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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (42 page)

—¡De primera! —Pareció divertido—. Nadie nos había dicho eso antes.

—¿Adónde vamos? —pregunté. Apenas podía verle la cara, y menos aún la dirección que llevaba la furgoneta.

—A casa de Moll —dijo él vagamente.

La casa de Moll resultó ser el sótano de una casa en Myrtle Street debajo de una tienda que vendía artículos de cámping. Había unas diez personas allí sentadas en los numerosos sillones, el gran sofá y en el suelo. Las paredes estaban cubiertas de carteles de películas y espectáculos. La música estaba tan alta que se podía oír desde la furgoneta antes de que se hubiera detenido. Eran los Moody Blues, un grupo que me gustaba mucho, pero no a ese volumen ensordecedor que hacía que la habitación se sacudiese y las vibraciones me atravesaran los zapatos y me llegaran a las piernas hasta que me tembló todo el cuerpo. Me sentía como un gigantesco martillo neumático.

Una mujer de unos cincuenta años, vestida de negro de arriba abajo y con una buena capa de maquillaje, que incluía pestañas postizas, gritó:

—¡Así que tú eres la última chica de Steven! —y me preguntó qué quería beber. Supuse que sería Moll.

—Un té, por favor —grité.

—Me refería a alcohol, querida —gritó ella a su vez.

—¡Oh! Un vaso de vino, entonces.

—Cuando digo alcohol, me refiero a escoger entre Guinness rubia o negra.

—¿Tienes agua?

—Hay un tanque por ahí. Búscate un sitio para sentarte y le traeré un vaso.

Durante largo rato estuve sentada en el borde del sofá sin hablar con nadie. La gente se pasaba cigarrillos liados a mano, y sospeché que dentro no había tabaco precisamente. Me ofrecieron uno. Lo cogí rápidamente, demasiado asustada para darle una calada, y se lo pasé al siguiente.

Steven había desaparecido. Moll me trajo el vaso de agua y me puse a pensar que estaba perdiendo el tiempo allí y que podía estar en casa haciendo algo útil como limpiar mi habitación o planchar. O en el Odeón viendo
La bruja novata
con Rob y Gary.

Entonces vino Steven, se sentó detrás de mí en el brazo del sofá y me puso las manos sobre los pechos. Casi me muero de vergüenza. Nadie me había hecho nunca algo así en público.

—Eres preciosa, ¿lo sabes? —me gritó en la oreja.

A pesar del ruido, se estaban entablando varias conversaciones cerca: ¿debería el Reino Unido participar en la guerra de Vietnam? La mayoría pensaba que definitivamente no. Una mujer que estaba en el suelo preguntó si alguien había visto el nuevo programa de la televisión,
Monty Python's Flying Circus.
La mayor parte de la gente lo había visto, menos yo, y todos dijeron que era genial. A Marion no le había dado buena impresión y no había querido verlo. Le preguntaría a mi tía, que seguía extrañamente deprimida, si podíamos verlo la semana siguiente.

El ruido me estaba dejando sorda. Llegaban ruidos extraños desde los muebles y me pareció que se estaban moviendo solos. Moll apareció con unos platos de sándwiches de paté de carne y le pregunté a Steven quién era.

—Es la madre de Pete. —Me soltó el pecho derecho para coger un sándwich—. Le gusta invitar a gente. Antes de casarse con el padre de Pete, trabajaba en el mundo del espectáculo. Cuando la tienda de arriba cierra, a veces ensayamos aquí. Lo malo es que la acústica es una mierda.

Unas horas más tarde, una docena de nosotros volvimos a The Cavern para la actuación de la noche de los Umbrella Men. Para entonces llovía fuerte. Nos apretujamos en la furgoneta. Parecía muy peligroso que estuviéramos todos prácticamente sentados unos encima de otros, pero a nadie parecía importarle.

