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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (15 page)

Ignacio le escribía a Marta, pero dirigía la carta a Ezequiel, al Fotomatón. Ezequiel había encontrado un título de película para anunciar a Marta que tenía carta. Al abrir la puerta gritaba: «¡El correo del zar!»; y Marta sabia a qué atenerse y acudía volando a su encuentro.

En las noches particularmente calurosas, la muchacha subía a la azotea y miraba el puerto, donde estaba el vapor
Uruguay
, el vapor-prisión. Y pensaba en su padre, en Gerona y en la orden falangista de no desalentarse por nada, ni siquiera por la proximidad de la muerte.

* * *

Julio, en cuanto dejó a Marta al amparo de Ezequiel, en la calle de Verdi, se hizo conducir hasta el Barrio Chino, donde despidió al chófer hasta el día siguiente. De este modo estaría más libre.

Hasta la noche debía hacer tres visitas; pero por lo pronto almorzaría en el Barrio Chino, tan lleno de recuerdos para él. Durante su estancia en la capital catalana, un año largo —allá por 1931—, prestando servicio en la Jefatura de Policía, había adquirido varias costumbres y una de alias era almorzar cada sábado en algún restaurante barato del Barrio Chino. Esta vez el «Restaurante de los Espárragos», llamado así porque en escaparate había un banco verde en miniatura, con respaldo ondulado, cuyos listones de madera, colocados horizontalmente, tenían la forma de espárragos. La patrona era la misma, el banco Verde estaba allí, sólo el espejo del Anís del Mono había cambiado; ahora reflejaba una cara de Julio más vieja que la de antaño, más trabajada, como si desde entonces hubieran golpeado en ella demasiados pensamientos, un par de revoluciones y una retahíla minúsculas apetencias frustradas.

Después del almuerzo miró el reloj. Le quedaban libres dos horas lo menos. Se dedicó a vagar sin plan fijo por aquel pedazo doliente de la ciudad. Reconocía uno por uno los establecimientos bares, los niños eran idénticos a los de antaño, los cines seguían llenando las fachadas de imágenes rutilantes, y en cada esquina habla una mujer compuesta de dos ojos cansados y un cuerpo de madera, como los espárragos, vendiendo cualquier chuchería.

La guerra había traído al barrio monos azules y carteles agresivos. En las aceras se vendían sandías, cuyas muestras, abiertas por la mitad, parecían heridas de la tierra. Los limpiabotas eran gemelos de los de Gerona, con su boina, su pitillo en la oreja, su mirada baja y rumiante. En un escaparate había un gato negro o fosilizado y un letrero que decía: «No hay tabaco». En una casa cuya entrada era inmensa, un aviso decía: «Casa habitada por súbditos extranjeros». Otro portalón decía: «Casa bajo la protección de la Embajada de Turquía». En el poco tiempo que estuvo en el Barrio, lo menos seis veces tuvo que entregar donativos para el Socorro Rojo.

A las cuatro en punto se dirigió a efectuar la primera de las visitas proyectadas: la Jefatura de Policía, en la que prestó vicio al ser trasladado a Cataluña. Un voceador de periódicos clamaba: «¡Tres milicianos disfrazados de curas han atacado con bombas de mano el aeródromo faccioso de Burgos!» El voceador llevaba un helado en la mano izquierda, y entre grito y grito lo lamia con fruición.

