Un millón de muertos (57 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

La teoría de «La Voz de Alerta» iba estructurándose de un modo lógico y sobre ella había empezado a basar la labor de contraespionaje. La principal fuente de espías enemigos radicaba en los obreros. A renglón seguido, las mujeres. «La Voz de Alerta», tal vez obsesionado por el precedente que en su bando sentara Laura, estaba seguro de que las viudas e hijos de los fusilados laboraban con tenacidad fanática. Luego, los pastores… Pastores dueños de los movimientos de sus ovejas, o que pasaban continuamente de un campo a otro a través de los montes de Huesca, de Cuenca y de Granada. Don Anselmo Ichaso ponía el grito en el cielo, pero «La Voz de Alerta» no se arredraba. «¿Qué quiere usted que yo le haga? ¿Que me disfrace de carabinero y me plante allí con un fusil?» Las valijas diplomáticas y los informes de los corresponsales de prensa extranjeros, que gozaban de una absoluta impunidad… «Me aguantaré hasta que me harte —decía “La Voz de Alerta”—. ¡Pero se me están calentando los cascos!» Luego, el apoyo dé todos los izquierdistas de la tierra. Y tal vez, tal vez, algún que otro morito joven, asistente de algún jefe de Estado Mayor.

A «La Voz de Alerta» le daba en el corazón que por esa línea, en el frente de Madrid o en el de Granada, llegaría a desmontar el importante tinglado. No olvidaba que, si bien lo corriente en las cábilas marroquíes fue la adhesión incondicional al llamamiento que hizo Franco, no faltaron jefes ancianos que, al ver partir a sus hijos para la Península, les susurraron en el último momento: «Id a matar españoles…»

«La Voz de Alerta», que cada día, antes de empezar su tarea, se iba a la iglesia del Buen Pastor a comulgar, lo cual aumentaba todavía más la reputación de caballero intachable que se había ganado entre las damas aristocráticas de la ciudad, exactamente el día de Reyes obtuvo un señalado triunfo: consiguió detener al famoso Dionisio de que don Anselmo Ichaso le habló en la primera entrevista que tuvieron en Pamplona y del que el propio «alemán misterioso» había afirmado que era la cabeza de dragón del espionaje enemigo.

¡Dionisio! Su detención fue increíblemente fácil. Dos agentes, que se habían desplazado a Vitoria siguiéndole los pasos a una muchacha rubia, de insignificante aspecto, de pronto advirtieron, a cincuenta metros escasos de donde se encontraban, la presencia de un hombre con gorra de pana, que, fingiendo naturalidad, se ocupaba en colocar un artefacto extraño a los pies de una bellísima central eléctrica. «¡Alto ahí!» Fue cosa de poca monta. El hombre y la muchacha fueron conducidos al despacho de «La Voz de Alerta». El hombre se encerró en un mutismo total, pero de nada le sirvió, por cuanto, a los diez minutos de interrogatorio, la chica rubia confesó: «Se llama Dionisio».

«La Voz de Alerta» casi lloró de alegría, lo mismo que Javier Ichaso. ¡La cabeza del dragón! Don Anselmo Ichaso felicitó al dentista diciéndole: «Se mueve usted en el SIFNE como pez en el agua». «La voz de Alerta» estaba seguro de que, a fuerza de paciencia y del empleo de medios científicos, Dionisio acabaría por expulsar todo cuanto sabía, delatando al paso a sus colaboradores. Sin embargo, estaba de Dios que no ocurriera tal cosa. Contrariamente a su conciudadano Julio García, «La Voz de Alerta» no pensaba nunca en la palabra «suicidio». Pero, Dionisio, sí. Dionisio, una mañana como cualquier otra, se suicidó. Al salir de uno de los interrogatorios en el despacho de «La Voz de Alerta», esposado y acompañado por un centinela, de pronto fingió tropezar, viró en redondo y se tiró por la ventana del pasillo.

