Una Pizca De Muerte (11 page)

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Authors: Charlaine Harris

No sabía qué pensar. Pam, la lugarteniente de Eric, era una especie de amiga mía, y Eric, en ocasiones, algo más que eso. Como no estaban, supuse que debería recurrir a nuestro vampiro local: Bill Compton.

Suspiré.

—Voy a tener que llamar a Bill —anuncié. Amelia conocía lo suficiente de nuestra historia como para comprender por qué la idea me resultaba tan traumática. Me hice a la idea y marqué el número.

—¿Sí? —contestó una fría voz.

Gracias al cielo. Temía que la nueva novia de Bill, Selah, cogiese la llamada.

—Bill, soy Sookie. No puedo localizar a Eric o a Pam y tengo un problema.

—¿Cuál?

Bill siempre había sido un hombre de pocas palabras.

—Hay un joven en la ciudad, y creemos que es un vampiro. ¿Te suena de algo?

—¿Aquí, en Bon Temps? —Bill estaba claramente sorprendido y disgustado.

Era toda la respuesta que necesitaba.

—Sí, y Clancy me ha dicho que no han mandado vampiros nuevos a Bon Temps. Así que supuse que quizá tú sabrías algo.

—Pues no. Lo que significa que probablemente se esté manteniendo alejado de mí. ¿Dónde estás?

—Estamos aparcadas frente a la casa de los Aubert. Está interesado en la hija, una adolescente. Nos hemos metido en el camino privado de una casa en venta en la misma calle, en el centro de la manzana, en Hargrove.

—Llego enseguida. No os acerquéis a él.

Como si tuviese la intención.

—Crees que soy tan estúpida como... —empecé a decir, y Amelia ya tenía su cara indignada cuando alguien abrió de repente la puerta del conductor y me tiró del hombro. Lancé un graznido, pero otra mano me tapó la boca.

—Cierra el pico, humana —dijo una voz que era más fría que la de Bill—. ¿Eres la que me ha estado siguiendo toda la noche?

Entonces me di cuenta de que no sabía que Amelia estaba en el asiento del copiloto. Buena señal.

Como no podía hablar, asentí levemente.

—¿Por qué? —gruñó—. ¿Qué es lo que quieres de mí? —Me zarandeó como si fuese un trapo, y creí que se me desencajarían todos los huesos.

Amelia salió disparada del otro lado del coche y se puso a tirarle a la cabeza los contenidos de su bolso de cremalleras. Por supuesto, no sabía lo que estaba diciendo mientras, pero el efecto era muy dramático. Tras un respingo de perplejidad, el vampiro se quedó paralizado. El problema era que se quedó quieto aferrándome, mi espalda contra su pecho, en una presa inquebrantable. Estaba aplastada contra él, y mi boca aún permanecía tapada por su mano izquierda, mientras la derecha me agarraba por la cintura. Hasta ese momento, el rendimiento del dúo de investigadoras formado por Sookie Stackhouse, telépata, y Amelia Broadway, bruja, no era precisamente brillante.

—No ha estado mal, ¿eh? —señaló Amelia.

Conseguí mover la cabeza un milímetro.

—No, si pudiese respirar... —contesté, arrepintiéndome enseguida de haber malgastado el aliento.

Entonces llegó Bill y examinó la situación.

—Mujer estúpida, Sookie está atrapada —dijo Bill—. Revoca el conjuro.

Bajo la luz de las farolas, Amelia parecía malhumorada. Deshacer conjuros no era su fuerte, me di cuenta no sin cierta ansiedad. No podía hacer nada, así que esperé mientras trabajaba en el anticonjuro.

—Si esto no funciona, no me costará nada romperle el brazo —me dijo Bill. Asentí..., bueno, moví la cabeza una fracción de centímetro..., ya que era todo lo que podía hacer. Me empezaba a faltar el aire.

