Un triste ciprés (14 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—¡La habilidad —parecía decir el continente de mistress Bishop— no era bastante!

Hércules Poirot estuvo persuasivo. Estuvo hábil y discreto. Pero mistress Bishop siguió altiva e implacable.

La muerte de mistress Welman había sido muy sentida. Ella había sido muy respetada en el distrito. La detención de miss Carlisle constituía una «vergüenza» y era, sin duda, el resultado de «estos nuevos métodos policíacos». Las opiniones de mistress Bishop sobre la muerte de Mary Gerrard eran sumamente vagas. «No lo sé», «no podría decirlo», fue todo lo más que pudo arrancarle.

Hércules Poirot jugó su última carta. Refirió con orgullo una reciente visita suya a Sandringham. Habló con admiración de la encantadora sencillez y bondad de la realeza.

Mistress Bishop, que seguía diariamente en la gacetilla de la Corte todos los movimientos de la realeza, quedó abrumada. Después de todo, si ellos mandaron buscar a mister Poirot... Naturalmente, esto lo cambiaba todo, esto era diferente. Extranjero o no extranjero, ¿quién era ella, Emma Bishop, para rechazar a una persona que la realeza había admitido?

Poco después, ella y Poirot conversaban animada y agradablemente sobre un tema en verdad interesante: nada menos que de la elección de un esposo apropiado para la princesa Isabel.

Después de haber agotado todos los candidatos posibles, considerándolos «indignos de ella», la conversación recayó sobre tópicos menos elevados.

Poirot observó sentenciosamente:

—El casamiento, ¡ay!, está preñado de peligros y lazos.

Mistress Bishop asintió:

—Sí, en efecto, con estos divorcios... —como si hablase de una enfermedad contagiosa cual la viruela.

—Supongo —dijo Poirot— que mistress Welman, antes de morir, sentiría cierta ansiedad por ver a su sobrina bien acomodada para el resto de su vida...

Mistress Bishop inclinó la cabeza como si afirmase.

—Sí, es verdad. Las relaciones entre miss Elinor y mister Roderick fueron un gran alivio para ella. Era una cosa que mistress Welman siempre deseó.

Poirot aventuró:

—¿Tal vez la idea de casamiento fue originada en parte por el deseo de complacerla?

—¡Oh, no! ¡Yo no diría eso, mister Poirot! Miss Elinor siempre ha querido a mister Roderick: siempre, desde niña. Miss Elinor tiene un carácter leal y afectuoso.

—¿Y él? —murmuró Poirot.

Mistress Bishop contestó austeramente:

—Mister Roderick estimaba a miss Elinor.

Poirot dijo:

—Sin embargo, la promesa de casamiento se rompió.

El rostro de mistress Bishop había enrojecido. Explicó:

—Debido, mister Poirot, a las maquinaciones de una serpiente.

—¿De veras?

Mistress Bishop, enrojeciendo aún más, explicó:

—En este distrito, mister Poirot, se observa cierta decencia al mencionar a los muertos. Pero esa joven, mister Poirot, era una intrigante.

Poirot la miró pensativo un momento.

Luego, con aparente candor, declaró:

—Me sorprende usted. Me habían dado la impresión de que era una muchacha muy sencilla y sin pretensiones.

La barbilla de mistress Bishop tembló ligeramente.

—Era muy astuta, mister Poirot. Y engañaba a la gente. ¡Por ejemplo, a esa enfermera Hopkins! ¡Y a la pobre de mi difunta señora, también!

Poirot movió la cabeza e hizo un ruido con la lengua.

—Sí —continuó mistress Bishop, estimulada por ese chasquido alentador—. Iba decayendo la pobrecita, y esa joven consiguió, con sus intrigas, ganar su confianza. Ella sabía lo que le convenía. Estaba siempre pegada a su lado, le leía y le traía ramos de flores. Todo era Mary aquí y Mary allí. «¿Dónde está Mary?» ¡Cuánto dinero gastó en ella! La mandó a los colegios más caros del país... ¡Y la muchacha no era más que la hija del viejo Gerrard, el conserje! ¡A él no le gustaba todo eso! ¡Puedo asegurárselo! ¡Solía quejarse de sus maneras demasiado señoriales. Vivía por encima de su categoría.

Esta vez Poirot movió la cabeza y dijo con tono de lástima:

—¡Caramba! ¡Caramba!

—Y luego, ¡cómo trataba de
enganchar
a mister Roddy! Él era demasiado noble, demasiado simple, para ver lo que ella pretendía. Y miss Elinor, una muchacha franca y noble, desde luego, no se daba cuenta de lo que ocurría. Pero los hombres son todos iguales: ¡fáciles de atrapar con una cara melosa y bonita!

Poirot suspiró:

—Supongo que tendría algunos admiradores.

—Por supuesto. Ted, el hijo de Rufus Bigland, un muchacho muy simpático. Pero la señorita estaba demasiado elevada para él. ¡Yo no soportaba tales aires de grandeza!

Poirot preguntó:

—¿No estaba enojado por la manera como ella le trataba?

