar hasta dónde llegaba su ignominia. Me acerqué a la recepcionista.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Sí, claro, ¿por qué no?

—¿Ha tenido el doctor muchas novias?

—Bueno, no sé si yo...

—Las dos somos mujeres, puede hablar.

Bajó la voz, procurando parecer lo más confidencial posible. Me miró divertida.

—Mire, cuántas novias ha tenido no le sé decir, pero les gusta mucho a las mujeres. Ya ve, es curioso, ¿verdad? Yo creo que con esa pinta de despistado y como de desastrado que tiene a todas nos hace pensar que podríamos cuidarlo.

—Nos despierta el instinto maternal.

—¡Exacto! Parece usted psiquiatra también. Pues bien, le aseguro que más de una doctora ha perdido el oremus por él, y enfermeras... ¡para qué le voy a contar! Luego alguien dirá que es mujeriego, pero yo le aseguro que son ellas quienes le buscan.

—Me hago cargo.

—Pero nunca le había visto tan entusiasmado con ninguna como lo he visto hoy con usted. Así, querida, que ya sabe, no lo deje escapar.

Ahora era ella quien me guiñaba un ojo conspirativo. Ni me molesté en volver a negar relaciones sentimentales. Me senté y escondí la cara tras la revista, procurando hacer ejercicios mentales para que bajara mi indignación.

Una hora después se abrió la puerta y aquel donjuán de vía estrecha con pátina científica me hizo pasar. Cerré los ojos y me recordé a mí misma que estaba trabajando, nada personal debía interferir en eso. Observé con matiz profesional la cara de Ricard. No parecía demasiado contento, me hizo un gesto de duda que interpreté como falta de resultados claros.

—Vamos a ver, Petra, Anselmo está dispuesto a contestar tus preguntas.

—En realidad ya se las hice una vez, ¿verdad, Anselmo? Pero quizá hoy tiene la memoria mejor. Repasemos, usted me dijo un día que Tomás hablaba con hombres. ¿Quiénes eran, de dónde venían? ¿Se acuerda de su aspecto o de si él los mencionó alguna vez?

—Los hombres están en todas partes, pero las mujeres también. Yo soy muy liberal, espero que lo comprendan, y eso quiere decir que igual soy amigo de un hombre que de una mujer.

Intervino Ricard, poniéndose frente a él, hablándole en voz baja:

—Eso está bien, es justo. Tomás era tu amigo, era un hombre, y había otros amigos que a lo mejor no eran buenos para él. ¿Has pensado que a lo mejor fueron ellos los que lo mataron?

—Yo, para ser feliz, sólo necesitaría un barco cargado de arroz. Con eso tendría suficiente, pero hay poco arroz este mes.

—Anselmo, intente recordar sólo cuál era el nombre completo de Tomás
el Sabio
. Con eso sería suficiente, de verdad, nos ayudaría mucho.

—A mí me pusieron Anselmo, y a mi hermano, Antón
el Rey de Roma
. Yo tenía un hermano que murió, a éste no lo mató nadie. A otros, sí, se tiran al tren, cosas malas. Inspectora, ¿no nos vamos ya a comer? Tengo un hambre que me comería una vaca entera.

Miré a Ricard con desánimo, él negó con la cabeza. Se levantó y abrió la puerta.

—Espera fuera a la inspectora, Anselmo, tenemos que charlar un rato ella y yo.

Obedeció y nos quedamos solos.

—Ya lo ves, eso es todo lo que puede decir.

—¿Está loco?

—No sé en qué medida, pero, obviamente, no es normal. Debe de arrastrar una de tantas patologías subsecuentes a años de alcohol y marginación.

—No es fiable nada de lo que dice.

—No creas, tú llevabas razón, de repente parece recobrar la cordura absoluta. Tiene miedo, eso es evidente, cuando has entrado tú se ha puesto más tenso y su discurso era más delirante.

—¿Oculta algo?

—¡Quién puede saberlo!, podríamos pasar meses hablando con él sin sacar nada en claro.

—Me pregunto si al menos conocía de verdad a la víctima.

—No es fácil saberlo.

