Una fortuna peligrosa (32 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

La familia continuaría teniendo presente el escándalo, tal como lo detalló Augusta: el depravado hijo de Tobias Pilaster llevó una ramera a la casa y luego, al verse sorprendido, atacó airadamente al pobre e inocente Edward. Así era. Podían pensar lo que les diese la gana, pero tenían que reconocerle como Pilaster y como banquero, y pronto, con un poco de suerte, le convertirían en socio de la firma.

Le maravillaba lo mucho que había cambiado la familia en seis años. Mediante las cartas que le escribía todos los meses, la madre de Hugh le tuvo informado de los acontecimientos domésticos. Su prima Clementine se prometió en matrimonio; Edward no, a pesar de los esfuerzos de Augusta; Young William y Beatrice tuvieron una niña. Pero la madre no le contó los cambios extraoficiales. ¿Tío Samuel vivía aún con su «secretario»? ¿Continuaba siendo Augusta tan cruel como siempre o se había suavizado un poco con la edad? ¿Puso Edward sobriedad en su vida y sentó la cabeza? ¿Se casó por fin Micky Miranda con alguna de las chicas que se enamoraban de él a montones todas las temporadas?

Era hora de verse cara a cara con todos ellos. Cruzó la calle y llamó a la puerta.

Le abrió Hastead, el untuoso mayordomo de Augusta.

No parecía haber cambiado: sus ojos seguían mirando en distintas direcciones.

—Buenas tardes, don Hugh -saludó, pero su voz de acento galés sonó como la escarcha, lo que indicaba que a Hugh aún no se le acogía favorablemente en aquella casa. La bienvenida de Hastead siempre podía considerarse como el reflejo de los sentimientos de Augusta con respecto a algo o a alguien.

Hugh atravesó el recibidor y entró en el vestíbulo. Allí, a guisa de comité de recepción, se encontraban las tres arpías de la familia Pilaster: Augusta, su hija Clementine y Madeleine, la cuñada. A sus cuarenta y siete años, Augusta se conservaba tan hermosa como siempre: su porte tenía aún una belleza clásica, de cejas oscuras y mirada soberbia, y si bien era un poco más corpulenta que seis años atrás, su alta estatura le permitía alardear aún de una bonita figura. Clementine era una edición más delgada del mismo libro, pero, carecía del aire indómito de su madre y le faltaba algo para que se la considerase guapa. Tía Madeleine era Pilaster en todos y cada uno de los centímetros de su persona, desde la curva nariz hasta el costoso encaje que adornaba el dobladillo de la falda de su vestido azul hielo, pasando por la totalidad de su enjuto, afilado y anguloso cuerpo.

Hugh apretó los dientes y besó a las tres.

—Bueno, Hugh -dijo Augusta-, confío en que tu estancia en el extranjero haya hecho de ti un joven juicioso.

No estaba dispuesta a dejar que nadie olvidase que Hugh había abandonado Inglaterra bajo oscuros nubarrones.

—Espero que el paso de los años y la edad nos haya hecho a todos más juiciosos, querida tía -replicó Hugh, y tuvo la satisfacción de observar que la exasperación oscurecía el rostro de Augusta.

—¡Ciertamente! -repuso la mujer en tono gélido.

—Hugh -intervino Clementine-, permíteme presentarte a mi novio, sir Harry Tonks.

Hugh le estrechó la mano. Harry era demasiado joven para tener el título de caballero, de modo que lo de sir debía de significar que era
baronet
, una especie de aristócrata de segunda clase. Hugh no le envidió su matrimonio con Clementine. La muchacha no era tan perversa como su madre, pero siempre había tenido esa tendencia.

—¿Qué tal la travesía? -preguntó Harry.

—Un viaje rápido -contestó Hugh-. He venido en uno de esos nuevos vapores de hélice. Sólo hemos- tardado siete días.

—¡Por Júpiter! Maravilloso, maravilloso.

—¿De qué parte de Inglaterra es usted, sir Harry? -preguntó Hugh, sondeando los orígenes del hombre.

—Tengo unas propiedades en el condado de Dorset. La mayoría de mis arrendatarios cultivan lúpulo.

Pequeña aristocracia rural, concluyó Hugh: si tuviera un poco de sentido común, vendería sus granjas e ingresaría el dinero en el Banco Pilaster. A decir verdad, Harry no parecía muy inteligente, pero acaso fuera dócil. A las mujeres Pilaster les gustaba casarse con hombres a quienes se les podía manipular, y Harry era una versión joven de George, el esposo de Madeleine. A medida que envejecían se tornaban malhumorados y resentidos, pero rara vez se rebelaban.

—Pasemos al salón -ordenó Augusta-. Todos están allí esperando para verte.

La siguió, pero se detuvo en seco en el mismo umbral.

