Una reina en el estrado (32 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

—Oh, maldita sea —refunfuña Norfolk—, ¿ahora tendremos que hablar francés?

—Yo traduciré —ofrece él.

Pero ¿de quién es ese taconeo que entra? Es el duque del Plato.

—Bienvenido, mi señor Suffolk —dice él—. Tomad asiento. Cuidad no se os caigan migas en esa gran barba vuestra.

—Si las hubiese —Norfolk está hambriento.

Margaret Pole le lanza una mirada glacial.

—Habéis puesto una mesa. Nos habéis dado asientos a todos. Pero no nos habéis dado servilletas.

—Mis disculpas. —Llama a un sirviente—. No necesitaríais ensuciaros las manos.

Margaret Pole extiende su servilleta. Está estampado en ella el rostro de la difunta Catalina.

Llega de fuera un vocerío, viene de la despensa. Francis Bryan, que entra haciendo eses, con una botella de más ya. «Entretenimiento con buena compañía…» Se derrumba en su asiento.

Ahora él, Cromwell, hace una seña a sus sirvientes. Traen más asientos. «Que se aprieten».

Entran Carew y Fitzwilliam. Ocupan sus lugares sin una sonrisa ni un cabeceo. Han venido listos para el banquete, con los cuchillos en las manos.

Él contempla a sus invitados. Todo está dispuesto. Una oración en latín para bendecir la mesa; el preferiría el inglés, pero se adaptará a los invitados. Que se santiguan ostentosamente, al estilo papista. Que le miran, expectantes.

Llama a los camareros. Se abren de golpe las puertas. Hombres sudorosos posan las fuentes en la mesa. Parece que la carne está demasiado fresca, en realidad no ha sido sacrificada aún.

Es sólo un pequeño fallo de etiqueta. Los invitados deben esperar sentados, salivando.

Los Bolena están tendidos ante él, listos para ser trinchados.

Ahora que Rafe está en la cámara privada, tiene una relación más estrecha con el músico, Mark Smeaton, que ha sido ascendido entre los sirvientes de cámara. Cuando Mark apareció en la puerta del cardenal, lo hizo con botas remendadas y un jubón de lona que había pertenecido a alguien más corpulento. El cardenal le dio prendas de estambre, pero desde que se incorporó a la casa real viste de damasco, monta un excelente caballo castrado con una silla de cuero español y sostiene las riendas con guantes de orlas doradas. ¿De dónde procede el dinero? Ana es de una generosidad desmedida, dice Rafe. Se murmura que le ha dado a Francis Weston una suma para que pueda mantener a raya a sus acreedores.

Se puede entender, dice Rafe, que, como el rey no admira ya tanto a la reina, a ella le guste mucho tener jóvenes a su alrededor pendientes de sus palabras. Sus habitaciones son avenidas concurridas, con los gentilhombres de la cámara privada entrando constantemente con un recado u otro, y demorándose para jugar una partida o compartir una canción; cuando no hay ningún mensaje que llevar, inventan uno.

Los gentilhombres que gozan menos del favor de la reina están deseosos de hablar con el recién llegado y darle cuenta de todas las murmuraciones. Y algunas cosas no hace falta que se las digan, puede verlas él y hasta oírlas. Cuchicheos y riñas detrás de las puertas. El rey es objeto de burlas encubiertas. Sus ropas, su música. Se insinúa que es incompetente en la cama. ¿De dónde podrían proceder esas insinuaciones, sino de la reina?

Hay algunos hombres que hablan todo el tiempo de sus caballos. «Éste es un buen caballo pero yo tenía uno que era más veloz; es una buena potranca esa que tenéis ahí, pero tendríais que ver el bayo al que le tengo echado el ojo». Con Enrique, se habla de damas: él encuentra algo que le gusta casi en cualquier mujer que se cruce en su camino, y encontrará un cumplido para ella, aunque sea vulgar y vieja y agria. Con las jóvenes, se queda en trance dos veces al día: «¿Verdad que tiene unos ojos adorables?, qué cuello tan blanco, qué voz tan dulce, qué mano tan bien formada». Generalmente es ver y no tocar; a lo más que se atreverá, sonrojándose un poco, es a: «¿No os parece que debe tener unos pechitos preciosos?».

Un día, Rafe oye la voz de Weston en la habitación contigua, haciendo, divertido, una imitación del rey: «¿Verdad que tiene el coño más jugoso que habéis tentado?». Risillas cómplices. Y «¡Chis! Anda por ahí el espía de Cromwell».

Harry Norris ha estado ausente de la corte últimamente, retirado en sus tierras. Cuando está de servicio, dice Rafe, procura suprimir la charla, a veces parece enfurecerle; pero a veces se permite sonreír. Hablan sobre la reina y especulan…

Continúa, Rafe, dice él.

A Rafe no le gusta contar esto. Considera que escuchar furtivamente es indigno de él. Piensa mucho antes de hablar.

—La reina necesita concebir otro hijo rápidamente para complacer al rey, pero de dónde va a venir, preguntan. Dado que no se puede ya confiar en que Enrique lo haga, ¿cuál de ellos le va a hacer el favor?

