Read Una misma noche Online

Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (22 page)

Y yo voy solo, ponderando el privilegio de conocer el frente de este edificio que nunca vio mi padre, porque fue construido después de que él egresó de la escuela, ni vieron nunca los presos que llegaban aquí, vendados, en la alta noche.

La detención del Topo había tenido lugar, supongamos, en septiembre de 1976. Durante tres días lo habían torturado sin sacarle ninguna información sobre el área de finanzas de Montoneros, de la que formaba parte. Hasta que al fin le dicen, como a otros: «Mirá, macho, te tenemos dos noticias. La primera es que hemos llegado a la conclusión de que sos un gran cuadro. La segunda es que al otro lado de este tabique hemos traído a tu hija a ver si ella te puede convencer». Y la chiquita, de cinco años, rompe a llorar apenas para mostrar que sí está allí. «Muy bien», le dicen, cuando al fin el Topo demuestra, con el gesto indicado, disposición a hablar, «Y recordá que ella llorará menos cuanto vos más nos digas».

Por detrás del Casino de Oficiales nos acoge una extraña explanada o patio cuadrado cercado por las alas de este edificio con planta en forma de U. Distraídos, un poco aliviados por el fin de la caminata, los alumnos se dispersan, se reagrupan, empiezan a charlar, amagan repartirse el mate; y yo intento acercarme a Miki y su amigo, que siguen hablando en ese mismo tono conspirativo que les dejó la conversación con la guía. Hasta que un chistido que se encadena con otros nos hace comprender que ella ya está esperándonos desde hace rato al pie de un mástil sin bandera, lanzando miradas de paciencia como un San Sebastián en espera de las flechas que vendrán a clavársele. «Aguantaré hasta que entiendan que no soy de las que ordenan», parece que dijera. «Hasta que todos comprendan que, a pesar de este sol, no hay nada más importante que conocer el infierno.»

—Hemos elegido entrar por este lado y no por la gran puerta de adelante —dice, con la solemnidad de un nosotros que parece involucrar a una organización— para seguir el itinerario de los presos que aquí eran traídos en los baúles de los autos, maniatados y vendados, y a los que de inmediato se torturaba al otro lado de esas ventanitas que ven ahí, al ras del suelo.

Y le dicen al Topo, sobre el abismo del silencio repentino de su hija: «Sabemos que estuviste en la reunión en el quincho del sindicato donde se terminó de planear el secuestro de los hermanos Born». «¡Nombres!», le exigen. «¡Nombres!»

Una escena de infancia me viene a la memoria. La Gruta de Lourdes de Mar del Plata, el retablo mecánico que representaba escenas de la Historia Sagrada y que uno podía poner en movimiento con una ficha que compraba a las monjas. «Deposite una ficha y se producirá la ascensión de Nuestro Señor.»

Al bajar al sótano —por una escalerita lateral como la que, en la gruta, llevaba a la ermita de los exvotos— la guía nos obliga a amontonarnos en un cubículo lateral, diminuto —al que trato de adivinarle alguna función—, hasta que por fin ella lo describe como el pie de la escalera que conectaba esta mazmorra con los pisos superiores, y que se tapió durante la visita de la Comisión de Derechos Humanos de la
OEA
para que no pudieran comprobarse los relatos de los sobrevivientes.

—Y ahora recorran —dice la guía, y ahí vamos nosotros, muñecos del retablo mecánico, por «la Avenida de la Felicidad» (así llamaban los militares al corredor que atravesaba las salas de tortura parodiando la inspiración de quien nombró las calles internas de la
ESMA
: «Avenida de las Moreras», «Avenida de las Tipas»), interpretando el papel de los desaparecidos.

Los alumnos avanzan con un mismo recelo, y yo bendigo no tener que escuchar a la guía, y conseguir no imaginar nada —al fin y al cabo, me digo, Diana no estuvo en este sótano—; pero los alumnos, al detenerse aquí y allá, van descubriéndome cartelitos adosados a lo alto de postes que recuerdan los antiguos compartimientos, y que no puedo dejar de leer: aquí, las dos salas de tortura donde habrán estado, supongo, el Topo y su hijita; más allá la enfermería —donde un médico verificaba si el detenido podía seguir siendo torturado o le daba una inyección de «pentonaval» que lo dormía para ser arrojado, así, al mar desde un avión—; y allá al fondo la «Huevera», el lugar donde se cumplían «tareas de propaganda» —y yo recuerdo la imagen de las monjas francesas fotografiadas allí ante una bandera de Montoneros; la foto que he mirado tantas veces, largamente, para adivinar en los ojos de ellas, ¿qué?, el más allá del horror, claro, el «cero por cero», donde no hay ley ni esperanza, que los militares confunden con lo sobrenatural.

—¿Alguna pregunta? —nos reclama la guía, satisfecha de la impresión que el recorrido parece habernos causado. Los alumnos se arrebañan en torno, pero le rehúyen la vista y nadie dice nada. Ella sonríe y dice.

—No me la están haciendo fácil, ¿eh?

