Una fortuna peligrosa (59 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

—Entonces es que son unos malditos imbéciles.

—Lo son, desde luego. Sin embargo, tienes que pensar una cosa. Si dimites inmediatamente, todo el mundo en la City sabrá el motivo. La gente dirá que si Hugh Pilaster cree que Edward es incapaz de dirigir el banco, lo más probable es que Hugh Pilaster tenga razón. Eso provocará una pérdida de confianza.

—Bueno, si un banco tiene un director débil, la gente debe perder la confianza en ese banco. Si no, perderán su dinero.

—¿Pero y si tu dimisión origina una crisis financiera? Era algo en lo que Hugh no había pensado.

—¿Eso es posible?

—Así lo creo.

—No hace falta decir que no quisiera que ocurriese tal cosa.

La crisis de una empresa podía provocar el hundimiento de otros negocios perfectamente sólidos, tal como la quiebra de Overend Gurney acabó con la firma del padre de Hugh en 1866.

—Quizá debieras quedarte hasta el término del ejercicio financiero, como hago yo -dijo Samuel-. Sólo son unos meses. Para entonces, Edward llevará cierto tiempo empuñando las riendas, la gente se habrá acostumbrado a él y tú podrás retirarte sin alboroto.

Entró el mayordomo con el Oporto. Hugh lo sorbió pensativamente.

Comprendía que no le quedaba más remedio que acceder a la proposición de Samuel, por mucho que le desagradase la idea. Había pronunciado toda una conferencia sobre los deberes del banco para con los depositarios y la amplia comunidad financiera y ahora tenía que mantenerse fiel a sus palabras. Si dejaba que el banco sufriera las consecuencias de su retirada sólo porque él se dejaba llevar por sus sentimientos, entonces no sería mejor que Augusta. Además, el aplazamiento le permitiría disponer de tiempo para pensar acerca de lo que podía hacer con el resto de su vida.

Suspiró.

—Está bien -dijo por último-- Me quedaré hasta el final del año.

Samuel asintió con la cabeza.

—Imaginé que lo harías -dijo-. Es lo correcto… y tú siempre has hecho lo correcto, al final.

2

Antes de despedirse definitivamente de la alta sociedad, once años antes, Maisie Greenbourne visitó a todas sus amistades -que eran numerosas y adineradas- y las fue convenciendo para que entregasen donativos al hospital femenino de Southwark, fundado por Rachel Bodwin.

En consecuencia, los ingresos que procuraban sus inversiones cubrían los gastos de mantenimiento del hospital.

El dinero lo administraba el padre de Rachel, Único hombre relacionado con el desarrollo de las funciones de la institución hospitalaria. Al principio, Maisie quiso encargarse de gestionar personalmente la renta de las inversiones, pero no tardó en descubrir que los banqueros y agentes de bolsa se negaban a tomarla en serio. No hacían caso de sus instrucciones, solicitaban la autorización de su marido y se reservaban datos, absteniéndose de proporcionárselos. Podía enfrentarse a ellos, pero en la tarea de crear el hospital, Rachel y ella tenían otras batallas entre manos, de modo que dejaron que el señor Bodwin se encargara de las finanzas.

Maisie era viuda, pero Rachel aún estaba casada con Micky Miranda. Rachel no veía nunca a su esposo, lo que no era óbice para que él se negara a divorciarse. Durante diez años, Rachel mantuvo unas discretas relaciones amorosas con el hermano de Maisie, Dan Robinson, que era miembro del Parlamento. Vivían los tres juntos en la casa de Maisie, en el barrio de Walworth.

El hospital estaba en la barriada obrera de Southwark, en el corazón de la ciudad. Habían arrendado un conjunto de cuatro edificios cerca de la catedral de Southwark, y abrieron puertas en los muros interiores de todas las plantas para intercomunicar los inmuebles y convertirlos en el hospital que deseaban. En vez de salas con hileras de camas lóbregas como cavernas, habían dispuesto habitaciones pequeñas y confortables, en cada una de las cuales sólo colocaron dos o tres camas.

El despacho de Maisie era un coquetón santuario ubicado cerca de la entrada principal. Disponía de dos cómodas butacas, un jarrón con sus flores, una alfombra algo descolorida y alegres cortinas. Colgado de la pared, el cartel enmarcado de «Maisie la maravillosa», su único recuerdo del circo. Era un despacho más bien humilde y los libros de registro se guardaban en un estante del armario.

La mujer que estaba sentada frente a ella iba descalza, vestía prendas harapientas y estaba embarazada de nueve meses. Sus ojos tenían la expresión cautelosa y desesperada del gato famélico que entra en una casa extraña con la esperanza de que le den algo de comer.

—¿Cómo te llamas, querida? -preguntó Maisie.

—Rose Porter, señora.

Siempre la llamaban «señora», como si ella fuese una gran dama. Hacía bastante tiempo que había renunciado a intentar convencerlas para que la llamaran Maisie.

—¿Te apetecería una taza de té?

—Sí, muchas gracias, señora.

