Una mujer endemoniada (4 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

«Compre Ahora y Pague Después» no tenía los empleados habituales en estos casos. Sólo los que se ocupan de las cuentas de crédito, como Staples. Dejé las tarjetas de los plazos y el dinero en el mostrador y Staples los comprobó uno a uno.

Era un tipo menudo, de unos cincuenta años, pelo gris, tripudo, con una boca como de niño. Desde la época en que andaba llamando a las puertas le llamaban El Llorón. Llegaba a la puerta de algún desgraciado hijoputa o le iba a ver a su trabajo, y se ponía a gritar y suplicar de tal modo, que se le podía oír en el pueblo de al lado.

Hablaba como un marica y, aunque parecía que tartamudeaba, no llegaba a hacerlo del todo. Terminó las comprobaciones y me sonrió. Se quitó las gafas, las limpió cuidadosamente y se las volvió a poner.

—Frank —dijo—. Estoy muy disgustado contigo. Muy disgustado.

—¿No me diga? ¿Qué es lo que pasa ahora?

—Demasiadas torpezas, Frank. Una ineptitud absoluta. En mis tiempos hacíamos las cosas mejor. ¿Por qué no robas algo de las ganancias? Si fueras más listo podrías llevar años haciéndolo.

Movió la cabeza tristemente con pinta de ir a echarse a llorar.

Hice esfuerzos por reír.

—¿Robar? ¿De qué coño me habla, Staples?

—¡Por favor, Frank! —alzó una mano—. Estás haciendo que resulte todavía más penoso. El jefe de Pete Hendrickson me llamó ayer; bueno, en realidad su ex jefe. Al parecer no le gustó demasiado el modo en que obraste y se vio obligado a participármelo.

—¿Y qué? —dije.

—Frank…

—Muy bien —dije—. Cogí treinta y ocho dólares prestados. Se los devolveré cuando termine la semana.

—Ya entiendo. ¿Y qué pasa con lo demás?

—¿Lo demás? —dije—. ¿Qué trata de decir?

—Sólo he tenido tiempo de verificar algunos de tus contratos, Frank, pero ya he encontrado una docena de desfalcos. Será mejor que me digas a cuánto asciende el total, pues de todos modos lo voy a descubrir.

—No lo pude evitar —dije—. Fue la lluvia. En cuanto mejore el tiempo, y si usted me da unas pocas semanas…

—¿Cuánto dinero es, Frank?

—Lo tengo todo anotado —saqué mi cuaderno y se lo enseñé—. Como puede ver, pensaba devolvérselo. Coño, si no pensara pagárselo no lo habría anotado.

—Claro, claro —frunció la boca—. Sí, creo que lo ibas a hacer. Así que son trescientos cuarenta y cinco dólares, ¿eh? ¿Por qué no resolvemos la cosa en seguida?

—Le daré un cheque —dije—. Por el amor de Dios, Staples, si tuviera dinero no habría hecho esto.

—Eso parece, claro. ¿Qué le parece su coche?

—Hable con la financiera.

—¿Y los muebles?

—Alquilé la casa amueblada. Como le decía…

—Ya veo —dijo Staples—. La cosa está bastante mal, ¿no te parece? La empresa no suele ser vengativa en estos casos, pero… Supongo que estarás al tanto de las leyes de este Estado, ¿no? Cualquier estafa de más de cincuenta dólares se considera delito mayor.

—Oiga —dije—. ¿Qué piensa hacer? ¿Qué conseguirá metiéndome en la cárcel?

—Bueno, a lo mejor te sienta bien —dijo—. Un hombre ante la amenaza de ir a la cárcel a veces encuentra soluciones en las que no había pensado.

—Pero, ¡es imposible! —dije—. No tengo a nadie que me pueda ayudar. Hace años que no veo a mis parientes y, además, son más pobres que las ratas. Y no tengo amigos.

—¿Y tu mujer?