Pero, por Dios, ¿qué sería hacérsela fácil? Y además, ¿por qué ella parece obviar el hecho de que todos y cada uno de nosotros tenemos una experiencia previa de aquella época, y una idea sobre esa experiencia? Como quiera, los alumnos parecen aprovechar su ceguera y esconderse cuanto pueden de su escrutinio. ¿Para salvar qué? ¿Simplemente una nota en una materia?

—Muy bien —se resigna la guía, con sonrisa de santa fogueada en la incomprensión de los demás—. Ahora saldremos por la puerta junto a la cual esperaban los camiones que llevaban a los presos a los aviones desde los que, dormidos, se los tiraba al mar. Pero nosotros —dice, como si de alguna manera la hubiéramos decepcionado— volveremos a entrar al edificio.

—C
OMPAÑEROS
—proclama otro guía en el vestíbulo de entrada del Casino frente a un grupo de turistas, altos gringos sensibles y cariacontecidos, que, se me ocurre, conformarían mucho más a nuestra guía. Y nos señala un salón inmenso al que se accede por dos peldaños tan anchos como todo el vestíbulo—. En ese salón de actos, durante la represión, funcionaba el Cuartel General de los «grupos de tareas». Allí se calibraba la información obtenida abajo, en la tortura; se programaban los secuestros y se hacían, eventualmente, algunos interrogatorios que por su importancia debían ser presenciados por gran cantidad de marinos —y yo entiendo, claro, que Diana Kuperman fue interrogada allí.

—Y miren ese corredor —murmura la guía a nuestras espaldas, con un apocamiento que quiere decir: «No compito con mi compañero»; pero además, «Esto es solo para argentinos, no para yanquis boludos»—. No podemos ir por ahí, pues está en refacciones. Pero conduce a la casa del director de la
ESMA
. Ahí, ¿se imaginan?, en plena época de la represión, el director venía a pasar los fines de semana con toda su familia. Y desde una de las ventanitas de los cuartos, una compañerita de colegio de una hija, una noche, vio cómo sacaban a una mujer ensangrentada del baúl de un auto: fue una de las denuncias más importantes en la historia de nuestra lucha.

(Y yo recuerdo la Escuela Naval de Río Santiago adonde Giavedonni, un compañerito de primer grado de primaria, hijo del director, nos invitó a unos pocos a pasar el día de su cumpleaños. Me acuerdo del terror que me provocó hacer caer, mientras jugábamos, un torpedo reliquia; y me acuerdo que no comí, por miedo de usar mal los cubiertos ante la desesperada señora de Giavedonni, que me rogaba que al menos tomara agua.)

—Y ahora… —dice nuestra guía señalando la escalera enorme, lujosa, por la que se nos invita a subir—. Miren los escalones. Si se fijan, esos bordes cascados, como roídos, son pruebas irrebatibles del descenso al infierno: las pruebas que labraron, por sí solos, los grilletes.

Y le dicen al Topo: «Sabemos que estuviste en la cárcel del pueblo donde los hermanos Born pasaron meses mientras sus empresas reunían los sesenta millones de dólares. Y que vos con otras personas discutieron con ellos sobre el modo de entrega del dinero». «¡Nombres!», le exigen, «¡nombres!».

—Y el resto de los marinos vivía aquí —dice la guía cuando al fin llegamos al primer piso. Y señala las puertas de los cuartos, la marchita y viril elegancia de literas, cajoneras, piso de parquet
(ah, los camarotes del navío
Islas Orcadas
, que finalmente se hundió con el capitán De la Cruz entre las llamas)

.
O mejor dicho,
querían
vivir aquí. Tan cerca de esas mismas escaleras por donde continuamente bajaban y subían presos ensangrentados. ¿Les resulta verosímil, pregunto, que ellos no hayan visto
nada
?

Porque parece que un marino ha declarado eso en los juicios que se están llevando a cabo: que lo ignoraban todo. Pero, me digo, ¿qué esperaba que declarasen?

—Ellos dicen que se limitaban a hacer tareas de docencia en la escuela de enfrente, a los aprendices —dice Clara, retomando el tono cómplice—. Pero incluso esos aprendices —y entonces siento una puntada en el esófago, intuyendo que dirá lo que más he temido— eran invitados, por uno de aquellos marinos profesores, a pasar una noche aquí, a hacer guardia frente a la celda de los presos. ¿Y para qué les parece que harían eso?, ¿a ver?

Yo imagino el trato, y tengo que conceder que Clara acaba de usar la palabra apropiada: invitar. No una orden, sino una invitación. Como un premio. Una invitación como la que hicieron, aquella noche, a mi padre, a romper la puerta de la cocina de las Kuperman.

Nadie dice nada, y ella repite:

—Ay, ¿qué pasa? ¿No estoy haciéndolo bien?

Pero la pregunta, esta vez, se vuelve demasiado pesada, como si ya los alumnos no pudieran disimular su desacuerdo sino hablando.

—Para manchar a todos… —aventura un señor sesentón: ha encontrado un lugar común que le permite quedar bien con ella—. Para que no quedase nadie lo suficientemente inocente como para poder denunciar.

Clara aprueba, contenta de que al fin le den un gusto. Pero yo empiezo a intuir otra cosa.