En la Jefatura tuvo suerte. Quedaban en ella varios de sus colegas de entonces, siempre a la orden del jefe de brigada Bermúdez probablemente el hombre más ecuánime y recto que Julio había conocido, pese a que cortejó antes que él a doña Amparo campo. Julio fue recibido allí con toda la simpatía que se merecían su sombrero y su irónica boquilla. Le obligaron a sentarse en la mesa que en tiempos ocupó y se pasaron buen rato evocando aventuras profesionales y lo difícil que le resultó pasar el examen de tiro al blanco. Julio, sensible como siempre al ambiente del clan, invitó a Bermúdez y a sus íntimos a fumarse un habano por barba, de los que traía preparados, y entre chupada y chupada escuchó de labios de sus amigos lo penoso que les resultaba tener que fraternizar con advenedizos en la carrera, tener que contemplar impasibles cómo los milicianos se tomaban la justicia por su mano, y realizar toda suerte de servicios desagradables. «Hay mucha venganza personal, mucha —le dijeron a Julio—. Es increíble.» Todo el mundo les daba órdenes, algunas de ellas tan disparatadas que no sabían si acatarlas o no. «Suponemos que lo mismo te ocurrirá a ti en Gerona.» Le informaron de que había una larga lista de policías detenidos y que los partidos políticos, no satisfechos con las cárceles normales existentes, habían empezado a habilitar sótanos y mazmorras, y también algún convento, y algún chalet lujoso, para instalar en ellos sus «cárceles particulares», llamadas «checas». «Ahí no existe control alguno exterior y pueden hacer con los presos lo que les dé la gana.» De momento se destacaban tres individuos en la labor de organizar la tortura de los detenidos: uno en Madrid, llamado García Atadell; otro en Barcelona, llamado Aurelio Fernández, y el tercero, Vicente Apellániz, en Valencia. Un miliciano de este último alardeaba siempre de que había matado tantos fascistas, «que podía encender un pitillo en la boca del fusil». El jefe de brigada Bermúdez le confirmó a Julio el incremento del número de personas que se refugiaban en Embajadas y Consulados, aunque siempre con el temor de caer en una celada. Por supuesto, a las tripulaciones de los barcos extranjeros arribados al puerto para embarcar a sus súbditos, uno de los espectáculos que más les sobrecogía era la exhibición de momias delante de los conventos de monjas.

En un momento determinado, Julio les preguntó a sus amigos qué noticia tenían de lo que ocurría en la zona rebelde con respecto a los asesinatos. Dos policías resumieron su opinión: «Más o menos, lo mismo que aquí». Bermúdez negó con la cabeza. «Mi impresión es que no se puede comparar. Desde luego —añadió—, parece ser que quienes lo pasan allí bastante mal son los protestantes y los masones.»

Julio se entretuvo un par de horas con sus colegas, quienes le dijeron que estaban sacando un fichero fotográfico bastante completo de los cadáveres que a diario ingresaban en el Hospital Clínico. «Hay casos asombrosos, un día los verás.» Julio asintió y giró la vista en torno. Su profesión le gustaba, pese a todo. Le gustaba cada día más. Ser policía le inspiraba por dentro un cierto respeto. Se lo inspiraban incluso sus compañeros. ¡Cuánta anónima abnegación! Todos aquellos hombres afrontaban cada mañana el peligro de una emboscada, el tiro de un descontento.

—¿Por qué no te vienes a Barcelona con nosotros? Pide el traslado.

Julio negó con la cabeza.

—Allá soy don Julio —contestó, sonriendo—. Aquí perdería el «don».

* * *

La segunda visita de la jornada correspondió a don Carlos Ayestarán, jefe de los Servicios de Sanidad, el pulcro analista y farmacéutico que tenía su sede política en la Generalidad y su sede masónica en la Logia Regional del Nordeste de España. Don Carlos Ayestarán había saludado hacía poco al doctor Rosselló y al comandante Campos. «Está visto que este mes será el mes de los amigos gerundenses», le dijo a Julio al estrecharle la mano.

Don Carlos Ayestarán era un hombre educado. Olía siempre a agua de colonia. Alto, calvo, con cuello duro. Era de los cinco o seis varones de la ciudad que no habían renunciado al cuello duro. «Van a tomarle por pastor protestante —le dijo Julio— y no le arriendo las ganancias.» «¿Pastor protestante? —rió don Carlos Ayestarán—. Mal lo pasaría en Salamanca.» Su manía era la limpieza, la higiene. Atribuía buena parte de las catástrofes del mundo a la falta de higiene. «E incluso le atribuyo gran parte del mal humor. Yo perdono muchas cosas, pero la basura me revienta. Uno de los peores defectos que los catalanes hemos heredado de los franceses es la tendencia a la suciedad.» El H… Carlos Ayestarán, de la Logia Regional del Nordeste de España, se había atrevido a vaticinar que la guerra civil la ganaría el bando más limpio, más aseado, «planteamiento —añadió— que desde el punto vista republicano no da pie a excesivos optimismos».