El desconcierto de «La Voz de Alerta» fue mayúsculo. Jamás pudo imaginar tanto «heroísmo» en aquel hombre con gorra de pana y ojos inquietos. «¡Canalla!», barbotó. Jesusha, la sirvienta del dentista y de Javier Ichaso, al enterarse del incidente gimoteó, soltó el trapo, como si Dionisio fuese algo suyo.

* * *

La segunda actividad de «La Voz de Alerta», la que le valió el remoquete de «Cónsul» de los fugitivos de la zona «roja» —fugitivos de Gerona y provincia—, le proporcionaba también gran número de sorpresas. Muchos de aquellos hombres sufrían un radical cambio en cuestión de pocos días. Llegaban a San Sebastián como purificados, dispuestos a darlo todo. En breve se habituaban a la nueva circunstancia, olvidaban sus recientes peligros, reencontraban sus anteriores egoísmos.

En aquel mes de enero, de entre las visitas que recibió «La Voz de Alerta» en su despacho, destacó la de los falangistas Miguel Rosselló y Octavio. Y de entre las entrevistas que le fueron solicitadas desde Francia, destacó la de sus cuñados, los hermanos Costa, que lo citaron en un hotel de Biarritz. «La Voz de Alerta» recibió a Rosselló y a Octavio con efusión, pese a que la Falange seguía sin gustarle ni tanto así. Y es que la aventura de los mu chachos en los puertos franceses lo merecía. El notario Noguer le había escrito: «Octavio se introducía en los muelles como una lagartija y Rosselló parecía un perro policía oliendo las municiones en las cajas que decían:
Parfums
o
Champagne
».

«La Voz de Alerta», al término de un brindis con los muchachos, en el que estuvo presente Javier Ichaso, y contando de antemano con el beneplácito de Mateo, propuso a aquéllos que siguieran colaborando con el SIFNE. No hubo dificultad. Los dos falangistas se habían habituado al servicio.

—Por mí, hecho.

—Por mí, también.

«La Voz de Alerta» sonrió, complacido.

—Tú, Rosselló, quedarás adscrito al grupo Josué, en el frente de Madrid. Saldrás pasado mañana, con una carta para el coronel Maroto, de la 6.ª Bandera de la Legión, el cual te dará instrucciones. Supongo que te destinará a visitar el Madrid rojo… ¡No te asustes! Visitarlo y regresar. Por supuesto, necesitarás un poco de sangre fría; pero tal vez te estimule saber que en Gerona, tus dos hermanas pertenecen al Socorro Blanco, a las órdenes de mi mujer, y que tu padre se encuentra en el Hotel Ritz, de Madrid, convertido en Hospital de Sangre, salvando la vida de docenas de milicianos. Sólo necesito que me jures dos cosas: que en Madrid no intentarás entrevistarte con tu padre, pese a que te hayamos comunicado su paradero, y que preferirás morir antes que caer Con documentos en manos del enemigo.

Rosselló reflexionó:

—Lo de mi padre, lo juro… No me entrevistaré con él. Lo otro, no puedo garantizarlo.

«La Voz de Alerta» sonrió de nuevo.

—Así me gusta. No eres fanfarrón y te felicito por ello.

Octavio quedó adscrito al grupo llamado
Noé
, que actuaba en el frente de Granada. Se presentaría al capitán Aguirre, del tercer Tabor de moros. Al oír esta última palabra, Octavio bromeó: «Preferiría volver a Marsella». Su misión consistiría en husmear, en rastrear por aquel sector.

—Observa a los moros, sobre todo a los moros jóvenes. Bueno, el capitán Aguirre te explicará…

Los dos falangistas se interesaron por el paradero de los demás fugitivos gerundenses.

—Un muestrario —les informó «La Voz de Alerta»—. Jorge, aviador; Mateo, ya sabéis; José Luis Estrada, marino. ¡En fin! Mosén Alberto, en Pamplona… Y yo aquí, ya veis, solterón e invitado a todas las fiestas de la alta sociedad donostiarra.

Rosselló, el hijo del doctor Rosselló, H… de la Logia Ovidio, preguntó al dentista:

—En el caso de que yo muriera, ¿ayudaría usted a mi padre? «La Voz de Alerta» reflexionó y parodió la anterior respuesta del muchacho.

