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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (107 page)

—Esperemos que no, hijo.

—¿Y por qué lanzaron aquellos globos?

—Porque Franco nos ha salvado.

—¿Tendremos comida?

—¡Fíjate…! ¿Eso qué es?

—¡Chocolate! Gracias, papá; gracias, mamá.

—A nosotros no, hijo. Dáselas a los soldados.

Abundaban los niños abandonados por las calles, a los que Auxilio Social recogía. Niños ateridos, mirando con desconfianza a su alrededor.

* * *

En el Pirineo Catalán, en Seo de Urgel, Ignacio y Moncho vivían minuto a minuto aquellos acontecimientos. Ignacio se preparaba para ir a Gerona. «Si te dieran permiso a ti para ir a Lérida, también me darán permiso a mí.»

Ignacio estaba descontento de sí mismo, como siempre, y no sólo por su inestabilidad emotiva. Había ocurrido algo. Ignacio, antes de despedirse de su padre, en Gerona, le prometió que, a no ser en caso de extrema defensa propia, no dispararía contra ningún hombre. Por ello, al incorporarse a la Compañía de Esquiadores, su intención, ¡ignorada por el comandante Cuevas!, era la de disparar al aire, lejos del objetivo, salvo en caso de fuerza mayor. Y he aquí que, en una escaramuza a raíz del cerco de la División 43, en el valle de Benasque, faltó a su promesa. No conseguía explicárselo. El cabo Chiquilín les ordenó: «¡Cuerpo a tierra!» y todos obedecieron e Ignacio vio detrás de unas rocas a dos milicianos apuntando hacia un lugar en que no había nadie. Entonces, poseído de una súbita rabia, cerró el ojo izquierdo, apuntó a su vez y disparó. Tan perfectamente vieron todos que uno de los dos milicianos había sido tocado, que el cabo Chiquilín exclamó: «¡Mejorando lo presente!» Y Cacerola, con honda voz a su espalda, le felicitó diciendo: «No sabía yo que tuvieras tan buena muñeca».

Tampoco lo sabía Ignacio, quien, aterrorizado, recordó el número de su chapa ovalada, metálica, el 7023. ¿Qué número tendría la chapa del miliciano? ¿Lo habría matado? Moncho le dijo: «No te preocupes. Un rasguño».

Pero Ignacio no se dejó convencer. Moncho era el mejor de los amigos, mejor que Mateo, pero Ignacio había comprendido. Si en aquel momento la escaramuza se hubiera convertido en batalla, en combate de verdad, él hubiera disparado un millón de veces contra un millón de hombres… Por donde cabía pensar que el disparo difícil era el primero.

—Acepta las cosas como son, Ignacio. Estamos fabricados de este modo.

Moncho había regresado de Lérida más escéptico que nunca, pero de ningún modo triste. Por supuesto, era un cerebral. Envidiaba a Ignacio porque, a menudo, éste creía que las cosas que ocurrían, ocurrían por primera vez. Moncho, tal vez porque tenía una novia que se llamaba Bisturí, admitía de 'antemano que todo en el mundo era viejo, incluidas las palabras mundo y vejez. Y para demostrárselo a Ignacio y también a Cacerola, el día de la toma de Barcelona, encontrándose los tres en un café de la Seo de Urgel, les dijo:

—Os duele la guerra civil, ¿no es así? ¡Bueno! Recordad aquello: «Dijo después Caín a su hermano Abel:
Salgamos fuera
. Y estando los dos en el campo, Caín acometió a su hermano Abel y lo mató».