De repente se oyó un ligero chasquido en el aire, y el joven vampiro me soltó para abalanzarse sobre Bill, quien había desaparecido. Bill estaba detrás de él, y le hizo una presa en el brazo. El chico gritó y los dos acabaron en el suelo. Me preguntaba si alguien llamaría a la policía. Era mucho jaleo para una zona residencial pasada la una de la madrugada. Pero no se encendió luz alguna.

—Ahora, habla. —Bill estaba absolutamente decidido, y creo que el chico lo sabía.

—¿Cuál es tu problema? —exigió saber el joven. Tenía el pelo castaño, peinado de punta, era de constitución delgada y llevaba un par de
piercings
de diamante en la nariz—. Esta mujer me ha estado siguiendo y quiero saber quién es.

Bill alzó una interrogativa mirada hacia mí. Sacudí la cabeza hacia Amelia.

—Ni siquiera has cogido a la mujer que era —respondió Bill. Era como si estuviese decepcionado con el chico—. ¿Qué haces aquí, en Bon Temps?

—Escapé del Katrina —contestó—. Un humano atravesó con una estaca a mi amo cuando se quedó sin sangre embotellada después de la inundación. Robé un coche a las afueras de Nueva Orleans, cambié la matrícula y salí de la ciudad. Llegué aquí al amanecer. Encontré una casa vacía con el cartel de «se vende» y un cuarto de baño sin ventanas, así que me metí. He estado saliendo con una chica de aquí y bebo un poco de ella todas las noches. No es muy lista —se burló.

—¿Qué buscas? —me interrogó Bill.

—¿Os habéis colado vosotros dos en la oficina de su padre por la noche? —pregunté.

—Sí, una o dos veces —sonrió con irreverencia—. Tiene un buen sofá allí. —Me entraron ganas de darle una bofetada, de arrancarle los
piercings
de la nariz, quizá por accidente.

—¿Cuánto hace que eres un vampiro? —inquirió Bill.

—Ah... Creo que un par de meses.

Vale, eso explicaba muchas cosas.

—Por eso no sabía que tenía que presentarse ante Eric. Por eso no sabe que lo que hace es una estupidez y podría costarle la estaca.

—La estupidez no es excusa —dijo Bill.

—¿Habéis registrado los archivos de la oficina? —pregunté al chico, que empezaba a parecer un poco abrumado.

—¿Qué?

—Que si has registrado los archivos de la aseguradora.

—Eh, no. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo estaba allí para liarme con la chica y tomar algo, ya sabes. Tuve mucho cuidado de no quitarle mucho. No tengo dinero para comprarla embotellada.

—Oh, mira que eres tonto. —Amelia estaba hasta las narices del niñato—. Por el amor de Dios, aprende algo de tu condición. Los vampiros extraviados pueden recibir ayuda como cualquier persona. Sólo tienes que pedir a la Cruz Roja algo de sangre sintética y te la darán gratis.

—O podrías haber buscado al sheriff de la zona —sugirió Bill—. Eric nunca le da la espalda a un vampiro necesitado. ¿Qué habría pasado si alguien te hubiese descubierto mordiendo a la chica? Doy por sentado que es menor. —Para «donar» sangre a un vampiro, se entiende.

—Así es —respondí, al ver que Dustin no sabía qué decir—. Es Lindsay, la hija de Greg Aubert, mi agente de seguros. Quería que descubriésemos quién ha estado colándose en su oficina por las noches. Nos pidió el favor a Amelia y a mí.

—Debería hacer su propio trabajo sucio —dijo Bill con bastante calma, pero tenía los puños apretados—. Escucha, chico, ¿cómo te llamas?

—Dustin. —Incluso le había dado a Lindsay su verdadero nombre.

—Bueno, Dustin, esta noche iremos a Fangtasia, el bar de Shreveport que Eric Northman usa como cuartel. Hablaremos con él y decidirá qué hacer contigo.