De pronto me di cuenta de que yo no tenía nada que ver con aquella gente. Nos vestíamos de manera diferente, hablábamos de manera diferente, hasta olíamos de manera diferente. No había nadie más allí que llevara vaqueros planchados con vapor, sandalias abrillantadas ni L'Aimant de Coty. Nadie más tenía el pelo tan limpio, y mis ojos debían de parecer desnudos sin raya ni sombra. Me sentía sosa y poco interesante.

Entramos en The Cavern y el grupo desapareció. Las chicas hablaban entre sí y me ignoraron. Cuando nos marchamos de casa de Moll, Steven le dijo:

—Chao, pescao.

Me preguntaba qué liaríamos después. ¿Sentarnos de nuevo a escuchar música ensordecedora mientras nos gritábamos unos a otros y fumábamos cigarrillos sospechosos? ¿Y luego? Me temía lo que iba a pasar después y no me apetecía lo más mínimo.

Aquella tarde había sido para mí una experiencia nueva y me alegraba de haberla tenido, pero una vez era suficiente. Yo no era el tipo de Steven y él no era mi tipo. Podía estar sentada horas sin hacer nada más que contemplar la luna o una puesta de sol espectacular, pero pasar el tiempo en el piso de Moll había sido una absoluta pérdida de tiempo.

Steven estaba cantando una de sus composiciones. Tenía una voz agradable, tocaba muy bien la guitarra y era tremendamente atractivo, pero no me hacía sentir bien por dentro como Rob Finnegan.

Me marché de The Cavern. Eran casi las nueve de la noche, la lluvia había cesado y hacía una estupenda noche de verano. El sol poniente era una enorme bola encendida en el cielo azul oscuro. Saqué mi coche del aparcamiento de St John y conduje hasta la casa de Cathy Burns. Tenía muchas ganas de ver a mi madre, sin una razón especial. Y me preguntaba si sería buena hora para ir a casa de Rob. También me apetecía muchísimo verlo.

Había cuatro coches aparcados fuera: el Mercedes de Leo, el BMW de Harry el Cortina de Charles y —no podía creer lo que veían mis ojos— el viejo Morris Minor de Rob. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?, me pregunté. Aparqué, caminé por el sendero y oí voces procedentes del jardín. Mi madre parecía preferir estar al aire libre después de los años pasados en la cárcel.

Durante un rato me quedé junto a la verja sin que me vieran y observé a mi madre con Gary durmiendo en sus brazos como un bebé mientras Cathy Burns, el tío Harry y Charles, todos de pie, se reían con ganas, y el abuelo y Rob estaban sentados juntos en un banco hablando de algo que parecía muy importante a juzgar por las expresiones de sus caras. No había señal alguna de Marion: debía de haberse quedado sola en la casa de Aintree.

Rob fue el primero que me vio. Dejó de hablar, se puso de pie y se acercó a mí. Vi en sus ojos y en la expresión de su cara que se alegraba de verdad de verme, y me pregunté si yo tendría el mismo aspecto. Di unos cuantos pasos vacilantes hacia delante y caí en sus brazos, y fue el lugar más cálido y confortable en el que había estado en toda mi vida.

—Te quiero —susurró.

—Y yo a ti —le respondí.

—Tengo un trabajo; es en Canadá. ¿Vendrás conmigo? Primero nos casaríamos, claro.

—Sí, iré contigo, y sí, nos casaremos. —Miré por encima de su hombro y vi a mi madre mirándonos con lágrimas en los ojos. Yo también quería llorar, porque ella apenas llevaba en casa unos días y ahora yo estaba a punto de irme.

Resultó que el sábado anterior, Gary le había dicho a mi madre que deseaba tener el uniforme del equipo de fútbol del Everton, así que esa tarde ella había ido al centro con Cathy y se lo había comprado. Cuando llegaron a casa, Cathy había encontrado el teléfono de la hermana de Rob, y mi madre había llamado e invitado a Rob y a Gary a tomar el té. El teléfono estaba sonando cuando volvían de ver
La bruja novata,
había dicho Rob.