—Sí, en efecto. La acusó de que coqueteaba con Roddy.
Lo sé de cierto
. ¡No censuro al muchacho por resentirse de ello!

—Yo tampoco —declaró Poirot—. Me interesa usted enormemente, mistress Bishop. Algunas personas tienen la facilidad de presentar las características humanas clara y vigorosamente en unas cuantas palabras. Ahora tengo, por fin, una imagen clara de Mary Gerrard.

—Tenga en cuenta —advirtió mistress Bishop— que no estoy diciendo ni una palabra
en contra
de la muchacha. Yo no haría nunca semejante cosa, mayormente encontrándose enterrada. Pero ¡no hay duda de que produjo muchos disgustos!

Poirot murmuró:

—Yo me pregunto: ¿cómo habría terminado esto?

—¡Eso es lo que digo! —exclamó mistress Bishop—. Si mi querida ama no hubiese muerto (por terrible que fuera el golpe entonces, ahora veo que fue una suerte), no sé cómo habría terminado esto.

Poirot dijo:

—¿Quiere usted decir...?

Mistress Bishop dijo solemnemente:

—Lo conozco por experiencia. Mi propia hermana estaba sirviendo cuando ocurrió. Cuando el viejo coronel Randolph murió, dejó toda su fortuna a una mala pécora que vivía en Eastbourne; y, una vez, la vieja mistress Dacres dejó la suya al organista de la iglesia, uno de esos jóvenes melenudos, y ella tenía hijas e hijos casados.

Poirot preguntó:

—¿Quiere usted decir que mistress Welman pudo haber dejado su fortuna a Mary Gerrard?

—No me hubiera sorprendido —exclamó mistress Bishop—. Eso es lo que buscaba la joven. Y si yo me hubiese atrevido a insinuar algo, mistress Welman me habría matado, aunque yo había estado con ella casi veinte años. Éste es un mundo ingrato, mister Poirot. Si uno procura cumplir con su deber, no se le aprecia.

—¡Ay! —suspiró Poirot—. ¡Cuan verdad es!

—Pero la maldad no siempre triunfa —declaró mistress Bishop.

Poirot asintió:

—Es cierto; Mary Gerrard ha muerto...

Mistress Bishop dijo tranquilamente:

—Ha ido a rendir cuentas, y nosotros no debemos juzgarla.

Poirot musitó:

—Las circunstancias de su muerte parecen por completo inexplicables.

—Esta Policía, con sus nuevos métodos, lo enreda todo —afirmó mistress Bishop—. ¿Es probable que una señorita bien criada y bien educada, como miss Carlisle, se ponga a envenenar a alguien? Y han intentado
comprometerme
diciendo que yo había confesado que sus maneras eran extrañas.

—Pero ¿no eran peculiares?

—¿Y por qué no habían de serlo? —replicó mistress Bishop con energía—. Miss Elinor es una joven muy sensible. Iba a trasladar las cosas de su tía y esto siempre es una operación penosa.

Poirot asintió con la cabeza, y dijo:

—¡Hubiera sido mucho mejor para ella si usted la hubiese acompañado!

—Quería hacerlo, mister Poirot; pero ella se opuso. Miss Elinor siempre ha sido muy orgullosa y reservada. ¡Ojalá la hubiese acompañado!

Poirot murmuró:

—¿No pensó usted en seguirla hasta la casa?

Mistress Bishop se irguió majestuosamente.

—Yo no voy a donde no se me quiere, mister Poirot.

Poirot pareció intimidado. Murmuró:

—Además, usted, sin duda, tendría algunos asuntos importantes de que ocuparse aquella mañana.

—Recuerdo que era un día muy caluroso. Bochornoso —suspiró—. Fui al cementerio a depositar unas cuantas flores en la tumba de mistress Welman, en señal de respeto, y tuve que descansar allí largo rato. Estaba aplacada por el calor. Llegué tarde a casa para almorzar, y mi hermana se asustó cuando me vio medio sofocada. Me dijo que no debiera haberlo hecho en un día como aquél.

Poirot la miró asombrado. Dijo:

—La envidio, mistress Bishop. Es en verdad agradable no tener que reprocharse nada después de una muerte. Mister Roderick Welman debe, sin duda, haberse reprochado el no entrar a ver a su tía aquella noche, aunque, desde luego, él no podía saber que ella iba a fallecer tan pronto.

—¡Oh, se equivoca usted, mister Poirot! Puedo asegurárselo. Mister Roddy
entró
en el cuarto de su tía. Yo me encontraba en aquel momento en el rellano. Oí que la enfermera bajaba la escalera y pensé que sería mejor asegurarme de que la señora no necesitaba nada, pues usted sabe lo que son las enfermeras: siempre se quedan abajo para chismorrear con los criados o para molestarlos pidiéndoles cosas. No es que la enfermera Hopkins fuese tan mala como esa enfermera irlandesa pelirroja, que siempre está charlando y molestando. Pero, como le digo, quise asegurarme de que todo estaba en orden. Fue entonces cuando vi a mister Roddy entrar en la habitación de su tía. Ignoro si ella le vio; pero, sea lo que fuere, él no tiene nada que
reprocharse
. Poirot dijo:

—Me alegro. Es un joven algo nervioso.

