Una mañana de mayo (34 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

—El aborto —dijo Helen Bentley.

El ángel que pasó por la habitación se tomó muchísimo tiempo. Helen Bentley miraba al frente sin fijar la vista en nada. Tenía la boca medio abierta y el ceño fruncido. No parecía ni asustada ni avergonzada, ni siquiera molesta.

Estaba en profundo estado de concentración.

—Abortaste —dijo al final Inger Johanne muy despacio, después de lo que pareció un silencio de varios minutos—. Nunca ha salido a la luz. Al menos yo no lo he visto. Y yo me fijo mucho, por decirlo así.

Se oyó un ruido agudo y repiqueteante.

—¿Qué hacemos ahora? —susurró Inger Johanne.

Helen Bentley se puso rígida.

—Esperad —dijo Hanne—. Marry está abriendo. No pasa nada.

Las tres contuvieron la respiración, en parte por tensión y en parte para intentar escuchar la conversación que mantenía Marry con quien hubiera llamado a la puerta. Pero ninguna de las tres pudo distinguir las palabras.

Pasó medio minuto. La puerta volvió a cerrarse. Al momento Marry apareció en la cocina con Ragnhild apoyada sobre la cadera.

—¿Quién era? —preguntó Hanne.

—Uno de los vecinos —dijo Marry cogiendo un vaso de agua de la encimera.

—¿Y qué quería uno de los vecinos?

—Quería avisarnos de que teníamos el trastero abierto. Joder. Ayer me se olvidó volver a bajar. Santo Cielo, tampoco iba a soltar a la señora por algo tan prosaico como cerrar una puerta.

—¿Y qué le has dicho al vecino?

—Le he dado las gracias por avisarnos. Pero cuando ha empezado a dar la lata sobre una puerta rota y si yo sabía algo, le he dicho que no meta las narices donde no le llaman. Eso ha sido
tó.

Volvió a dejar el vaso de agua y desapareció.


What?
—dijo la presidenta—.
What was all that about?

—Nada —dijo Hanne agitando la mano—. Que una puerta del sótano se ha quedado abierta. Olvídalo.

—Había otro secreto —dijo Inger Johanne.

—Nunca he pensado que fuera un secreto —dijo Helen Bentley con serenidad, casi le sorprendía la idea—. Simplemente pensaba que no era asunto de nadie. Hace muchísimo tiempo. Fue en el verano de 1971. Yo tenía veintiún años y era estudiante. Fue mucho antes de que conociera a Christopher. Él lo sabe, naturalmente. Así que no es ningún… secreto. No en ese sentido.

—Pero un aborto… —Inger Johanne pasó los dedos por la superficie de la mesa y se repitió a sí misma—: ¡Un aborto! Si se hubiera sabido, ¿no habría destruido tu campaña electoral? Y aún ahora ¿no sería un gran problema para ti? La cuestión del aborto, por decirlo con suavidad, ha creado un eterno cisma en Estados Unidos y…

—La verdad es que creo que no —dijo Helen Bentley con decisión—. Y en todo caso siempre he estado preparada para eso. Todo el mundo sabe que estoy a favor del aborto. Es verdad que mi postura en el debate estuvo a punto de costarme las elecciones…

—Fue el
understatement
del día —dijo Inger Johanne—. Bush hizo lo que pudo para hacerte daño en ese punto.

—Sí, es verdad. Pero salió bien, entre otras cosas porque saqué muchos votos entre las mujeres… de las clases menos favorecidas. De hecho, los sondeos muestran que recibí una cantidad impresionante de votos de mujeres que hasta entonces ni siquiera se habían apuntado al censo. Además insistí en que estaba completamente en contra de los abortos tardíos. Eso me hizo más digerible, incluso entre los antiabortistas. Y nunca me ha preocupado especialmente que mi aborto saliera a la luz. Era un riesgo que merecía la pena correr. Y además resulta que no me avergüenzo de haberlo hecho. Era demasiado joven para tener hijos. Estaba en mi segundo año en la universidad. No amaba al padre de la criatura. El aborto se hizo de modo legal, sólo estaba de siete semanas y fui a Nueva York. Estaba, y sigo estando, a favor de la posibilidad de elección del aborto durante los primeros tres meses de embarazo, y puedo dar la cara por lo que hice. —Suspiró e Inger Johanne percibió un ligero temblor en su voz cuando continuó—: Pero pagué un precio muy alto. Me quedé estéril. Como sabéis, mi hija Billie es adoptada. Pero aquí no hay nada que suponga una incoherencia entre mi vida y mi doctrina, que al final es lo que importa en el caso de los políticos.