—Bueno, pues habrá que renunciar; no tenemos tiempo para perderlo con un pobre loco. Me voy.

—Nos vemos esta noche.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Cómo, por qué?

—Acabo de enterarme de tu éxito total con las mujeres. ¿Qué soy yo, una profesión exótica en tu lista de amantes? ¡Ah, y no vayas en seguida a echarle la bronca a la chica de fuera! He sido yo quien la ha hecho hablar. Tengo experiencia en ese tipo de cosas, pura deformación profesional. Hasta luego, ha sido un placer.

Salí a toda velocidad sin darle tiempo para ninguna reacción. Cogí a Anselmo del brazo y lo arrastré hacia la calle a paso ligero.

—¡Eh!, ¿qué pasa, inspectora?

—Tenemos prisa, se ha hecho muy tarde.

Caminamos lo suficiente como para estar un tanto alejados del hospital.

—¿Dónde vamos a comer? Tengo hambre.

Eché mano a mi bolso y le di treinta euros.

—Yo no puedo acompañarle. Aquí tiene dinero, pague usted mismo lo que quiera tomar.

Se quedó mirando el dinero detenidamente.

—Bueno, pero es que con esto no sé si me llega, porque iba a tomar dos cervezas y después...

Saqué diez euros más y los puse en su mano.

—Eso es lo único que le importa, ¿verdad? ¡El jodido dinero!, para eso no está usted loco. Tenga, que le aproveche.

Di media vuelta y me alejé deprisa. Estaba enfadada, frustrada, llena de rencor hacia el género humano en conjunto, hacia el género masculino en particular. Así que le había parecido maravillosa y por eso se lanzó tras de mí. Claro, igual que otras doscientas mujeres más. Detestaba el tipo característico del seductor, pero si se presentaba en público con todos los arreos de seducir: galantería, tono melifluo, cuidado arreglo personal, etc., aún le concedía cierta entidad. Lo que no podía sufrir era al individuo de aspecto despistado, indefenso e infantil, que juega a ser el preferido de las nenas. Pero ¡ya era suficiente!, ni un pensamiento más para aquel loquero vanidoso. Lo había pasado bien con él, eso era todo. Lo único que lamentaba era que me hubiera puesto de tan mal humor como para mandar al infierno al pobre vagabundo, que no estaba en sus cabales ni tenía culpa de nada.

Ya en casa, abrí la nevera y descubrí un bistec que había comprado el día anterior. ¡Perfecto!, me lo comería a las finas hierbas y abriría un buen vino para la ocasión. Después, un poco de lectura, música ambiental y sueño profundo para acabar el día. Si ése había sido mi plan ideal durante los últimos tiempos, no veía el motivo para variarlo. Limpié una lechuga y la corté a trocitos, entonces el teléfono sonó. Naturalmente, era él.

—Petra, tienes el móvil apagado.

—Ya lo sé. Lo he apagado personalmente.

—¿Y si llegan a llamarte por algo del servicio?

—Oye, deja de preocuparte por mis responsabilidades profesionales. Para eso y para todo lo demás me basto yo sola.

—Sólo me preocupaba por los ciudadanos. ¿Se puede saber a qué viene este cabreo?

—No estoy cabreada, simplemente quiero que comprendas que esto se acabó. No quiero formar parte de tu harén.

—¿De mi harén, pero de qué coño de harén hablas? ¿Por cuatro comentarios frívolos de una secretaria sacas semejante conclusión?

—Ricard, déjalo, no tiene importancia. Lo hemos pasado bien unos días y en paz.

—Pero ¿qué tipo de mujer liberada eres tú? En ningún caso pensé que fueras a exigirme un curriculum perfecto para salir contigo. Por otra parte, no me has dado la más mínima opción a pensar un poco en serio. Tú te has encargado de demostrarme bien a las claras que esto era un pasatiempo. Un revolcón en la cama y adiós, vete pronto que molestas.

—¡Estábamos en una primera fase de conocimiento!

—¡Joder!, ¿y cuántas pruebas más había que sufrir para llegar al tesoro?