—En cualquier caso —comentó más tarde mi madre—, sentí mucho que lo hubieras abandonado, me refiero a Rob, por otro hombre. ¿Qué tal te fue con Steven Conway?

—Me aburrí muchísimo —contesté—. Me sentía como un pez fuera del agua.

—Con Rob estarás a salvo, cielo. —Me apretó la mano. Al otro lado del jardín, Rob estaba ayudando a Gary a bajarse de un árbol—. Nunca sabrías a qué atenerte con Steven. Oh, y no olvides que tienes dos tías en Canadá, Jacky y Biddy, así como dos tíos y cinco primos, tres chicos y dos chicas. He prometido ir a verlos en Navidades. Todos viven en la Columbia Británica, donde va a trabajar Rob.

Sería el director de seguridad de una empresa de electrónica que acababa de abrir en la isla de Vancouver. La oferta procedía de un amigo canadiense que había trabajado con él en Uganda. El dueño de la empresa era su hermano.

Para entonces todo el mundo sabía que Rob y yo nos íbamos a casar, hasta Gary, que quiso saber si tenía que seguir llamándome «señorita».

Le dije que quería que me llamara Pearl, a sabiendas de que nunca sustituiría a su madre.

Mi madre me preguntó si podía hacerle un favor.

—Llama a Marion y dile que te vas a casar con Rob. No está bien que tú o Charles entréis en casa anunciándolo. Pobrecilla, no me aguanta. A mí nunca me gustó ella tampoco, pero conseguí no hacer un mundo de ello. Hagamos una cosa: dile que venga. Charles ha ido a comprar champán para brindar y ella debería estar aquí.

—Muy bien. —Me di la vuelta para marcharme, pero recordé que había algo que tenía que saber—. ¿Charles y Cathy tienen una aventura? —pregunté en un susurro.

Ella abrió la boca asombrada.

—Claro que no. ¿Cómo diablos se te ha ocurrido esa idea?

Le expliqué que había traído su chaqueta azul el domingo anterior y que todas las cortinas estaban corridas.

—Charles estaba aquí. Vi su coche aparcado fuera.

—¿Conque fuiste tú la que dejaste la chaqueta en las escaleras? Pensamos que había sido Marion; ella hace esas cosas —rio—. No, cielo. Cathy y Charles estaban viendo una película de ciencia ficción. No te oirían llamar. Sabes lo mucho que Marion las odia; las de vaqueros también. Y se niega a que se vean en su casa. Charles es un buenazo y siempre hace lo que ella quiere, el muy tonto. Ya es hora de que se haga respetar.

Llamé a Marion y dijo que se acercaría. Parecía muy emocionada, así que me alegré de haberla avisado. Llegó unos veinte minutos después de que Charles volviera con el champán. Cathy no tenía copas de champán, pero a nadie le importó.

Nos colocamos en círculo en el jardín y el abuelo propuso el brindis:

—Por Pearl y Rob. Que disfruten de eterna felicidad y le den un montón de hermanos y hermanas al pequeño Gary.

—¡Por Pearl y Rob! —Se alzaron los vasos, se bebió el champán y todo el mundo empezó a cantar
Aula Lang Syne,
no sé por qué.

—Quiero tres hermanos y tres hermanas —dijo Gary cuando la canción acabó.

Le di a Hilda la noticia el lunes en la escuela. Las dos llegamos al mismo tiempo en nuestros coches y aparcamos una junto a la otra.

—Enhorabuena —dijo cálidamente—. ¿Cuándo será?

Estaba deseando ir a la boda.

—Hacia finales de julio. Mi madre va a ir a la iglesia esta mañana para ver qué fechas están libres. No será una boda pomposa. Tú estás invitada, por supuesto.

—Gracias. Tu madre es una persona encantadora —dijo Hilda con sinceridad—. Siento todo lo que dije aquella vez. Te haces una imagen en la cabeza de cómo son las personas, y no pude haber estado más equivocada en el caso de tu madre. Supongo que hasta los mejores pueden hacer cosas en un momento dado de las que se arrepienten toda su vida.