—¿Llegan a alguna conclusión?

Rafe se frota la coronilla, lo que hace que se le ponga el pelo de punta. Bueno, dice, ellos en realidad no lo harían. Ninguno de ellos. La reina es sagrada. Es un pecado demasiado grande incluso para hombres tan lascivos como deben ser ellos, y temen demasiado al rey, sin duda, aunque se burlen de él. Además, ella no sería tan estúpida.

—Os lo pregunto de nuevo: ¿llegan a alguna conclusión?

—Creo que es cada uno para sí.

Él se ríe. «
Sauve qui peut
».

Tiene la esperanza de que nada de esto sea necesario. Si actúa contra Ana espera contar con un medio más limpio. Todo eso es charla estúpida. Pero Rafe no puede dejar de oírla, él no puede dejar de conocerla, ésa es la cuestión.

Tiempo de marzo, tiempo de abril, chaparrones gélidos y astillas de sol; esta vez se encuentra con Chapuys bajo techado.

—Parecéis pensativo, señor secretario. Acercaos al fuego.

Él se sacude las gotas de lluvia del sombrero.

—Tengo un peso en la cabeza que me agobia.

—Sabéis, yo creo que sólo tenéis estas reuniones conmigo para enojar al embajador francés.

—Oh, sí —dice él suspirando—, es muy celoso. La verdad es que os visitaría más a menudo, si no fuese porque la noticia siempre acaba llegando a la reina. Y ella procura utilizarla contra mí de un modo u otro.

—Deberíais tener una señora más amable.

La pregunta implícita del embajador: ¿cómo va lo de conseguir una nueva señora? Chapuys le ha venido a decir: ¿no podría haber un nuevo tratado entre nuestros soberanos? ¿Algo que salvaguardase a María, sus intereses, que la volviese a situar en la línea de sucesión, después de cualquier hijo que Enrique pudiese tener con una nueva esposa? Suponiendo, por supuesto, que la reina actual desapareciese…

—Ah, lady María.

Últimamente ha dado en llevarse la mano al sombrero cuando se menciona su nombre. Puede ver que esto conmueve al embajador, puede verle disponiéndose a incluirlo en sus despachos.

—El rey está dispuesto a sostener conversaciones oficiales. Le gustaría estar unido en amistad con el emperador. Así lo ha dicho.

—Entonces debéis hacerle concretar las cosas.

—Yo tengo influencia con el rey pero no puedo responder por él, ningún súbdito puede. Ése es mi problema. Para tener éxito con él, debe uno anticiparse a sus deseos. Aunque entonces uno se expone a que cambie de idea.

Wolsey, su maestro, le había advertido: hacedle decir lo que quiere, no supongáis, porque suponiendo podéis perderos vos mismo. Aunque tal vez, desde los tiempos de Wolsey, las órdenes tácitas del rey se hayan hecho más difíciles de ignorar. El rey llena toda la estancia de un descontento hirviente, alza la vista al cielo cuando le pides que firme un documento, como si estuviese implorando salvación.

—Teméis que se vuelva contra vos —dice Chapuys.

—Lo hará, supongo. Un día.

A veces se despierta de noche y piensa en ello. Hay cortesanos que se han retirado honorablemente. Puede pensar en ejemplos. Pero son los otros los que más destacan, si estás despierto hacia medianoche.

—Y si ese día llega —dice el embajador—, ¿qué haréis?

—¿Qué puedo hacer? Armarme de paciencia y dejar el resto a Dios.

Y esperar que el final sea rápido.

—Vuestra piedad os honra —dice Chapuys—. Si la fortuna se vuelve contra vos, necesitaréis amigos. El emperador…

—El emperador no haría nada por mí, Eustache. Ni por cualquier hombre del común. Nadie alzó un dedo para ayudar al cardenal.

—El pobre cardenal. Ojalá le hubiese conocido mejor.

—Dejad de halagarme —dice él con aspereza—. Basta ya.

Chapuys le dirige una mirada escrutadora. Ruge el fuego. Se elevan vapores de su ropa. Tamborilea la lluvia en la ventana. Él tiembla.

—¿Estáis enfermo? —inquiere Chapuys.

—No, no se me permite estarlo. Si me fuese a la cama, la reina me sacaría de ella y diría que estoy fingiendo. Si queréis alegrarme, lucid aquel sombrero de Navidad vuestro. Fue una lástima que tuvieseis que dejarlo a un lado por el luto. A ver si llega pronto Pascua para volver a verlo.

—Creo que estáis burlándoos, Thomas, a costa de mi sombrero. Me he enterado de que, mientras estuvo en vuestra custodia, fue objeto de mofa no sólo por parte de vuestros criados sino de vuestros mozos de establo y de los perreros.

—Sucedió todo lo contrario. Hubo muchas solicitudes de probárselo. Ojalá pudiésemos verlo en todas las grandes festividades de la Iglesia.

—Una vez más —dice Chapuys— vuestra piedad os honra.