Capítulo XLIX

Por circunstancias geográficas, Gerona se convirtió en punto clave, estratégico, para los millares de personas que huían a Francia. Pocos días antes de esta huida en masa, la Logia Ovidio se había reunido, todavía, en la calle del Pavo, sincronizando con el Pleno del Gran Consejo Federal Simbólico del Gran Oriente Español, celebrado en la misma fecha en Barcelona. En ambas sesiones se acordó «ratificar la adhesión entusiasta al Gobierno de la República presidido por Negrín y a cuantas decisiones dicho Gobierno tomase en el transcurso de la guerra.» La última decisión que había tomado Negrín, precisamente en el Consejo de Ministros que convocó a su paso por Gerona, fue la de «resistir». Companys, presidente de la Generalidad, y Aguirre, presidente del Gobierno Vasco, le preguntaron a Negrín cuál era su propósito. Negrín echó una mirada a los campanarios de San Félix y la catedral, que seguían enhiestos, y contestó: «Resistir». Horas después se recibió la noticia de la dimisión del presidente de la República, Manuel Azaña. Negrín no se inmutó. Propuso a Martínez Barrios como sustituto. «Y si Martínez Barrios no acepta, tengo el honor de proponer la candidatura de Dolores Ibarruri»; es decir, la Pasionaria.

Julio García se encontraba también con su mujer en Gerona, adonde fue para retirar el resto de su equipaje. Despidió a los tres gobiernos que se dirigían a Figueras. Luego, ya en el volante del coche de Jefatura, contempló la caravana de fugitivos anónimos y calculó en unas cuatrocientas mil las personas que se dirigían a Francia.

—Por de pronto, los franceses han mandado al Perthus varios destacamentos de senegaleses —dijo, poniendo el motor en marcha.

—¿Quiénes son los senegaleses? —le preguntó doña Amparo.

—Los moros de Francia —le contestó Julio, pisando el acelerador y haciendo sonar el claxon.

Cuatrocientos mil… Imposible calcular. Los setenta kilómetros que separaban Gerona de la frontera eran un llanto horizontal. Había fugitivos procedentes de todas las regiones españolas, sin excepción, y las formas de huida alcanzaban la más grande variedad: desde un tanque marciano ocupado por seis hombres de la columna Tagüeña, hasta dos latas vacías, atadas a los pies, a modo de zancos, utilizadas por una muchacha de unos diez años, pelirroja y expresiva, como el Perrete. ¡Fugitivos! Peregrinos de una España ensangrentada. Cuando llovía, los árboles lloraban, al igual que los mojones de las carreteras. Cada camión, carro o coche era un mundo. La inmensa fatiga se contagiaba incluso a los motores, los cuales parecían negarse a seguir adelante. «¡Paso! ¡Paso!» ¿Cómo pasar, hacia dónde? Hacia el destierro interminable…

Fanny y Bolen contemplaban el espectáculo. Aquellos falangistas de Zaragoza que les ensuciaron el parabrisas, se habían salido con la suya. Ambos corresponsales filmaban la huida; la máquina de filmar era alemana, gemela de la que Schubert había regalado a Núñez Maza.

Encaramados en lo alto de un coche de línea destartalado, filmaban la España ensangrentada, al tiempo que para sus adentros bendecían la paz de que gozaban sus respectivos países, paz que, gracias a los recientes acuerdos de Munich, tal vez fuera durable.

—Me dan! pena —dijo Fanny.

—También a mí.

Antonio Casal se había anticipado a este alud, siguiendo el consejo de Julio García. Se encontraba ya en Perpignan, con su mujer y sus tres hijos, en una reducida habitación del Hotel Cosmos, el mismo hotel en que Mateo y Jorge se hospedaron cuando su huida. Casal se despidió de Gerona con sencillez y dramatismo. No le importaba dejar el piso, pero sí la ciudad pétrea, el barrio gótico y el local de la UGT. Subió, él solo, a este local y de pie en el centro, rodeado de estadísticas, estalló en un sollozo. Cada número fijo en la pared había resultado una mentira. «Claro, los hombres somos más complejos que la Aritmética.»