—Pero hay gente que pensaría que esto es dinamita —dijo Inger Johanne.

—Desde luego —asintió Bentley—. Bastante gente, la verdad. Ya lo has dicho tú: la cuestión del aborto divide Estados Unidos por la mitad, se trata de un tema muy delicado que nunca ha acabado de cerrarse. Si se hiciera público, tendría que defenderme. Pero lo dicho, creo que…

—¿Quién lo sabe?

—¿Quién…? —Se lo pensó, frunció el ceño y dijo vacilante—: Bueno, Christopher, por supuesto. Se lo conté antes de casarnos. Y tenía una buena amiga, Karen, que también lo sabía. Fue estupenda y me apoyó muchísimo. Pero un año más tarde murió en un accidente de tráfico, mientras yo estaba en Vietnam y… Me resulta impensable que Karen se lo contara a nadie. Era…

—¿Y el hospital? Tendrá que haber un historial clínico en alguna parte, ¿no?

—El edificio ardió en 1972 ó 1973. Lo quemaron unos activistas
pro-life
que se pasaron un poco durante una manifestación. Aquello fue antes de la revolución informática, así que supongo que…

—El historial clínico ha desaparecido —dijo Inger Johanne—. Tu amiga ya no está. —Contó con los dedos y dudó antes de aventurarse a preguntar—: ¿Y el padre de la criatura? ¿Sabía algo?

—Sí, claro. Él…

Helen Bentley se adentró en sus propios pensamientos. Su rostro adquirió una dulzura especial, una suavidad en torno a la boca y un estrechamiento de los ojos que borraba sus arrugas y la hacía parecer más joven.

—Quería casarse conmigo —dijo—. Quería que tuviéramos ese niño. Pero cuando comprendió que yo iba en serio, me apoyó en todos los sentidos. Me acompañó a Nueva York. —Alzó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no hizo ademán de enjugarlas—. Yo no lo amaba. No creo que estuviera realmente enamorada de él. Pero era un buenazo… Creo que era el hombre más bueno que he conocido nunca. Considerado. Sabio. Me prometió no contárselo nunca a nadie. Francamente, no me puedo imaginar que haya roto su promesa. Tendría que haber sufrido una transformación muy radical.

—Esas cosas pasan —susurró Inger Johanne.

—A él no —dijo Helen Bentley—. Era un hombre de honor, como nadie a quien haya conocido. Hacía casi dos años que le conocía cuando me quedé embarazada.

—Han pasado treinta y cuatro años —dijo Hanne—. A una persona le pueden pasar muchas cosas en tanto tiempo.

—A él no —dijo Helen Bentley negando con la cabeza.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Hanne—. ¿Lo recuerdas?

—Ali Shaeed Muffasa —dijo Helen Bentley—. Creo que más tarde se cambió el nombre. Cogió uno que sonaba más… inglés. Pero para mí sólo era Ali, el chico más bueno del mundo.

Capítulo 9

Las siete y media de la mañana, por fin, y, afortunadamente, era jueves. Las dos niñas entraban pronto en el colegio aquel día. Louise para jugar al ajedrez antes de que empezaran las clases; Catherine para pasar un rato en el gimnasio. Las dos habían preguntado por su tío, pero se habían tranquilizado cuando su padre insinuó que Fayed había tomado alguna copa de vino de más la noche anterior. Estaba durmiendo la mona.