Envía a Gregory con su amigo Richard Southwell, para que aprenda el arte de hablar en público. Es bueno para él salir de Londres, apartarse de la corte, donde la atmósfera es tensa. Hay por todas partes a su alrededor indicios de desasosiego, pequeños grupos de cortesanos que se dispersan cuando él se acerca. Si él tiene que dejarlo todo al azar, y cree que debe hacerlo, entonces Gregory no debería tener que pasar por el dolor y la duda, hora tras hora. Que oiga la conclusión de los acontecimientos; no necesita vivirlos. Él no tiene ya tiempo para explicar el mundo a los simples y a los jóvenes. Tiene que vigilar los movimientos de la caballería y los pertrechos de guerra por Europa, y los barcos en los mares, los mercantes y los de guerra: la afluencia de oro de las Américas al tesoro del emperador. A veces la paz parece guerra, no puede diferenciarlas; a veces estas islas parecen muy pequeñas. La noticia que llega de Europa es que el monte Etna ha entrado en erupción, y ha provocado inundaciones por toda Sicilia. En Portugal hay una sequía; y en todas partes envidias y disputas, temor al futuro, temor al hambre, temor a Dios y dudas sobre cómo aplacarlo, y en qué idioma. Las noticias, cuando él las recibe, llegan siempre con quince días de retraso: las postas son lentas, las mareas están en contra suya. Justo cuando el trabajo de fortificar Dover está llegando a su fin, se desmoronan las murallas de Calais; la escarcha ha agrietado la albañilería y ha abierto una fisura entre Watergate y Lanterngate.

El domingo de Pasión predica un sermón en la capilla del rey el limosnero de Ana, John Skip. Parece ser una alegoría; y parece estar especialmente dirigido contra él, Thomas Cromwell. Sonríe cuando los que asistieron se lo explican frase por frase: los que le desean mal y también los que le desean bien. Él no es un hombre que pueda ser derribado por un sermón, o sentirse perseguido por figuras retóricas.

Una vez, cuando era niño, en un acceso de cólera contra su padre, se había lanzado contra él, con el propósito de pegarle en el vientre con la cabeza. Pero era justo antes de que llegaran los rebeldes de Cornualles invadiendo el país, y como Putney comprendió que estaba en su línea de avance, Walter había estado preparando armaduras para él y para sus amigos. Así que cuando le asestó el cabezazo, hubo un bang, que oyó antes de sentirlo. Walter estaba probando una de sus creaciones. «Eso te enseñará», dijo, flemático, su padre.

Él piensa a veces en eso, en aquel vientre de hierro. Y piensa que tiene que conseguir uno, sin el inconveniente y el peso del metal. «Cromwell tiene mucho estómago», dicen sus amigos; también sus enemigos. Quieren decir que tiene apetito, gusto, empuje. Primera cosa por la mañana o última por la noche, un trozo sangrante de carne no le disgustaría, y si le despiertas durante la noche también entonces tiene hambre.

Llega un inventario de la abadía de Tilney: vestiduras de raso turco rojo y linón blanco, con animales en oro. Dos paños de altar de raso de Brujas, con gotas como manchas de sangre, hechas en terciopelo rojo. Y los utensilios de la cocina: romanas, tenazas y tenedores para el fuego, anchos para la carne.

El invierno se funde en primavera. Se disuelve el Parlamento. Día de Pascua: cordero con salsa de jengibre, una bendita ausencia de pescado. Él recuerda los huevos que los niños solían pintar, poniendo en cada cáscara moteada un gorro de cardenal. Recuerda a su hija Anne, su manita caliente alrededor de la cáscara del huevo para extender más el color: «¡Mirad! ¡
Regardez
!». Ella estaba aprendiendo francés ese año. Luego, su expresión de asombro; su lengua curiosa asomando para lamer la mancha de la palma.

El emperador está en Roma, y lo que se dice es que ha tenido una entrevista de siete horas con el papa; ¿cuánto de ella se dedicó a conspirar contra Inglaterra? ¿O intercedió el emperador por su monarca hermano? Se rumorea que habrá un acuerdo entre el emperador y los franceses: malas noticias para Inglaterra si es así. Hora de iniciar negociaciones. Concierta una entrevista entre Chapuys y Enrique.

Le envían una carta desde Italia, que empieza, «
Molto magnifico signor
…»; él se acuerda de Hércules, el trabajador.

Dos días después de Pascua, George Bolena le da la bienvenida en la corte al embajador imperial. Ante la visión del resplandeciente George, dientes y botones de perlas relumbrando, los ojos del embajador giran como los de un caballo asustado. Ha sido recibido antes por George, pero hoy no le esperaba: esperaba más bien a alguno de sus amigos, tal vez Carew. George se dirige a él por extenso en su francés elegante y cortesano. Oiréis si os place misa con Su Majestad y luego, si tenéis a bien favorecerme, será para mí un placer atenderos personalmente hasta la cena, a las diez.

Chapuys mira alrededor: ¡Cremuel, ayudadme!

Él se mantiene atrás, sonriendo, observando las operaciones de George. Le echaré de menos, piensa, cuando todo haya terminado para él: cuando le mande a patadas de vuelta a Kent, a contar sus ovejas y tomarse un interés doméstico por la cosecha de trigo.

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