Aquella estancia amplia y familiar, con sus grandes chimeneas en cada extremo y sus puertaventanas que daban al jardín, aparecía transformada por completo. Todas las telas, adornos y muebles japoneses habían desaparecido y la nueva decoración era un profuso conjunto de diseños y estampados audaces, llamativos, multicolores. Al mirar más atentamente, Hugh comprobó que todo eran flores: margaritas amarillas en la alfombra, rosas rojas que trepaban en enrejado por el papel que cubría las paredes, amapolas en las cortinas y rosados crisantemos en la seda que envolvía las patas de las sillas, los espejos, las mesas y el piano.

—Has cambiado esta sala, tía -dijo Hugh de manera superficial.

—Todo procede de la nueva tienda que William Morris ha abierto en la calle de Oxford -informó Clementine-. Es la última moda.

—Pero tenemos que cambiar la alfombra -dijo Augusta-. No es del color apropiado.

«Nunca está satisfecha», pensó Hugh.

Allí se encontraban casi todos los miembros de la familia Pilaster. Comprendió que sentían curiosidad por él. Se marchó sumido en la deshonra y es posible que pensaran que jamás volvería… Pero le subestimaron, y había vuelto como un héroe conquistador. Ahora, todos deseaban echarle una segunda mirada.

Al primero que estrechó la mano fue a Edward. Su primo tenía veintinueve años, pero aparentaba más: había engordado mucho y coloreaba su rostro el tono típico del glotón.

—Así que has vuelto -dijo Edward. Trató de sonreír, pero sus labios no dibujaron más que una mueca de animosidad.

Hugh no podía reprochárselo. Los demás siempre habían comparado a los dos primos. Ahora, el éxito de Hugh en América proyectaba la atención sobre la falta de logros de Edward en el banco.

Micky Miranda fue el siguiente. Aún apuesto e inmaculadamente vestido, Micky parecía incluso más elegante y seguro de sí.

—Hola, Miranda -saludó Hugh-. ¿Sigues trabajando en la embajada de Córdoba?

—Soy el embajador de Córdoba -puntualizó Micky.

De cualquier modo, a Hugh no le sorprendió. Se alegró mucho de ver a su vieja amiga Rachel Bodwin.

—Hola, Rachel, ¿cómo te va? -Nunca había sido una chica guapa, pero Hugh comprendió que se había convertido en una mujer distinguida. Sus facciones eran angulosas y tenía unos ojos extraños, pero lo que seis años atrás era poco atractivo ahora resultaba extrañamente intrigante-. ¿A qué te dedicas en la actualidad?

—Hago campaña para reformar la ley sobre la propiedad femenina -dijo. Luego añadió con una sonrisa-: Con gran fastidio por parte de mis padres, que preferirían que hiciese campaña para pescar marido.

Hugh recordó que siempre había sido alarmantemente sincera. Respecto a eso, a él le parecía una muchacha interesante, pero no le era difícil comprender que muchos solteros en condiciones de formar pareja con ella se sintieran intimidados. A la mayoría de hombres les gustaban las mujeres un poco tímidas y no demasiado inteligentes.

Mientras hablaba con ella, Hugh se preguntó si Augusta desearía aún emparejarlos. Aunque esto carecía de importancia: el único hombre por el que Rachel mostró alguna vez verdadero interés fue Micky Miranda. Incluso en aquel momento, la muchacha se preocupó de introducir a Micky en la conversación que mantenía con Hugh. Éste jamás entendió por qué las chicas encontraban a Micky irresistible, y en el caso de Rachel aún le resultaba más sorprendente, puesto que tenía inteligencia de sobra para darse cuenta de que era un sinvergüenza; con todo, era casi como si Micky las fascinase más todavía precisamente por ser un bribón.

Siguió adelante y estrechó la mano de Young William y de su esposa. Beatrice le dio una bienvenida cálida, lo que hizo pensar a Hugh que no se encontraba tan sometida a la influencia de Augusta como las otras mujeres Pilaster.

Hastead les interrumpió para entregar un sobre a Hugh.

—Acaba de traerlo un mensajero -explicó.

Contenía una nota escrita con lo que a Hugh le pareció la caligrafía de una secretaria:

Piccadilly, 123

Londres

Martes

La señora de Solomon Greenbourne solicita el placer de su compañía en la cena de esta noche.

Debajo, con una letra que a Hugh le resultaba familiar, decía:

¡Bienvenido a casa!

SOLLY

Se sintió muy complacido. Solly siempre tan afectuoso y bonachón. Se preguntó por qué no podrían los Pilaster ser tan indulgentes. ¿Acaso los metodistas eran por naturaleza más rígidos que los judíos? Claro que quizá en la familia Greenbourne había tensiones que él ignoraba.

—El mensajero está esperando la respuesta, señor -dijo solícito Hastead.

—Mis saludos a la señora de Greenbourne -contestó Hugh-. Me encantará acompañarles a cenar.

Hastead hizo una reverencia y se retiró.

—Dios mío -comentó Beatrice-, ¿vas a cenar con los Greenbourne? ¡Qué maravilloso!

—No espero que sea tan maravilloso. -Hugh se mostró sorprendido-o Estudié en el mismo colegio que Solly y siempre me cayó bien, pero una invitación a cenar con él no fue nunca lo que se dice un privilegio muy codiciado.