—Soy un vampiro libre. Voy adonde quiero.

—No en la Zona Cinco. Tendrás que ver a Eric, el sheriff de la zona.

Bill se llevó al joven hacia la oscuridad de la noche, probablemente para meterlo en su coche y llevarlo a Shreveport.

—Lo siento, Sookie —se disculpó Amelia.

—Al menos impediste que me rompiera el cuello —dije, procurando ver el lado filosófico del asunto—. Aún tenemos el problema que nos trajo aquí. Dustin no fue quien registró los archivos, aunque sí me temo que fueron los tortolitos quienes alteraron la magia al colarse. ¿Cómo lo conseguirían?

—Cuando Greg me reveló su conjuro, me di cuenta de que no era muy bueno. Lindsay es de la familia. El conjuro de Greg estaba pensado contra extraños, y eso marcó la diferencia —relató Amelia—. Y, a veces, los vampiros se detectan como vacíos cuando el conjuro está diseñado contra humanos. A fin de cuentas, no están vivos. Yo hice que mi conjuro de inmovilización fuese específico para vampiros.

—¿Quién más podría saltarse los conjuros y hacer alguna travesura?

—Nulos mágicos —respondió. -¿Eh?

—Hay personas que no son afectadas por la magia —explicó Amelia—. Son escasas, pero existen. Sólo he conocido a una.

—¿Cómo se detectan los nulos? ¿Emiten una vibración especial o algo?

—Sólo las brujas muy veteranas pueden detectarlos sin lanzarles un conjuro, inútil por otra parte —admitió Amelia—. Es probable que Greg no se haya topado nunca con una de ellas.

—Vamos a ver a Terry —sugerí—. Está despierto toda la noche.

El aullido de un perro anunció nuestra llegada a la cabaña de Terry. Vivía en el centro de tres acres de bosque. Le gustaba estar solo la mayor parte del tiempo, y las necesidades sociales que pudiera sentir las satisfacía en los ocasionales turnos que trabajaba en el bar.

—Ésa debe de ser
Annie
—dije, cuando los ladridos aumentaron de intensidad—. Va por la cuarta.

—¿Mujer o perra?

—Perra. Concretamente una catahoula. La primera fue atropellada por un camión, creo, otra fue envenenada y a otra le mordió una serpiente.

—Caramba, qué mala suerte.

—Sí, a menos que la suerte no tenga nada que ver. A lo mejor es cosa de alguien.

—¿Para qué sirven los catahoulas?

—Caza, pastoreo. No le preguntes a Terry la historia de la raza, te lo ruego.

La puerta de la caravana de Terry se abrió y
Annie
salió disparada del porche para comprobar si éramos amigas o enemigas. Nos propinó un buen ladrido, y al ver que nos quedábamos quietas, acabó recordando que me conocía.
Annie
pesaba sus buenos veinte kilos y era de un tamaño considerable. Los catahoulas no resultan bonitos a menos que te encante la raza.
Annie
era de varias tonalidades de marrón y rojo. El lomo era de un color uniforme, mientras que las patas eran de una mezcla, si bien tenía medio cuerpo moteado.

—Sookie, ¿has venido a por tu cachorro? —preguntó Terry en voz alta—.
Annie
, déjalas pasar. —
Annie
retrocedió obedientemente, sin perdernos de vista mientras nos aproximábamos a la caravana.

—He venido a ver —dije—. He traído a mi amiga Amelia. Le encantan los perros.

Sintió la tentación de darme una colleja, ya que lo suyo son más bien los gatos.

Annie
y sus cachorros habían conquistado la caravana, aunque el olor no era del todo desagradable. La perra se mantenía alerta mientras observábamos a los tres cachorros que aún le quedaban a Terry. Sostuvo con delicadeza a las criaturas con sus manos llenas de cicatrices.
Annie
se había topado con varios pretendientes durante su inesperada excursión, de ahí la diversidad de los cachorros. Eran adorables. Todos los cachorros lo son. Pero cada uno era muy peculiar. Cogí uno que parecía un montón de pelo rojizo con el hocico blanco y noté cómo se contoneaba contra mi cuerpo y me husmeaba los dedos. Ay, qué monada.