—No puedo garantizarlo.

Octavio se dirigió a Javier Ichaso.

—¿Estáis enterados de los constantes bulos que circulan en Francia en torno a un posible armisticio?

—Figúrate —respondió Javier—. Nos pasamos el día oyendo la radio y leyendo la prensa…

«La Voz de Alerta» no comprendía tanta ignorancia, tanta frivolidad. Brillantes parlamentarios ingleses, franceses y belgas; declaraban a diario: «Hay que reunir en un país neutral a los dirigentes de ambas zonas y concertar un armisticio. Y que luego el pueblo español elija un sistema de gobierno ecuánime y a gusto de todos». ¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué significaba tanta mamarrachada? ¿Todavía no se habían enterado? ¿Cómo casar a la Justicia con la Barbarie, a Dios con la Pasionaria? El, «La Voz de Alerta», no claudicaría jamás. Llevaría el combate hasta el limite, hasta la eternidad. Y con él, millares y millares de hombres y mujeres de las dos zonas. Biarritz y los Gobiernos democráticos vivían en la luna.

Biarritz… Los hermanos Costa citaron a «La Voz de Alerta» en esa ciudad. Los Costa, llegados a Francia sanos y salvos, en compañía de sus esposas, primero se instalaron en París, donde centralizaron el capital que tenían disperso en Bancos suizos e ingleses, y una vez tranquilos sobre el particular y contando, además, con el valor de las joyas que sus mujeres llevaron consigo, decidieron hacer una visita a «La Voz de Alerta», pues se encontraban desorientados. «La Voz de Alerta» acudió a la cita de Biarritz. Sin embargo, su aire de triunfador fue desde el primer momento tan antipático y ofensivo, que los Costa, abrumados, abreviaron el máximo la entrevista. Claro… ¡menuda victoria significaba, para el dentista, la presencia allí de los dos diputados! «¿Y pues? ¿Y los donativos para los obreros, las subvenciones a la piscina y al democrático fútbol?» Los Costa, que volvían a fumar puros habanos, se encogieron de hombros. No era ocasión de filosofar. «¡Qué vamos a hacerle! Nos hemos equivocado todos.»

El dentista negó con la cabeza.

—Nada de eso. Os equivocasteis vosotros; yo, no. Y vuestras mujeres tampoco, supongo. Con sólo verlas comprendo que me están dando la razón. —Marcó una pausa—. Bien, ¿y qué pensáis hacer? ¿O qué queréis de mí?

Los Costa se sentían humillados.

—Nada… Ahora, nada. Esperar…

—Esperar ¿qué? Claro, lo que todo el mundo… Esperar a que los requetés navarros liberen a Gerona y os devuelvan las canteras.

Una de las dos mujeres intervino.

—No te sirve de nada tener ojos. Eres un soberbio y serás más desgraciado que nosotros. Vámonos ya.

También los Costa lo miraron largamente.

—Anda, regresa a San Sebastián y allí cuélgate unos escapularios.

«La Voz de Alerta» se levantó y saludó, despidiéndose.


Ciao…!
—y montó en su coche, un Citroën que el Servicio le había adjudicado y que antes de la guerra perteneció a un diputado socialista.

Tomó tranquilo la ruta de San Sebastián, silbando mientras conducía. A su derecha, el mar aparecía y desaparecía como en muchos hombres la sensación de juventud. En los controles de la carretera bajaba la ventanilla y después de saludar echaba a los soldados un puñado de cigarrillos franceses.

Llegado a su despacho de la calle de Alsasua, encontró a todos sus ayudantes —inferiores, los llamaba él— cumpliendo con su deber. Tuvo, como siempre, una frase cariñosa para su criada Jesusha, la cual le preguntó: «¿Quiere algo más el señor?», pues era jueves y estaba libre por la tarde. Luego se tomó el baño —el Cuarto de aseo parecía una clínica dental— y por último se instaló en su despacho y llamó a Javier Ichaso. Su euforia le reclamaba auditorio y nadie mejor que Javier podía desempeñar este papel.