El entusiasmo de don Carlos Ayestarán por la República se contagiaba. Era un hombre leal y trabajador. Estimaba que bajo el régimen republicano una especie de instinto biológico iba colocando cada pieza en su lugar, cada hombre donde era necesario, y que bajo las dictaduras los destinos se veían forzados, desviados por una presión inlocalizable, pero real.

—Bajo un gobierno fascista…, ¿quién sabe? —le dijo a Julio—. Tal vez usted acabara de empresario de bailes flamencos y a mí me destinaran a un lavadero.

Julio, cumpliendo las instrucciones recibidas en la Logia Ovidio, comunicó al jefe de Sanidad que en Perpignan se hallaban detenidas dos ambulancias y un cargamento de medicinas, donativos de los H… franceses. Don Carlos Ayestarán casi aplaudió: «¡Vaya! Esto se anima…» En efecto, en una semana era aquél el tercer donativo para Sanidad. El primero correspondió a unos laboratorios judíos norteamericanos y el segundo a unas damas piadosas de Inglaterra.

Don Carlos Ayestarán autorizó a Julio para traer a España y a Barcelona el pedido mencionado. Hecho esto, se levantó y empezó a pasearse por la habitación, moviendo los brazos como si echara en falta las ceñidas mangas de sus batas de farmacéutico.

—No entreguen nunca nada sin pasar por mi Servicio de Sanidad. Estoy dispuesto a organizar en Cataluña una red sanitaria eficaz y conozco lo que aquí suele ocurrir.

Julio le contestó:

—Descuide.

Platicaron un rato más. Don Carlos Ayestarán le pidió a Julio detalles sobre la revolución en Gerona y Julio lo complació sin ocultar nada. «Esto no me gusta ni pizca», comentó aquél.

De pronto, Julio le dijo:

—Mi querido amigo, aprovechando la ocasión, ¿podría hablarle de un asunto personal?

Don Carlos mudó de expresión.

—¡Claro que sí! —exclamó, dirigiéndose a su mesa y sentándose—. Usted sabe el aprecio que le tengo, Julio.

El policía contestó:

—Muchas gracias.

El asunto era a la vez sencillo y complicado. Julio quería simplemente formar parte de alguna de las Delegaciones de la Generalidad que salían al extranjero a comprar armas, a depositar el oro para el pago, a informar a la opinión internacional…

Don Carlos Ayestarán movió la cabeza.

—Vamos a ver. Concrete usted. Porque ha mencionado usted tres cosas muy dispares. ¿Es que lo único que le interesa a usted es salir al extranjero?

Julio se apresuró a negar.

—¡De ningún modo! Lo que me interesa es lo primero: salir un los compradores de material bélico. He mencionado los otros dos motivos…, simplemente para no cohibirle a usted.

—Ya… —don Carlos juntó las manos como si se dispusiera rezar y se las llevó a los labios como para besarse las puntas de los dedos—. Permítame una pregunta: ¿entiende usted de material ds guerra?

—Ni jota.

—Entonces…

—Es muy sencillo. Me gustaría ir en calidad de policía… Estoy euro de que me comprenderá usted. Me gustaría controlar un poco las gestiones que se hagan. ¿Cómo se lo diré? Se barajarán sumas importantes…

La cara de don Carlos Ayestarán se iluminó. Por un momento temió que Julio le decepcionara. Ahora le pareció que comprendía al policía.