—Un poco caprichoso. Siempre lo ha sido.

Poirot dijo:

—Mistress Bishop, evidentemente es usted una mujer de gran comprensión. Me he formado un elevado concepto de su criterio. ¿Cuál cree usted que es la verdad acerca de la muerte de Mary Gerrard?

Mistress Bishop resopló:

—¡Está muy claro, en mi opinión! Uno de esos infernales botes de pasta de Abbot. ¡Los guardan meses enteros en los estantes! ¡Mi prima segunda enfermó una vez, y por poco se muere, por haber comido cangrejos en lata!

Poirot objetó:

—Pero ¿y la morfina que se encontró en el cuerpo?

Mistress Bishop contestó, desdeñosa:

—¡No sé nada respecto a la morfina! ¡Sé lo que son los médicos! ¡Dígales usted que busquen algo y lo encontrarán! ¡No creen que una pasta de pescado estropeada sea suficiente!

Poirot preguntó:

—¿No cree usted posible que se haya suicidado?

—¿Ella? —resopló mistress Bishop—. De ninguna manera. ¿Acaso no se había propuesto casarse con mister Roddy? ¿Suicidarse? ¡Ni pensarlo!

Capítulo V
-
¿Quizás un accidente?

Siendo domingo, Hércules Poirot encontró a Ted Bigland en la granja de su padre.

No tuvo que esforzarse mucho en hacer hablar a Bigland. Pareció aceptar de buen grado la oportunidad que se le presentaba de descargarse de un peso que le abrumaba.

Dijo pensativamente:

—De modo que quiere usted encontrar al asesino de Mary Gerrard, ¿verdad? Ése es un misterio indescifrable.

Poirot repuso:

—¿No cree usted entonces que sea culpable miss Carlisle?

Ted Bigland contrajo la frente. Parecía un niño asombrado. Murmuró pausadamente:

—Miss Elinor es una hija de buena familia. Ella no es de las que... bueno, no sé cómo decirlo... No la creo capaz de hacer objeto a nadie de una
violencia
parecida... ¿No piensa usted lo mismo, señor?

Hércules Poirot asintió distraído.

Luego declaró:

—No, no es probable. Pero cuando surgieron los celos...

Se interrumpió, mientras contemplaba al gigante bien constituido que tenía ante él.

Ted Bigland replicó:

—¿Celos? Sí. No ignoro que puede ocurrir... a veces... Pero eso sucede cuando una persona está bajo el influjo del alcohol al mismo tiempo. Miss Carlisle..., tan hermosa..., tan educada...

Poirot arguyó:


Pero Mary Gerrard murió, y
no fue de muerte natural. ¿Tiene usted alguna idea que pueda ayudarme a descubrir al asesino de Mary Gerrard?

El muchacho movió la cabeza lentamente. Dijo:

—No... No parece posible que nadie deseara la muerte de Mary... Ella
era... como una flor
.

Y repentinamente, durante un minuto vívido, Hércules Poirot tuvo una nueva concepción de la muchacha asesinada... Era... como una flor.

Tenía la sensación de una pérdida dolorosa, de algo exquisito irremediablemente destruido.

En su cerebro se sucedieron una a una las palabras de Peter Lord: «Era una criatura preciosa...» Las de la enfermera Hopkins: «Podía haber llegado a ser una estrella de cine...» Las de mistress Bishop: «Era una intrigante.» Y ahora, desvaneciendo todas sus impresiones anteriores, aquella definición simple y romántica de Ted Bigland: «Era como una flor.»

Hércules Poirot dijo:

—Pero ¿entonces...?

Y extendió los brazos en el aire haciendo un gesto de extrañeza.

Ted Bigland movió la cabeza asintiendo. Sus ojos tenían la triste expresión de un animal atormentado. Dijo:

—Lo sé, señor. Lo que usted dice es la verdad. No murió de muerte natural. Pero he estado pensando y pensando...

Se interrumpió.

Poirot le instó a proseguir:

—¿Y bien?

Ted Bigland continuó lentamente:

—He estado pensando que tal vez no fuese más que un
accidente
...

—¿
Un accidente
?... ¿Qué clase de accidente?

—No lo sé, señor. Tal vez mi idea carezca de sentido común. Pero tengo la impresión de que no fue más que un accidente, una equivocación.

Y miró suplicante a Poirot, avergonzado de su falta de elocuencia.

Poirot permaneció pensativo un instante. Parecía reflexionar sobre la idea expuesta por el joven. Al fin dijo:

—Es interesante que usted tenga esa impresión.

Ted Bigland repuso en tono de humillación:

—No creo que le pueda servir de nada, señor. Ni siquiera puedo sugerirle el cómo y el porqué de este sentimiento mío. Ha sido como una corazonada.

Hércules Poirot declaró:

—Las corazonadas proporcionan a veces pistas y datos inapreciables.

Perdóneme si penetro ahora en un terreno doloroso para usted. ¿Estaba muy enamorado de Mary Gerrard?

El moreno rostro de Ted Bigland se oscureció aún más.

Dijo simplemente:

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