—Es lo que le estoy explicando —dije—. Sólo existe un modo de que consiga esa pasta. Deme mes y medio. O un mes. O tres semanas. Trabajaré día y noche. Sólo unas cuantas semanas y…

—No puedo hacer eso, Frank —negó con la cabeza—. Me gustaría, pero no puedo. ¡Agente!

—¡Por el amor de Dios, agente!

Era el tipo al que creí cliente. Ya me había agarrado del brazo.

—Y ahora, en marcha —dijo.

Staples le sonrió. Me sonrió a mí.

—Me duele decirte adiós, Frank. Será mejor que te diga
au revoir
.

6

Puede sonar extraño, pero era la primera vez en mi vida que estaba en la cárcel. Lo juro por Dios. No estoy bromeando. He cruzado el país de parte a parte. He visitado todos los Estados de la Unión y algunos de los empleos que tuve eran tan poco legales como una casa de putas. Pero nunca había estado a la sombra. Tipos a los que conocía, sí. Tipos que trabajaban al otro lado de la calle. Pero yo, nunca. Supongo que no tengo pinta de presidiario. Puedo hablar como ellos, desde luego, pero no tengo esa pinta.

Eran las diez de la mañana más o menos cuando me ficharon y me encerraron. Eché una visual a la celda y ni suspiré ni nada, ya me entienden; me limité a sentarme en un rincón. Pero en cualquier caso no lo podía soportar. No podía creer que estuviera allí, en el mismo barco que todos aquellos tipos. ¿Yo, el viejo Dolly Dillon, acusado de estafa? Aquello era una locura. Parecía que estaba soñando.

Me pasé el día entero pensando que Staples se ablandaría. Se daría cuenta de que teniéndome allí no conseguiría nada y retiraría la denuncia y me dejaría trabajar hasta saldar mi deuda. Estuve pensando en eso y hasta imaginé la proposición que le haría. La renta la pagaba por meses y estaba al día con la financiera. Conque le diría: «Staples, trabajaré hasta que…»

Me acordé de que el almacén me debía dinero. El sueldo de dos días, o dos y medio si se contaba esta mañana. Eso hacían veinticinco dólares. Lo que les debía, en números redondos, eran trescientos dólares. ¡Si aquello no era dinero, por el amor de Dios! Podía ganarlo en poco tiempo. Y más ahora que Joyce se había largado.

Sabía que Staples podía sacarme de allí. Y supongo que cualquiera sabía que no lo iba a hacer.

Llegó el día siguiente y pasó igual que el anterior. Me puse a pensar en otros modos de salir. Eran tan imposibles como el trato con Staples, pero pensé en uno tras otro. A lo mejor recibía un cheque de alguna de las empresas en las que he trabajado. O a lo mejor Doris se enteraba y pagaba. O Ellen. O alguien. ¡Alguno tendría que haber, maldita sea! Tenía que pasar algo.

Pero nadie hizo nada. Y aquello era difícil de aguantar, hermano.

Pensé en Mona y en que el auténtico motivo de todo el problema era ella. Si no hubiera utilizado el dinero de Pete Hendrickson para pagar los cubiertos, Staples no me habría cazado. La maldije, supongo, y me llamé idiota de todos los modos que sabía. Pero sabía que hubiera hecho lo mismo una y otra vez.

Me quedé sentado en el rincón de la celda pensando en ella. Había apoyado su cabeza en mi pecho. Desnuda y temblorosa. Y me apretó hasta casi hacerme formar parte de ella misma.

Aquella chica no era de este mundo. Uno puede ir adonde sea con una chica así. Uno hace algo por ella y sabe que ella hará lo mismo por ti.

Me pregunté qué estaría pensando al ver que no volvía. Me pregunté lo que le estaría pasando. Cerré los ojos y casi pude ver lo que pasaba: los tipos llamando a la puerta y la vieja haciéndoles proposiciones, y Mona… Mona allí en el dormitorio.

Abrí los ojos en seguida. Me obligué a no pensar en ella y me puse a pensar en la casa.

Noté algo raro desde el mismo momento en que crucé la puerta. Entonces no pude darme cuenta de lo que era, y luego tuve demasiadas cosas en las que pensar.