—¿Qué te han parecido mis conciudadanos falangistas?

—Me han gustado mucho. Sobre todo, el más alto.

—¡Ah, ya!, Rosselló… —«La Voz de Alerta» agregó—: Su padre es masón, aficionado a la música y un mal bicho. Al hijo le gustan los coches. ¿Hay alguna novedad?

Javier Ichaso, sentado junto a la ventana, dio una palmada a una de las dos muletas que sostenía entre las piernas.

—Poca cosa. El políglota profesor Mouro está un poco resfriado…

—Los portugueses se resfrían constantemente. ¿Por qué será?

Javier Ichaso miraba a su jefe de modo que parecía mofarse de él. Lo cual era insólito, pues la admiración del muchacho por el dentista no había mermado un ápice.

—Por la radio he captado una pintoresca noticia: ha muerto el árbol más alto de Inglaterra. Una secoya gigante, de unos cincuenta metros de altura. ¿Le gustan a usted los árboles, jefe?

—Me tienen sin cuidado. ¿Qué más?

Llegados ahí, Javier Ichaso decidió no prolongar su desusada actitud.

—Nada importante —dijo, señalando con ademán ambiguo un sobre que yacía en la mesa—. Esta carta de Pamplona. —El sobre estaba abierto—. Es de mi padre.

«La Voz de Alerta» la tomó y empezó a leerla, un tanto extrañado, pues la carta no había llegado con el correo normal. A medida que leía, se fruncía su entrecejo. Se fruncía con cólera y humillación, tal como unas horas antes les ocurriera a los Costa. Entretanto, Javier Ichaso, que había encendido un pitillo, acariciaba sus muletas con expresión casi divertida.

El contenido de la carta, escueto, breve, implicaba sin duda una lección. El Dionisio que el dentista consiguió detener en Vitoria, el hombre callado y austero que intentó volar aquella central eléctrica y que un día como cualquier otro, al salir de aquel mismo despacho, puso heroico fin a su vida, no era el Dionisio real, sino un doble de éste. Un doble que se sacrificó adrede, que «se hizo detener» adrede y que se mató para no delatar a nadie y para que el Dionisio real pudiera proseguir impunemente su labor.

Don Anselmo Ichaso afirmaba que no cabía duda al respecto y que ampliaría detalles. Ni siquiera la muchacha rubia detenida conjuntamente estaba enterada de la sustitución. El hombre suicida era un obrero de Zamora, empleado en una fábrica de cemento, en tanto que el Dionisio real, mucho más joven, era montañés y un poco más alto.

«La Voz de Alerta» no se atrevía a levantar la mirada y enfrentarse con Javier Ichaso. Éste seguía fumando con ostensible delectación… El dentista se había quedado como petrificado, excepto una ligerísima orla de espuma que le recorría los labios.

* * *

Marta Martínez de Soria —Mar-Mar la llamó el italiano Salvatore en su primera carta— entendía perfectamente la intención del humor de
La Ametralladora
, lo juzgaba inteligente y original, pero no conseguía reírse con él. Marta era seria, demasiado, y con el tiempo y los avatares dicha seriedad iba apoderándose más y más de su rostro. No se reía con
La Ametralladora
, pese a que el semanario era lo único que conseguía iluminar durante un rato la expresión de su madre, la viuda del comandante.

Ambas mujeres habían ya salido de Cádiz y se encontraban en su tierra, en Valladolid. Habían recuperado su piso y hasta su vieja sirvienta, Basilisa de nombre, la cual las informó de que José Luis y Mateo estaban en el Alto del León en la centuria «Onésimo Redondo». Inmediatamente enviaron un telegrama a los dos muchachos, notificándoles su llegada. Luego, Marta, tal como Ignacio predijo, se vistió de azul y le escribió a su novio una postal firmada con seudónimo, postal que entregó aquel mismo día a un policía amigo que se iba a Francia. «Échela en Francia, por favor…»

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