Maisie sirvió té en una taza de sencilla porcelana y añadió leche y azúcar.

—Pareces cansada.

—He venido andando desde Bath, señora.

Una caminata de ciento sesenta kilómetros.

—¡Habrás tardado una semana! -exclamó Maisie-. Pobrecilla.

Rose estalló en lágrimas.

Resultaba normal, y Maisie ya se había acostumbrado.

Lo mejor era dejarlas llorar cuanto quisiesen. Maisie se sentó en el brazo de la butaca de Rose, le pasó un brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia si.

—Sé que me he portado mal -sollozó Rose.

—No te has portado mal-dijo Maisie-. Aquí somos todas mujeres y comprendemos. No hablamos de maldad. Eso es para los curas y los políticos.

Cuando Rose se calmó y se hubo tomado el té, Maisie tomó el libro de registro de su estante del armario y se sentó ante el escritorio. Tomaba nota de todas las mujeres a las que se admitía en el hospital. A menudo, aquellos breves historiales resultaban útiles. Si algún fariseo conservador se levantaba en el Parlamento para declamar que la mayor parte de las madres solteras eran prostitutas, que todas querían abandonar a sus bebés o alguna otra bobada por el estilo, Maisie siempre podía refutar sus palabras mediante una carta meticulosa, cortés, basada en hechos reales, y repetir esa refutación en los discursos que pronunciaba por el país.

—Cuéntame lo ocurrido -pidió a Rose-. ¿De qué vivías antes de quedarte encinta?

—Trabajaba de cocinera en casa de la señora Foljambe, en Bath.

—¿Y cómo conociste a tu joven?

—Se me acercó y me habló en la calle. Era mi tarde libre y yo había estrenado un nuevo parasol amarillo. Parecía una tentación, lo sé. Aquel parasol amarillo fue mi ruina.

Maisie fue sonsacándole la historia. Típica. El hombre era tapicero, un artesano respetable y próspero. La cortejó y hablaron de boda. En las noches calurosas se acariciaban mutuamente, sentados en el parque después de oscurecer, rodeados por otras parejas que hacían lo propio. Las oportunidades de hacer el amor eran pocas, pero se las arreglaron para disfrutar de ese placer en cuatro o cinco ocasiones, cuando la señora de ella estaba ausente o cuando la patrona de él estaba borracha. Luego, el hombre se quedó sin empleo. Se fue a otra ciudad, en busca de trabajo; escribió a Rose una o dos veces; y después desapareció de su vida. y entonces Rose supo que estaba embarazada.

—Intentaremos ponernos en contacto con él -dijo con decisión Maisie.

—No creo que me quiera ya.

—Veremos.

Era asombrosa la frecuencia con que aquellos seductores, al final, se mostraban dispuestos a casarse con la chica. Incluso aunque hubieran huido al enterarse de que ella estaba preñada, podían arrepentirse de su momento de pánico. En el caso de Rose, las probabilidades eran altas. El hombre se había ido al perder su empleo, no porque se hubiera agotado su cariño hacia Rose; y aún ignoraba que iba a ser padre. Maisie procuraba siempre inducirlos a que fueran al hospital y viesen a la madre y al niño. Contemplar a la desvalida criatura, carne de su propia carne y sangre de su propia sangre, a veces despertaba lo mejor que había en ellos.

Rose hizo una mueca de dolor y Maisie le preguntó: -¿Qué ocurre?

—Me duele la espalda. Debe de ser de tanto andar.

Maisie sonrió.

—No es dolor de espalda. Es que llega tu hijo. Vamos, has de echarte en una cama.

Llevó a Rose escaleras arriba y la puso en manos de una enfermera.

—Todo va a ir de maravilla -animó-. Tendrás un niño robusto y precioso.

Maisie entró en otra habitación y se detuvo junto al lecho de una mujer a la que llamaban señorita Nadie: se negaba a dar detalles acerca de su persona, ni siquiera el nombre. Era una muchacha de cabellera morena, que tendría unos dieciocho años. Su acento era de persona de la clase alta y su ropa interior muy cara. Maisie estaba casi totalmente segura de que era judía.

—¿Cómo te encuentras, querida? -le inquirió Maisie.

—Me siento muy cómoda… y muy agradecida a usted, señora Greenbourne.

No podía ser más distinta de Rose -como si procediesen de puntos situados en las antípodas de la Tierra-, pero ambas estaban en idéntica situación y alumbrarían sus hijos del mismo modo penoso y desazonante.

Cuando Maisie volvió a su despacho, reanudó la carta que había empezado a escribir al director de The Times.

Hospital Femenino

Calle del Puente

Southwark

Londres, S.E.

10 de septiembre de 1890

Al director de The Times

Estimado señor:

He leído con atención la carta del doctor Charles Wickham referente a la inferioridad física de la mujer respecto al hombre.

Se había quedado encallada allí, sin saber cómo continuarla, pero la llegada de Rose Porter le proporcionó la inspiración precisa.

Acabo de dar entrada en este hospital a una joven en cierto estado que ha venido andando desde Bath.