Pero ahora recordaba que no había fotos. Fotos de personas, quiero decir.

Supongo que habré estado en diez mil casas como aquélla, casas donde vivían viejos. Y en todas ellas había muchas fotos en las paredes. Tipos con barba y cuello duro. Mujeres con chal. Niños y niñas. El abuelo Jones, el tío Bill y la tía Hattie. Los niños de la prima Susie… Todas las casas eran iguales. En todas había fotos viejas de ésas. Pero en ésta no había ni una.

Estuve dándole vueltas en la cabeza a la cosa y por fin pensé: «¿Y qué importa?»

Y me puse triste pensando en cosas así en aquel sitio en el que me encontraba. De modo que lo olvidé y volví a preocuparme de mí mismo, y pasaron días antes de que volviera a pensar en aquello. Y entonces…

En cualquier caso las cosas hubieran sido igual.

Me metieron en la cárcel un miércoles por la mañana. La conciliación sería el viernes. El carcelero vino hacia las dos de ese día y me llevó a las duchas. Me bañé y me afeité mientras él me vigilaba. Luego me dio mi ropa.

Me vestí. Me condujo por un largo pasillo a través de un montón de puertas hasta la recepción. Dijo mi nombre al policía de detrás de una mesa. El policía abrió un cajón, manoseó unos cuantos sobres y sacó uno. Lo dejó en la mesa.

—Ábralo —dijo—. Está todo, ¿no?

Lo abrí. Mi cartera estaba dentro y las llaves del coche y una multa.

—¿Todo bien? —dijo—. Entonces firme aquí.

Lo hice pensando que no hacían bien las cosas. ¡Mira que obligar a que pase por todo esto un tipo que va a presentarse ante el juez! Pero, como dije, nunca había estado en la cárcel, y me imaginé que sabían lo que estaban haciendo.

Me metí mis cosas en el bolsillo. La puerta de la calle estaba abierta, y pensé en lo mucho que daría por salir de allí en aquel mismo momento.

El carcelero estaba detrás de la mesa. Se acercó a la escupidera. Parecía haberme olvidado por completo. Me quedé allí de pie y esperé.

Por fin, el policía de la mesa me miró.

—¿Es que te gusta este sitio?

—¿Cómo?

—¿Que qué demonios estás esperando? ¿No te han dado todas tus cosas ya?

—Sí, señor —dije—. Muchas gracias, señor —y me largué de aquel jodido sitio tan de prisa que apuesto lo que sea a que hasta dejé atrás a mi propia sombra.

Era un error, ¿te das cuenta? Me habían confundido con otro. No podía ser otra cosa.

Cogí el coche del aparcamiento. Salí como alma que lleva el diablo y anduve varias manzanas antes de tranquilizarme.

Aparqué a unos metros del almacén. Me acerqué a uno de los escaparates y atisbé dentro.

Staples estaba verificando las cuentas, o eso parecía, de espaldas a mí.

Abrí la puerta y entré. Se sobresaltó y luego se acercó a mí tendiéndome la mano.

—¡Mi querido amigo! Cuánto me alegra que te hayan soltado tan pronto. Les rogué que no te tuvieran dentro más de un minuto de lo necesario. Que se dieran prisa.

—Muy bien —dije—. No estoy enfadado. Pero estuve dentro tres días. No creo que eso sea darse demasiada prisa.

—Pero Frank —dijo—. Si casi no hace ni una hora que tu mujer me devolvió el dinero.

7

¿Mi mujer? ¿Una mujer que en realidad no tenía, había soltado la pasta? Demonios, no podía tenerla. Y si la tuviera, no habría hecho algo así.

Staples me miraba expectante.

—¿Quieres decir que no lo sabías? ¿No te dijo que iban a soltarte?

Había un cierto tono amable en su voz. Yo no sabía lo que estaba pasando, pero a un tipo como él no se confía uno.

—Bueno —dije—. Sabía que lo estaba intentando, pero no creí que lo pudiera conseguir. Nunca se sabe lo que te puede hacer alguien hasta que te lo hace.