—Al menos yo pongo a mis ligues a competir consigo mismos, no contra un pelotón.

—Petra, ¿sabes cómo se llama tu actitud en psiquiatría?, pues se llama narcisismo herido... y también tontos celos inmaduros.

—¿Celos, celos yo? ¿Pero cómo puedes...? ¡Vete al carajo!

—Eso es una grosería.

—Los policías somos groseros, violentos y corruptos, ¿es que no ves la televisión? Adiós, Ricard, voy a cortar esta conversación absurda.

Colgué. ¿Estaba en mi sano juicio, de verdad aquella típica bronca a gritos la había protagonizado yo? Nunca dejaba de sorprenderme a mí misma, y en este caso no era para bien. Narcisismo herido... podía ser, pero ¿celos?, ¡hasta ahí podíamos llegar! Sonó el teléfono de nuevo, intenté recomponerme, carraspeé antes de hablar.

—¿Sí?

—Petra, si no eres capaz ni de escucharme, ni de darte cuenta de que tienes celos... ¿cómo puedo entenderme contigo?

—¡No necesitas entenderte conmigo, no vas a verme más!

—¡Petra!

Volví a colgar, en esta ocasión con una fuerza que no controlé. Respiré hondo tres veces, me puse en pie, ¿qué era lo que estaba haciendo antes de semejante follón? Recordé el bistec a las finas hierbas. Regresé a la cocina, aparentando tranquilidad ante mí misma y entonces el maldito teléfono sonó por tercera vez. Me lancé sobre el aparato que había cercano al fogón y empuñé, más que cogí, el auricular. Grité:

—¡Quiero un poco de paz!, ¿está claro?, sólo un poco de paz en mi tiempo de descanso. Creo que no es mucho pedir.

Hubo un largo silencio e, instantes después, oí una voz que conocía perfectamente.

—¡Coño, inspectora!, ¿qué pasa?

—Perdone, Garzón, la cosa no iba con usted.

—¡Pues menos mal! Me lo creeré, aunque ¿no tendrá uno de esos teléfonos en los que queda marcado quién llama, verdad?

—No, no lo tengo, lo que ocurre es que estoy de muy mal humor. ¿Me llama por un asunto de trabajo?

—No, es algo de tipo personal.

—En ese caso, si no le importa, hablaremos mañana; como le digo, hoy no es el mejor día.

—Sí, eso me estaba pareciendo, pues... buenas noches.

—Adiós.

Y bien, ya estaban todos los disparates perpetrados: ofensa innecesaria a un pobre viejo loco por causa del simple mal humor, discusión sentimental a gritos con un tipo que apenas conocía y omisión de ayuda a un compañero en un asunto personal. ¡Perfecto! ¿Qué me quedaba por hacer: dar una patada a un perro, arrearle un mamporro a una anciana, escupirle a un bebé? Miré el trozo de carne que esperaba paciente una resolución culinaria sobre la superficie de madera. Me pareció un lamentable guiñapo sanguinolento que no me apetecía ni tocar. ¡Al infierno con las delicias gastronómicas!, pasaría a la segunda parte del plan: whisky, música y lectura sentada en el sofá.

Me serví un whisky y puse la Séptima de Beethoven. Una gran sinfonía me haría olvidar las pequeñas miserias diarias. Empecé a divagar mentalmente mientras me serenaba poco a poco. ¿Tendría Beethoven semejantes complicaciones nauseabundas en su vida? Un hombre capaz de componer algo tan elevado como lo que estaba oyendo, ¿se preocuparía por las minucias cotidianas: el dinero, la relación social, el cansancio?, ¿se arrepentiría de los errores intrascendentes que cometiera?, ¿alguna vez se daría al alcohol en lugar de hacerse la cena? Daba igual, en cualquier caso, ya estaba muerto, y yo nunca compondría nada, ni siquiera una canción chusca para un carnaval. Fui sumiéndome en la lectura. Al principio, debía leer cada línea tres veces para llegar a comprenderla. Después, acompasé el entendimiento al acto mecánico de leer. Avancé y avancé en el libro hasta que, pasado un buen rato, me dormí.

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