Con súbita energía le dijo:

—Resumiendo… Si no me equivoco, lo que usted desea es ir con la Delegación en calidad de policía, sin que nadie sepa que usted lo es…

Julio reflexionó.

—Bueno… —dijo—. Si se enteran ¡qué más da!

Don Carlos Ayestarán respiró hondo y se echó para atrás.

—Comprendo… —susurró—. ¡Bien, esto está claro!

Parecía mentira que todo se hubiese resuelto con tanta rapidez, Era el sistema de don Carlos Ayestarán. Una vez convencido de la sana intención de la persona que le pedía algo, tomaba la pluma para firmar. En esta ocasión, la propuesta de Julio era razonable y merecía el pláceme.

—O mucho me equivoco —le dijo a Julio— o puede usted contar con el nombramiento. —Julio abrió los brazos en actitud de sincero agradecimiento.

De improviso, don Carlos Ayestarán le preguntó:

—Usted habla francés, claro…

Julio lo miró y sonrió.


Oui, monsieur
—contestó, inclinando levemente la cabeza.

La entrevista terminó. Julio se levantó y con él su anfitrión. Don Carlos miró al policía con afecto. Sentía admiración por él y la hubiera gustado tenerlo en Barcelona. Julio le atajó:

—¡De ningún modo! En Gerona soy don Julio. Aquí perdería al «don».

Don Carlos le acompañó a la puerta. En el camino le preguntó:

—¿Qué edad tiene usted, Julio?

—Cuarenta y siete. ¿Por qué?

—¿Le gustaría acompañar a Durruti a Zaragoza?

—En absoluto.

Don Carlos sonrió.

—Es usted un diablo.

—Nada de eso. Soy franco.

Don Carlos prosiguió:

—¿No le gustan los tiros?

—Prefiero el dominó.

—Entonces, ¿por qué se hizo policía?

—Por dos razones. Primera, porque así puedo disparar yo también. Segunda, porque a lo que jugamos los policías es precisamente al dominó.

En aquel momento llamaron a la puerta, e inesperadamente ésta se abrió dejando paso a un muchacho rubio, de nariz y mentón enérgicos, que llevaba en la mano un precioso reloj de arena, Don Carlos hizo una expresión de agrado y presentó a los dos hombres.

—Es un sobrino mío —dijo—. Me ayuda mucho.

—Tanto gusto. Me llamo Julio.

La voz del muchacho era clara y equilibrada.

—Me llamo Feliciano, pero no es culpa mía. Todo el mundo me llama Moncho.

A la salida del edificio de la Generalidad, Julio García dio una vuelta por el barrio gótico de Barcelona y luego se fue a las Ramblas. Entró en un café y pidió telefonear. Se disponía a llamar al Hotel Majestic para concretar la tercera entrevista de las que tenía proyectadas y que consideraba sin duda como la más importante: el doctor Relken. Mientras esperaba la comunicación, se fijó en el título de una obra anunciada en una cartelera exterior:
Sífilis, o toda tú para mí
.

El doctor Relken acudió al teléfono y al reconocer la voz de Julio soltó un «¡Eureka!» jubiloso y halagador. «¡Venga inmediatamente!», le invitó el doctor; y Julio colgó el auricular y encendió con satisfacción un pitillo.

Julio se dirigió al hotel preguntándose por qué le intimidaba tanto el doctor Relken. No era ningún superhombre, en ningún aspecto; y, sin embargo, rara vez se comportaba ante él con naturalidad.

El doctor le esperaba ya en el vestíbulo del hotel, y en cuanto los dos hombres se vieron se acercaron dando muestras de satisfacción y se estrecharon efusivamente la mano. A Julio le pareció que el doctor estaba más pálido que en Gerona, aunque tenía los ojos igualmente brillantes y, por supuesto, la cabeza todavía al rape. «¡Ah! —exclamó el doctor, indicándole a Julio el camino del comedor, donde había encargado una merienda—. Es una medida preventiva. Así no me cortarán de nuevo el pelo.»

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