¿Quién era Antonio Casal? Un muchacho lleno de buena voluntad, que tal vez en otro país menos instintivo, en el que los objetos, las máquinas e incluso los animales y la naturaleza contaran más que lo que contaban en España, hubiera encontrado su lugar. Entretanto, el fracaso del jefe socialista era absoluto. Desde niño luchó para asegurar a todos los hombres «cuna, comida y sepultura» y el resultado estaba ahí: abortos, hambre y millares de cadáveres por las cunetas. Julio García le había prometido ayuda, pero el muchacho no estaba tranquilo. Temía que, fuera de España, sus H… de la Logia Ovidio lo abandonaran a su suerte.

David y Olga, apenas llegó a Gerona el ruido del cañón, se habían mirado largamente y también habían decidido marchar, anticipándose a la caravana. Los dos pensaron lo mismo: lo más sencillo sería suicidarse, pero se querían demasiado… ¡Si fuera verdad que existía otra vida, una forma de subsistencia! Pero ¿cómo creerlo? Y era lo peor que tampoco imaginaban la nada.

—Seguiremos luchando.

—De acuerdo.

Se abrazaron en el centro de la escuela, en cuya pizarra los niños refugiados habían trazado torpes siluetas.

—Te quiero mucho, Olga.

—Ya lo sé.

—Te quiero más que nunca.

—Yo también.

Se besaron de nuevo, y emprendieron el éxodo. Decidieron llevar consigo dos chicos asturianos, huérfanos. En el jardín quedaron muchos documentos, lo que fue aprovechado por los dos niños para calentarse las manos en la crepitante hoguera. Luego subieron al coche, al Balilla que perteneció al padre de los Estrada, y tomaron la ruta de Francia.

Olga llevaba el pelo corto, brillante y liso, y David tenía facciones angulosas y con frecuencia Se rascaba con el índice la punta de la nariz. «A nosotros nos gusta la gente normal, la gente que tiene defectos.» En Barcelona asistieron al entierro de Maciá y más tarde presenciaron la batalla de Belchite, donde sintieron asco y piedad por la matanza a que se dedicaban los hombres. Seguían creyendo que la infancia era determinante, que influía decisivamente sobre el destino de cada cual, y por eso no enseñaban a los alumnos a rezar sino que los capacitaban para una libre elección. Se acordaban mucho de Mateo Santos y de las palabras de Ignacio: «¿Qué esperáis que haya al otro lado de esta orgía?» Continuaban creyendo que los organismos políticos necesitaban de savia joven, lo contrario de los Estados Mayores, que necesitaban hombres con experiencia. «La República lo entendió al revés. Jóvenes imberbes ascendidos a capitanes y mayoría de vejestorios en los Partidos y en la política en general.»

David y Olga emprendieron la huida, y, cuando el coche arrancó, los dos chicos asturianos palmotearon. Sin embargo, a la salida de Gerona los maestros emplearon tanto tiempo ayudando a gente desamparada, que el embotellamiento los cogió en medio y no podían avanzar. Carros y tartanas obturaban la carretera, David se apeó y se informó: sería más práctico seguir a pie… Así lo hicieron. Se despidieron del coche y llevando cada uno una maleta echaron a andar. En Figueras dejaron los dos niños a la puerta de un convento habilitado como guardería infantil. Les dieron casi toda la comida que llevaban y los dejaron al cuidado de dos mujeres de semblante sereno, que acaso fueran monjas.

Uno, dos, uno, dos, siguieron carretera adelante. Al otro lado de la orgía, Francia…

—¿Tienes sed, Olga? ¿Quieres agua?

También el Responsable decidió huir, en unión de sus hijas, del Cojo, de Blasco y de Santi. José Alvear se separó de él en Gerona. «Voy a visitar a mi familia.» «¿Tu familia?», preguntó el Responsable. «¡Me llamo Alvear!» El Responsable y sus hijas se despidieron del piso de don Jorge, de la armadura del rincón, mientras el Cojo y Blasco acababan con el champaña de la bodega. Luego todos juntos se dirigieron en tromba a la fábrica Soler y le pegaron fuego. Todo estaba preparado y además en la fábrica había gran cantidad de materias inflamables. Lo mismo hicieron con la fundición de los Costa. Al inicio de la revolución quemaron iglesias y conventos; al final, fábricas y fundiciones. Su intención era también volar los cines, pero no les dio tiempo. Oyeron el cañoneo y tiraron al río todos los pertrechos.