La casa de Rural Route #4, en Farmington, Maine, nunca estaba completamente en silencio. La madera crujía. La mayoría de las puertas chirriaban, algunas era difíciles de abrir y otras tenían el marco suelto y no dejaban de dar portazos movidas por la constante corriente entre las viejas ventanas. En la parte trasera de la casa, habían plantado unos enormes arces tan cerca de la pared que las ramas atizaban el tejado en cuanto corría un poco de aire. Era como si la casa estuviera viva.

Ya no era necesario que Al Muffet anduviera de puntillas por la casa. Sabía que no iba a aparecer nadie por allí hasta que llegara el cartero, cosa que solía ocurrir sobre las dos. Después de llevar a las chicas al colegio, Al había pasado por el despacho y le había dicho a la secretaria que no se sentía bien, que le dolía la garganta y que tenía fiebre y que, lamentablemente, tendría que cancelar las citas del día. Ella lo había mirado con ojos tristes y mucha simpatía, y le había deseado que se mejorara.

Él había recogido las cosas que necesitaba, se había despedido entre toses y se había ido a casa.

—¿Estás más o menos cómodo?

Al Muffet le echó un vistazo a su hermano. Tenía los brazos amarrados a la cabecera de la cama, con cinta americana en torno a las muñecas, y los pies atados con una cuerda que continuaba por la punta del pie derecho y estaba asegurada con grandes nudos. Sobre la boca de su hermano, Al Muffet había colocado una ancha cinta adhesiva gris.

—Mmffmm —respondió el otro, agitando frenéticamente la cabeza; el sonido quedaba muy amortiguado por un trapo que le había metido en la boca.

Al Muffet descorrió las cortinas. La luz de la mañana entró a raudales. El polvo de la habitación de invitados danzaba por encima de la tarima desgastada. Al sonrió y se giró hacia su hermano en la cama.

—Estás cómodo. Esta madrugada, cuando te puse una inyección tranquilizante en el culo, casi ni te enteraste. Fue tan fácil dominarte que casi no te reconozco, Fayed. En tiempos eras tú quien ganaba las peleas, no yo.

—¡Mmffff!

Junto a la ventana había una silla de madera. Era frágil y vieja, y tenía el asiento desgastado por más de cien años de uso. Venía con la casa cuando Al Muffet la compró, como tantas otras cosas viejas y hermosas que estaban allí y que habían contribuido a que la familia echara raíces mucho más rápido de lo que se habían atrevido a soñar.

Arrimó la silla a la cama y se sentó.

—Esto —dijo con calma; sostuvo la jeringuilla ante los ojos de su hermano, que lo miraba con incredulidad—. Esto es bastante más peligroso que lo que te he dado esta noche. Verás, esto… —Empujó el émbolo lentamente, hasta que salieron unas finas gotas por la afilada aguja—. Esto es quetovenidona. Un potente preparado de morfina. Muy efectivo. Tengo… —entornó los ojos y sostuvo la jeringuilla contra la luz— 150 miligramos. Una dosis mortal para una persona…

Fayed movía los ojos e intentaba en vano liberar las manos.

—Y en esta de aquí… —dijo Al sin inmutarse, y sacó otra jeringuilla del bolso que tenía junto a él en el suelo—. Aquí tengo naxolona. El antídoto, vamos. —Dejó también la segunda jeringa sobre la mesilla y las apartó un poco de la cama, por si acaso, antes de mirar a su hermano y añadir—: Pronto te voy a quitar la mordaza. Pero primero te voy a dar un poco de esta morfina. Vas a notar los efectos bastante rápido. Te bajarán la presión arterial y el pulso. Y te vas a sentir bastante mal. Puede que tengas problemas para respirar. Así que tú eliges. O me respondes a lo que te pregunte, o te pongo más. Y así sucesivamente. Bastante sencillo, ¿no? Cuando me hayas dado la información que necesito, te pongo el antídoto. Pero hasta entonces no, ¿entendido?