—Ejem —soltó estudiándome la cara—. Llamaron algunas personas que estaban esperando que les llevaras lo que te habían pedido. Les expliqué la situación y…

—Cojonudo —dije—. ¿Por qué no puso un anuncio en los periódicos?

—Mira, Frank. Sólo te trataba de ayudar. Podías darme las gracias de que haya pensado que te podría ayudar alguno de tus clientes en un momento de necesidad.

—Claro —dije—. Tengo clientes millonarios, como si trabajase en un almacén de la Quinta Avenida.

—Verás —sonrió él—. Pero me parece que tu mujer no estaba entre los que llamaron.

—¿Entonces? —dije.

—Nada —dijo él—. Claro, fuiste tú el que la llamó desde la cárcel y le dijiste lo que pasaba y ella mandó el dinero por medio de otra mujer.

Me encogí de hombros.

—Voy a aclararle las cosas —dije—. Yo no llamé a mi mujer. Llamé a todos esos barrenderos y friegaplatos que tengo por clientes y les dije que o me sacaban del trullo o me enfadaría con ellos.

—Bueno, Frank —me dio un golpe en el brazo—. Lo cierto es que esa mujer, esa chica, que trajo el dinero era bastante atractiva.

—Entonces debe de tratarse de Frances Smith —dije—. Una vecina. Joyce probablemente consiguió trabajo y la mandó con el dinero.

Encendí un pitillo y tiré la cerilla al suelo. Staples la siguió con la vista.

—Bueno, Frank —dijo él—. Espero que no estés enfadado conmigo. ¿Vas a dejar el trabajo?

—En realidad suponía que…

—Nada de eso. Estoy seguro que de ahora en adelante tendrás mucho cuidado. Puedes volver al trabajo ahora mismo, si quieres.

Dije que prefería esperar hasta el lunes. Me dio los veinte dólares de mi paga y me dirigí a casa.

Olía como un basurero. Apestaba a leche cortada y a comida en mal estado. Vacié la nevera en la mesa y luego, junto al mantel, platos y sartenes, lo tiré todo al cubo de la basura.

Abrí todas las ventanas y colgué las sábanas. Había muchas cosas que hacer. Pero dejé lo demás como estaba. Me sentía demasiado cansado para pensar por qué habría hecho Joyce aquello. A lo mejor se trataba de un error.

Se hizo de noche. Cerré las ventanas y bajé las persianas. No había comido casi nada mientras estuve en la cárcel, de modo que de pronto tenía muchísima hambre. Pero en la casa sólo había café y media botella de whisky. Di un trago.

Me senté y puse los pies encima de la mesa. Seguí bebiendo y fumando mientras pensaba en que estaba mejor ahora que la noche pasada.

Empecé a sentirme más tranquilo. Y a hacerme preguntas otra vez.

De pronto oí pasos por la acera. Se acercaban. Cruzaron el porche casi corriendo. Me levanté y abrí la puerta.

—¡Mona! —dije—. Mona, qué…

Se echó en mis brazos sollozando, casi sin respiración. Cerré la puerta y la conduje al cuarto de estar.

—Pequeña —dije—. No te preocupes. Dolly te llevará…

—¡Oh, Dolly, Dolly! —dijo mientras me abrazaba—. Tenía tanto miedo de que no estuvieras aquí… No dejes que me coja… Llévame contigo. Tengo bastante dinero para los dos. Por favor, Dolly.

—¡Espera un momento! —dije y la sacudí por los hombros—. Haré todo lo que pueda, pero tengo que saber…

—Cógelo, Dolly; pero llévame contigo. Se metió las manos en los bolsillos de su viejo abrigo y al sacarlas me dejó varios billetes de veinte, de diez y de cinco dólares en el regazo.

—¡Por favor, Dolly! Coge el dinero, pero llévame contigo.

—Claro —dije—. Claro que lo haré. Pero antes necesito aclarar unas cuantas cosas. ¿Le has quitado este dinero a tu tía?

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