El Responsable, cuyo padre fabricó alpargatas, en una ocasión le pegó un puñetazo a Ignacio. Había querido mucho a su patrono, el señor Corbera, pero luego lo fusiló. Al fusilar, le gustaba ver los ojos de las víctimas. Se desesperó con la muerte de Porvenir y en aquellos momentos sentía un rencor sin límites por Moscú. «Han hecho como que ayudaban, pero nada. Total, chatarra.»

A Francia… Caminaban recio e iban dejando atrás vidas débiles, mujeres. El Cojo llevaba una mochila y con los puños incrustados en las caderas se ayudaba a sostenerla. Blasco llevaba consigo el dinero que cobró por salvar a los Costa y un saco enorme, lo mismo que Santi. Los tres acólitos del Responsable se fugaban con oro y joyas que guardaban desde hacia mucho tiempo y les preocupaba el rumor según el cual en la aduana los franceses se quedaban con todo.

—¿Qué haremos?

—Está por ver.

Al Responsable le habían dicho que fuera de España no había anarquistas más que en América del Sur. Por un momento se imaginó en Colombia, o en Venezuela, o en Argentina, hecho un mandamás, un capitoste. «Soy veterano», pensó. Pero sus hijas no querrían, estaban cansadas. Lo habían perdido todo, incluso la juventud. Ni siquiera habían aprovechado el gimnasio para mantenerse físicamente en forma. «¡Si a lo menos Porvenir me hubiera dado un hijo!», gemía Merche.

También Cosme Vila abandonó a Gerona en compañía de su mujer, su hijo y sus suegros. Antes de marchar, se entretuvo mirando cómo ardían la fábrica Soler y la fundición de los Costa. Luego se dirigió al local del Partido, donde hizo una hoguera con la mayor parte de los documentos, guardándose únicamente el fichero y una carpeta azul que decía: «Axelrod». Al bajar, se encontró el coche esperándolo, con toda la familia acomodada en la parte de atrás y el fiel Crespo al volante. La mujer de Cosme Vila lloraba y el hombre le dijo:

—Por favor…

El coche arrancó, pero en vez de tomar la carretera de Francia, tomó la que conducía a la costa, carretera bastante despejada, en la que había ¡aún! algunos milicianos haciendo guardia, a los que Cosme Vila saludó puño en alto. Al pasar por el pueblo de Llagostera vieron un café llamado «La Concordia», en cuya puerta un grupo de hombres con pistolas en el cinto discutían acaloradamente. Había un gran silencio en el coche, como si éste se dirigiera a una ceremonia de trascendencia.

El jefe comunista no llevaba consigo ni un real, ni un colchón… Al llegar a San Feliu de Guixols se despidió de Crespo y del coche y subió con toda su familia a una barca de pesca que olía a brea, conducida por un militante del pueblo que al verlos puso en marcha el motor diciendo: «Salud». La barca, llamada La Rubia, se hizo a la mar, mientras Crespo desde la playa agitaba la mano. Una vez fuera del puerto, Cosme Vila tiró al agua la pistola, pero no el cinturón, pues Axelrod le dijo que en Francia continuaría siendo el mismo, teniendo jerarquía y mando. Los suegros no se atrevían a preguntar nada, pues el semblante de Cosme Vila reflejaba una gran tristeza. Era natural. Cosme Vila creyó que el Partido Comunista estaba inmunizado contra el error, que sus sistemas eran infalibles; y él dejaba a su espalda una derrota sin par y, por obediencia, abandonaba a España cómodamente, por una ruta libre y hermosa, por una ruta infinita y azul, mientras aquellos que en él confiaron avanzaban paso a paso por una carretera embotellada, sembrada de muertos.

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