—¿Qué pasa con Clifford? —pregunté, cambiando de tema.

—Clifford no quiere más hijos. Tiene dos de su matrimonio anterior, y para él son suficientes. —Le dio una patada a un balón de fútbol para devolvérselo a su dueño con más fuerza de la necesaria—. Creo que está claro que sólo se casa conmigo para tener un techo sobre su cabeza.

—Lo siento, Hilda. —Realmente tenía derecho a algo de felicidad en su vida.

—No lo sientas. Sigo pensando en casarme con él —dijo sorprendentemente—. Es casi seguro que estoy embarazada. Cuando lo descubra, ya estaremos casados, y si quiere dejarme, que lo haga. No me importará porque seré una mujer casada y pronto seré madre, que es lo que más he deseado toda mi vida.

Ahora iban a celebrarse dos bodas: no era sorprendente que fuese a haber otra. Cathy Burns me llamó a su despacho a la hora de comer y me anunció que ella y el tío Harry se iban a casar.

—Siempre nos hemos llevado muy bien desde que nos conocimos en el muelle de Southport; fue el día que tu madre conoció a tu padre —dijo. Estaba ruborizada y se veía bonita, y de pronto imaginé cómo habría sido de joven—. Eso fue hace treinta y dos años. Si no hubiera sido por Harry, nunca hubiera conocido a Jack, que fue el amor de mi vida.

—Estoy contentísima. —Después de mi boda, era la mejor noticia que podían darme—. Me alegro de que Harry al fin te lo pidiera.

—No lo hizo, Pearl, se lo pedí yo. —Se rio tan fuerte y con tantas ganas que pensé que toda la escuela la oiría—. Si fuera por él, nunca se habría atrevido. Aceptó de inmediato. Nos vamos de luna de miel a hacer un crucero por el mundo. Leo está retrasando su jubilación hasta que volvamos, y yo voy a pedir un año sabático. Estoy tan feliz, Pearl, que podría estallar —volvió a reírse—. Esto no es nada propio de una directora de escuela, ¿verdad? ¡Pero no me importa!

—¡Oh!, Charles, no quiero que perdamos a nuestra niñita —sollozó Marion.

Su voz sonaba tan apenada que me dieron ganas de llorar a mí también. Estaban en el cuarto de estar, y creo que no se daban cuenta de que yo estaba en el
office
y podía oírlo todo.

—No la vamos a perder, cariño —la tranquilizó Charles—. Siempre será nuestra niñita. Y podemos ir a verla a Canadá en Navidades. ¿No está arreglando muchas cosas nuestra Amy?

—Pero ya no estará en esta casa con nosotros. No traerá a casa su ropa nueva para que yo la vea. No habrá una tetera esperándonos cuando lleguemos del trabajo. No estará aquí, Charles.

—Lo sé, cariño, pero yo siempre estaré aquí contigo y tú conmigo.

—¿De verdad, Charles? —preguntó Marion llorosa.

—Sabes que sí, cariño. Fui a la cocina, no queriendo oír más, pero contenta de que volvieran a llevarse bien. Charles y Marion no se habían dado cuenta de lo finas que eran las paredes de aquella casa. Eran más finas incluso las del bungaló donde yo había vivido con mis padres. Recordaba haber oído claramente todo lo que se decía cuando yo estaba en la cama, aunque la puerta de mi cuarto estuviera cerrada. Solía cubrirme la cabeza con las mantas, pero las palabras no desaparecían. Después de todos estos años aún podía oírlas en sueños. Un sueño en especial se repetía una y otra vez. Una voz decía: «Me gustaría matarte de verdad», y mi madre lloraba. Una niña pequeña —sólo podía ser yo— gritaba: «¡Deja en paz a mamá...!». Yo quería salir de la cama para salvarla, pero sentía el cuerpo demasiado pesado y no me podía mover...

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