—Ahora lo es -aseguró Beatrice.

—Solly se casó con una reina del espectáculo -le explicó William-. A la señora Greenbourne le encanta la diversión, y sus fiestas son de lo mejorcito de Londres.

—Forman parte de la Marlborough Set -dijo Beatrice reverencialmente-. Son amigos del príncipe de Gales.

Harry, el novio de Clementine, les oyó, y dijo en tono resentido:

—No sé adónde va a ir a parar la sociedad inglesa, cuando el heredero del trono prefiere a los judíos más que a los cristianos.

—¿De verdad? -preguntó Hugh-. Confieso que nunca he entendido por qué a la gente le desagradan los judíos.

Yo no puedo soportarlos -reconoció Harry.

Bueno, tu matrimonio te va a emparentar con una familia de banqueros, así que vas a conocer a una barbaridad a judíos en el futuro.

Harry pareció ligeramente ofendido.

—Augusta critica a la Marlborough Set en pleno, judíos y no judíos. Al parecer, la moral de esas personas no es lo que debería ser.

—Apuesto algo a que no invitan a Augusta a sus fiestas -dijo Hugh.

Beatrice rió entre dientes ante aquella idea.

—¡Desde luego que no! -confirmó William.

—Bueno -dijo Hugh-. Ardo en deseos de conocer a la señora Greenbourne.

Piccadilly era una calle de palacetes. A las ocho de una helada noche de enero, un ajetreado tráfico de carruajes y coches pululaba por la calzada, mientras las aceras iluminadas por farolas de gas aparecían llenas de hombres vestidos como Hugh, con frac y corbata blanca, mujeres envueltas en capas de terciopelo y cuello de piel, y pintadas prostitutas de uno y otro sexo.

Hugh avanzó por allí sumido en profundas cavilaciones.

Augusta se le mostraba tan implacablemente hostil como siempre. Había alimentado la secreta aunque débil esperanza de que se hubiera suavizado, pero no ocurría así. Y como la mujer aún ejercía el matriarcado, contar con su enemistad era tener en contra a toda la familia.

La situación en el banco era mejor. Los negocios obligaban a los hombres a ser más objetivos. Inevitablemente, Augusta trataría de impedir allí su avance, pero Hugh tenía en ese terreno muchas más posibilidades de defensa. Augusta dominaba el arte de manipular a los demás, pero su ignorancia era supina en lo referente a la banca.

En conjunto, la jornada no le había ido mal, y ahora se aprestaba ilusionadamente a pasar una noche festiva entre amigos.

Cuando Hugh partió rumbo a América, Solly Greenbourne vivía con su padre, Ben, en una amplia mansión con vistas al Green Park. Ahora Solly tenía casa propia, un poco más abajo de la calle donde estaba la de su padre, y no mucho más pequeña que la de éste. Hugh atravesó un imponente portal, entró en un amplio vestíbulo revestido de mármol verde y se detuvo para contemplar la impresionante curva del tramo de escalera construido en mármol negro y anaranjado. La señora Greenbourne tenía algo en común con Augusta Pilaster; ni una ni otra eran partidarias de dejar las cosas a medias a la hora del alarde suntuoso.

En el vestíbulo aguardaban un mayordomo y dos lacayos. El mayordomo se hizo cargo del sombrero de Hugh, sólo para entregárselo a uno de los lacayos; después, el otro lacayo le condujo escaleras arriba. En el rellano, lanzó una ojeada a través de una puerta que estaba abierta de par en par, y vio una pulimentada pista de baile y un arco alargado de ventanas con sus correspondientes cortinas. Luego, en seguida, le introdujeron en el salón.

Hugh no era ningún experto en artes decorativas, pero reconoció al instante el espléndido y costoso estilo Luis XVI. El techo era un derroche de artesonados, las paredes tenían recuadros de paneles de papel de terciopelo y todas las mesas y sillas se encaramaban en finas patas doradas que parecían a punto de quebrarse. Reinaban allí los colores amarillo, rojo anaranjado, verde y oro. Hugh se imaginó a los relamidos de turno comentando lo vulgar que resultaba todo aquello, mientras disimulaban su envidia fingiendo desagrado. Lo cierto es que era una decoración sensual. Se trataba de una estancia en la que personas inconcebiblemente ricas podían hacer lo que les placiera.

Diversos invitados habían llegado ya, andaban por allí y se entretenían bebiendo champán y fumando cigarrillos. Aquello era nuevo para Hugh: nunca había visto a la gente fumar en un salón. Solly le vio y abandonó el grupo de personas que reían alegremente para acudir a su encuentro.

—Pilaster, ¡has sido muy amable al venir! ¿Cómo estás, por el amor de Dios?

Hugh se dio cuenta de que Solly era un poco más extrovertido que antes. Seguía estando gordo, llevaba gafas y ya había una mancha de algo en su chaleco blanco, pero se mostraba más jovial que nunca y, Hugh lo captó en seguida, también era más feliz.

—Estoy muy bien, gracias, Greenbourne -dijo Hugh.

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