—Terry —dije—. ¿Has estado preocupado por
Annie
?

—Claro —respondió. Como él mismo era bastante especial, se mostraba muy tolerante con las rarezas de los demás—. He estado pensando en las cosas que les ha pasado a mis perras y me pregunto si no habrá alguien detrás de ellas.

—¿Aseguras todas tus perras con Greg Aubert?

—Qué va, aseguré las otras con Diane, de South Liberty. Y mira lo que les ha pasado. Decidí cambiar de agencia, y como todo el mundo dice que Greg es el hijo de perra más afortunado de toda la parroquia de Renard...

El cachorro empezó a masticarme los dedos. ¡Qué dolor! Amelia miraba alrededor y hacia la destartalada caravana. Estaba bastante limpia, pero la decoración era básicamente utilitaria, como el propio mobiliario.

—Oye, ¿has estado fisgoneando en los archivos de la oficina de Greg Aubert?

—No. ¿Por qué iba a hacer eso?

Sinceramente, no se me ocurría razón alguna. Afortunadamente, Terry no parecía muy interesado en saber por qué se lo preguntaba.

—Sookie —dijo—, si a alguien del bar se le ocurre algo sobre mis perras, si sabe cualquier cosa, ¿me lo contarás?

Terry sabía lo mío. Era uno de esos secretos comunitarios que todo el mundo conoce pero del que nadie habla. Hasta que me necesitan, claro.

—Descuida, Terry. —Era una promesa, así que le estreché la mano. Reacia, volví a depositar al cachorro en el redil improvisado y
Annie
lo comprobó, ansiosa, para asegurarse de que todo estaba en orden.

Nos marchamos poco después, tan perdidas como cuando llegamos.

—Bueno, ¿quién nos queda? —preguntó Amelia—. No crees que la familia tenga nada que ver, el novio vampiro está limpio y Terry, el único que faltaba en escena, no lo hizo. ¿Adonde vamos ahora?

—¿No tienes ningún conjuro que nos pueda dar una pista? —pregunté. Me imaginé echando polvos mágicos sobre los archivos en busca de huellas dactilares.

—Eh... Pues no.

—Pues intentemos razonarlo. Como en las novelas de misterio. Se dedican a hablar de ello.

—Estoy de acuerdo. Además, ahorra gasolina.

Volvimos a casa y nos sentamos la una frente a la otra, con la mesa de la cocina de por medio. Amelia se hizo una taza de té y yo me tomé una Coca-Cola sin cafeína.

Comencé yo:

—Greg está asustado porque cree que alguien le registra los archivos en el trabajo. Ya hemos resuelto la parte de quién se cuela por las noches. Son la hija y su novio. Así que nos quedan sólo los archivos. Ahora bien, ¿quién estaría interesado en los clientes de Greg?

—Siempre está el cliente que piensa que su seguro no le ha pagado lo suficiente por un parte, o quien cree que se le está timando. —Amelia sorbió un poco de té.

—Pero ¿por qué registrar los archivos? ¿Por qué no limitarse a presentar una queja en la central, o lo que sea?

—Vale. Entonces queda... la única otra respuesta: otro agente de seguros. Alguien que se pregunta por qué Greg tiene esa increíble suerte con lo que asegura. Alguien que no cree que sea suerte ni que se deba a esas patas de conejo sintéticas.

Cuando te ponías a pensarlo y apartabas todos los escombros mentales todo era más sencillo. Estaba convencida de que el culpable era alguien del mismo gremio.

Conocía bastante bien a los otros tres agentes de seguros de Bon Temps, pero consulté la guía para asegurarme.

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