Lo más probable sería que el director eliminara la frase «en cierto estado» por considerarla vulgar, pero Maisie no iba a actuar de censora para él.

Observo que el doctor Wickham escribe desde el Club Cowes, y no he podido por menos de hacerme la siguiente pregunta: ¿Cuántos miembros de ese club podrían recorrer a pie la distancia que media entre Bath y Londres?

Naturalmente, como soy mujer nunca he estado dentro del club en cuestión, pero a menudo paso por delante y veo que, en la misma puerta, los socios llaman y suben a coches de punto para cubrir trechos de kilómetro y medio o incluso menos, por lo que me atrevo a decir que a la mayor parte de ellos les resultaría de lo más arduo ir andando desde Piccadilly Circus hasta la plaza del Parlamento.

Y, ciertamente, de ninguna manera resistirían un turno de trabajo de doce horas en una fábrica del East End, como cumplen miles de mujeres inglesas todos los días…

La interrumpió de nuevo una llamada a la puerta. -¡Adelante! -dijo.

La mujer que entró no era pobre ni estaba embarazada.

Tenía unos ojos azules enormes y un rostro juvenil e iba lujosamente vestida. Era Emily, la esposa de Edward Pilaster.

Maisie se levantó y la besó. Emily Pilaster era una de las benefactoras del hospital. El grupo lo formaban una sorprendente diversidad de mujeres: entre ellas se incluía la vieja amiga de Maisie, April Tilsley, propietaria ya de tres burdeles en Londres. Donaban prendas de ropa usadas, muebles viejos, excedentes de comida de sus cocinas e insólitos artículos como tinta y papel. A veces proporcionaban empleo a las madres una vez habían dado a luz. Pero principalmente, lo que aportaban era apoyo moral a Maisie y Rachel cuando la sociedad machista las denigraba por no figurar entre sus normas la obligatoriedad de la oración, el canto de himnos y los sermones sobre la depravación de la maternidad en un estado de soltería.

Maisie se consideraba responsable en parte de la desastrosa visita de Emily al prostíbulo de April la Noche de las Máscaras, cuando no logró seducir a su propio marido. Desde entonces, Emily y el odioso Edward vivían separados, con toda la discreción de las parejas acaudaladas cuyos dos miembros se odian recíprocamente.

Emily llegaba aquella mañana con los ojos brillantes y el ánimo eufórico. Se sentó, luego se levantó de nuevo y se cercioró de que la puerta estuviese bien cerrada. Después anunció:

—Me he enamorado.

Maisie no estaba segura de que aquélla fuera incondicionalmente una buena noticia, pero dijo:

—¡Qué estupendo! ¿De quién?

—De Robert Charlesworth. Es poeta y escribe artículos sobre arte italiano. La mayor parte del año vive en Florencia, pero va a alquilar una casita de campo en nuestro pueblo, le gusta Inglaterra en septiembre.

A Maisie le pareció que sin duda Robert Charlesworth tenía dinero suficiente para vivir bien sin cumplir lo que se entiende por un verdadero trabajo.

—Da la impresión de que es un hombre locamente romántico -opinó.

—Oh, lo es, un sentimental, te encantaría.

—Estoy segura de ello -aseveró Maisie, aunque lo cierto era que no podía soportar a los poetas sentimentales que vivían de las rentas. Sin embargo, se alegraba por Emily, que había sufrido muchos más zarpazos de la mala suerte de los que merecía-. ¿Te has convertido en amante suya?

—¡Oh, Maisie, siempre haces las preguntas más embarazosas! ¡Claro que no! -exclamó Emily ruborizándose.

Después de lo que había sucedido la Noche de las Máscaras, a Maisie le maravillaba que Emily pudiera sentirse violenta por algo. No obstante, la experiencia le había demostrado que era ella, Maisie, la que, en ese aspecto, resultaba peculiar. A la mayoría de las mujeres no les costaba gran cosa cerrar los ojos ante algo si realmente querían hacerlo. Pero Maisie no tenía paciencia para los eufemismos corteses y las frases diplomáticas. Si deseaba saber algo, lo preguntaba.

—Bueno -le dijo bruscamente-, no puedes casarte con él, ¿verdad?

La contestación la pilló por sorpresa.

—Para eso he venido a verte -repuso Emily-. ¿Sabes algo acerca de cómo se anula un matrimonio?

—¡Santo Dios! -Maisie reflexionó unos segundos-. Sobre la base de que ese matrimonio no ha llegado a consumarse, supongo.

—Exacto.

Maisie asintió.

—Sé algo sobre eso, si.

—No tenía nada de extraño que Emily acudiese a ella en busca de consejo legal. No había abogadas femeninas y los juristas masculinos probablemente se irían derechos a Edward y le contarían el asunto. Maisie luchaba en pro de los derechos de la mujer y había estudiado la legislación existente sobre el matrimonio y el divorcio. Explicó-: Tendrías que ir a la División de Legalización, Divorcio del Tribunal Supremo. y demostrar que Edward es impotente en toda circunstancia, no sólo contigo.

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