—Para labrar un pacto de silencio… —dice un adolescente.

—Ajá —dice la guía, aprobando pero sin ningún énfasis—. ¿Para qué más?, ¿a ver?

La gente, estoy seguro, ya no la soporta, pero improvisa algunas respuestas más, como queriendo reparar algo.

—Porque creían que estaba bien —intento decir, pero la voz no me sale. Y si por un momento creo estar justificando a mi padre, me corrijo, con horror—. Creían que lo que hacían estaba bien. Y eso es lo más terrible.

Y le exigen al Topo: «Sabemos que acompañaste a Ezeiza a la comisión de Montoneros que viajó a Suiza a depositar el botín». «¡Nombres!», le dicen, «¡nombres!». Y después: «Menos mal que nombraste a ese doctor Peñaloza, que se nos acaba de ir. Te quería como un padre, y te hizo su sucesor; aunque somos nosotros, ¿sabés?, sus herederos».

Y al fin llegamos al piso de buhardillas donde, a uno y otro lado de un pasillo central —nos señala Clara antes de entrar—, pasaban día y noche los prisioneros, tirados en el piso, vendados y engrillados, separados unos de otros por tabiques bajos de madera. Pero mi mente, como encantada por el sonido del viento y de las ramas contra el techo de pizarra, está recordando otras cosas. ¡Ah, la Escuela Naval donde había estudiado Massera, en Ensenada!

—Y ahora cuando recorran fíjense en aquel extremo, más espacioso, bajo la única ventana —indica la guía—. Ahí, durante un año, estuvo presa la Gaby… Oh, perdón —y se corrige ostentosamente, como si hubiera olvidado por un momento que no somos, como ella, militantes—. Quiero decir: Norma Arrostito, una de las más conocidas militantes de Montoneros, la que participó en el secuestro y ajusticiamiento del general Aramburu… Y reparen —subraya— que digo
ajusticiamiento.

Larga pausa desconcertada. La gente calla, incómoda, como si no estuviera dispuesta a seguir acompañándola, como si esa vez Clara hubiera ido demasiado lejos. ¿Este es el final del retablo mecánico, lo que corona la experiencia de los muñecos? ¿Y qué pasaría con quien, como ella, hiciera de este recorrido un hábito?

—Se cuenta que el propio Chamorro, el director de la
ESMA
, venía a hablar con ella, y que tanto se aficionó a la Gaby, que un día, aprovechando que Chamorro estaba de vacaciones, otros oficiales la mataron.

Y siento que voy a estallar. Oh no, no fue así. Acabo de leer en la revista
Veintitrés
—la misma que traía la lista de informantes de la Marina— una biografía de Arrostito. Dada por muerta en la primera plana de todos los diarios el mismo día de su detención, fue exhibida durante años por el director de la
ESMA
, a otros militares, como un trofeo; un trofeo al que Chamorro terminó por aficionarse tanto, sí, que, aprovechando un día de licencia, su reemplazante le inyectó pentonaval. Chamorro llegó a tiempo para salvarla de un vuelo de la muerte, pero Arrostito murió en el momento mismo en que la sacaban de la ambulancia en el estacionamiento de la Guardia del Hospital Naval —el que mi padre consideraba el mejor hospital sobre la tierra.

Así que me voy, harto, afuera, donde Miki y su amigo charlan tristemente al pie de una escalera pequeña que da al último altillo: esa otra zona de tortura llamada «Capuchita».

«No me la banco más a esta chica», estoy por decirles, pero temo ofenderlos, y me refugio, casi sin querer, en un cuartito lateral, pequeño y desolado.

—Mirá —dice el amigo de Miki, que hasta ahora ha parecido ignorar mi presencia. No esperaba nada de él, pero quizá lo que dice me llega precisamente por eso—. Aquí nacieron los diputados Juan Cabandié y Victoria Donda.

Y esa frase sola genera más en mí que todo aquel discurso de la guía. Un golpe de realidad, de horror, en la boca del estómago. Que apenas si puedo tolerar.

Y por fin declara el Topo que él iba, todos los meses, a recoger una valija llena de dólares que le entregaba un hombre. Siempre en el mismo sitio. «¡Nombre!», le dicen. «¡Nombre!» Y como los Graiver no eran militantes, no llevaban seudónimo, supongo que no le es difícil nombrar a Jaime Goldenberg.

Y
SIENTO
que me descompondré si sigo ese itinerario, si no improviso mi propio recorrido. Si no encuentro aire, si no me refugio en lo que soy, si no me escondo. ¿Y por qué no habría de hacerlo? ¿No soy escritor? ¿No soy invitado de la directora del Museo, acaso, y maestro de Miki?

Y sin mirarme los pies, para no ver el borde cascado de los escalones, como Nosferatu sube a la buhardilla de su última víctima, subo solo esa escalerita empinada, estrecha.

Other books

Stiltskin (Andrew Buckley) by Andrew Buckley
Tasteless by India Lee
Small Man in a Book by Brydon, Rob
Mausoleum by Justin Scott
The Ministry of Pain by Dubravka Ugresic