El hermano se retorcía desesperadamente en la cama. Le caían lágrimas de los ojos y Al se percató de que el pantalón estaba mojado en torno a los órganos sexuales.

—Una cosa más —dijo Al clavándole la aguja en el muslo, atravesando el pantalón del pijama—. Puedes gritar y chillar todo lo que quieras. Tiempo perdido, has de saberlo. Hay más de kilómetro y medio hasta el vecino más cercano, y además está de viaje. Como es entre semana, tampoco habrá nadie dando un paseo. Así que olvídalo. Ya está…

Volvió a sacar la jeringuilla y comprobó cuánto había metido. Asintió satisfecho, dejó la jeringuilla junto a la otra sobre la mesilla y de un tirón le arrancó la mordaza a su hermano. Fayed intentó sacarse el trapo con la lengua, pero le dieron náuseas y giró la cabeza hacia un lado. Al metió dos dedos y sacó el trozo de tela.

A Fayed le costaba respirar. Jadeaba y era evidente que intentaba decir algo, pero no le salieron más que carraspeos y náuseas.

—Se nos está yendo el tiempo —dijo Al—. Así que será mejor que intentes responder rápido. —Se humedeció los labios mientras pensaba y luego preguntó—: ¿Es verdad que madre creyó que tú eras yo antes de morir?

Fayed sólo pudo asentir con la cabeza.

—¿Te contó algo que tú entendiste que tenía que ser para mí?

El hermano empezó a dominarse. Estaba más tranquilo. Fue como si por fin hubiera entendido que no había manera de liberarse. Por un momento permaneció completamente quieto. Sólo se le movía la boca. Daba la impresión de estar intentando producir humedad, tras varias horas con un trapo en la boca.

—Toma —dijo Al, y le llevó un vaso de agua a los labios.

Fayed bebió, varios tragos. Luego carraspeó y arrojó a la cara de su hermano un escupitajo de agua, mocos, saliva y restos del trapo.


Fuck you
—dijo jadeante, y reclinó la cabeza.

—No estás siendo muy sensato —dijo Al secándose la cara con la manga.

Fayed no dijo nada. Podía dar la impresión de estar pensando, como si valorara qué podía hacer para negociar una solución.

—Vamos a probar otra vez —dijo Al—. ¿Te contó madre algo sobre mi vida creyendo que eras yo?

Fayed seguía sin contestar, pero al menos estaba quieto. La morfina había empezado a actuar. Las pupilas se encogieron ostensiblemente. Al se acercó a la cómoda junto a la puerta del cuarto de baño, abrió las cerraduras de combinación y sacó la agenda de Fayed del fondo de la maleta. Pasó las hojas hasta llegar al calendario del año 2002 y lo arrancó. Luego volvió junto a la cama:

—Aquí tenemos la fecha en que murió madre. ¿Y qué has escrito aquí, Fayed, el día que murió mamá, cuando estabas sentado en su cabecera? —Mostró la hoja a su hermano que giró la cara hacia otro lado—. Junio de 1972, Nueva York, eso es lo que has apuntado. ¿Qué significa esta fecha para ti? ¿Fue madre la que te la dio? ¿Fue madre la que te habló de este día cuando estabas sentado junto a ella?

Seguía sin haber respuesta.

—¿Sabes? —dijo Al con calma, mientras agitaba el calendario—, eso de morir de una sobredosis de morfina es mucho menos agradable de lo que piensa la gente. ¿Notas que los pulmones te están empezando a fallar? ¿Notas que te cuesta más respirar?

El hermano resopló. Intentó arquear el cuerpo, pero no tenía fuerzas.

—Madre era la única que lo sabía —dijo Al—. Pero no me lo reprochó, Fayed, nunca. Mi secreto le afectó muchísimo, pero no lo usó contra mí. Madre era la compañera de mi alma, del mismo modo que podría haberlo sido de la tuya, si te hubieras comportado de un modo más o menos decente. Al menos podrías haber intentado ser un miembro de la familia. Pero hiciste cuanto estaba en tu mano para no ser uno de nosotros.

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