Una reina en el estrado (4 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

—Vos no estabais allí —dice Francis Weston—. Se lo oí contar a uno de aquellos jurados. Gritaron: «Fuera con él, que se lleven al traidor y que nos traigan una pata de carnero». Y Thomas Moro fue conducido al patíbulo.

—Parece que lo lamentéis —dice Rafe.

—Yo no. —Weston alza las manos—. La reina Ana dice que la muerte de Moro debe ser una advertencia para todos esos traidores, que aunque su fama no sea tan grande, ni tan encubierta su traición, Thomas Cromwell los descubrirá.

Hay un murmullo de asentimiento; piensa un instante que los presentes se volverán hacia él y le aplaudirán. Luego lady Margery se lleva un dedo a los labios, y mueve la cabeza señalando al rey. Sentado a la cabecera de la mesa, ha empezado a inclinarse a la derecha; sus párpados, cerrados, aletean, y su respiración es profunda y tranquila.

Los presentes intercambian sonrisas. «Se ha emborrachado de aire fresco», susurra Tom Seymour.

Es un cambio respecto a lo de estar borracho por beber; el rey, estos días, pide la jarra de vino más a menudo de lo que lo hacía en su enjuta y deportiva juventud. Él, Cromwell, observa cómo Enrique oscila en su asiento. Primero hacia delante, como para apoyar la frente en la mesa. Luego da un respingo y se echa hacia atrás. Le corre por la barba un hilillo de baba.

Éste sería el momento de Harry Norris, jefe de los gentilhombres de la cámara privada; Harry con paso leve y manos suaves que no juzgan, hace despertar con un murmullo a su soberano. Pero Norris está de viaje, ha llevado la carta de amor del rey a Ana. ¿Qué hacer, pues? Enrique no parece un niño cansado, como podría haber parecido hace cinco años. Parece un hombre cualquiera de mediana edad, al que el torpor domina tras una comida demasiado pesada; parece congestionado e hinchado, y le resalta aquí y allá una vena, e incluso puedes ver a la luz de la vela que su cabello lacio está encaneciendo. Él, Cromwell, hace un gesto al joven Weston.

—Francis, es necesario vuestro toque de caballero.

Weston finge no oírle. Mira al rey y hay en su rostro una clara expresión de repugnancia. Tom Seymour cuchichea:

—Creo que deberíamos hacer algún ruido. Despertarle de forma natural.

Tom remeda el gesto de sujetarse las costillas de risa.

Edward enarca las cejas.

—Reíos, si os atrevéis. Pensará que os reís de que se le cae la baba.

El rey empieza a roncar. Se inclina hacia la izquierda. Se proyecta peligrosamente sobre el brazo de su asiento.

Weston dice:

—Hacedlo vos, Cromwell. Sois el que más influencia tiene sobre él.

Él mueve la cabeza, sonriendo.

—Dios valga a Su Majestad —dice piadosamente sir John—. No es ya tan joven como era.

Jane se levanta. Tieso murmullo de brotes de clavel. Se inclina sobre la silla del rey y le da un golpecito en el dorso de la mano: con viveza, como si estuviese tanteando un queso. Enrique da un respingo y abre los ojos.

—No estaba dormido —dice—. De veras. Sólo estaba dando un poco de descanso a los ojos.

Cuando el rey se ha ido arriba, Edward Seymour dice:

—Señor secretario, ha llegado la hora de mi venganza.

Retrepándose en su asiento, el vaso en la mano:

—¿Qué os he hecho yo? —dice él.

—Una partida de ajedrez. En Calais. Sé que os acordáis.

Final de otoño, el año 1532: la noche que el rey se fue por primera vez a la cama con la que es reina ahora. Antes de acostarse con él, Ana le hizo jurar sobre la Biblia que se casaría con ella en cuanto volviesen a pisar suelo inglés; pero las tormentas les mantuvieron atrapados en el puerto y el rey hizo buen uso del tiempo, intentando conseguir un hijo de ella.

—Me disteis jaque mate, señor Cromwell —dice Edward—. Pero sólo porque conseguisteis distraerme.

—¿Cómo lo conseguí?

—Me preguntasteis por mi hermana Jane. Qué edad tenía y cosas así.

—Creísteis que yo estaba interesado en ella.

—¿Y lo estáis? —Edward sonríe, para quitarle filo a una pregunta tan directa—. Aún no ha sido pedida, ¿sabéis?

—Sacad las piezas —dice él—. ¿Os gustaría que estuviese el tablero como estaba cuando tuvisteis aquella distracción?

Edward le mira, cuidadosamente inexpresivo. En la memoria de Cromwell hay cosas increíbles relacionadas. Sonríe para sí. Podría colocar las piezas en el tablero casi sin pensarlo; sabe el tipo de juego que hace un hombre como Seymour.

—Deberíamos empezar de nuevo —sugiere—. El mundo sigue en movimiento. ¿Os satisfacen las normas de Italia? No me gustan esas partidas que se prolongan una semana.

Las jugadas de apertura de Edward muestran cierta audacia. Pero luego, con un peón blanco sostenido entre las yemas de los dedos, se retrepa en su asiento, frunce el ceño y empieza a hablar de san Agustín; luego, pasa de san Agustín a Martín Lutero.

—Es una doctrina que llena de miedo el corazón —dice—. Que Dios nos hizo sólo para condenarnos. Que sus pobres criaturas, a excepción de unas cuantas, nacen sólo para luchar en este mundo, y luego el fuego eterno. A veces temo que sea verdad. Pero me doy cuenta de que tengo la esperanza de que no lo sea.

—Martín el Gordo ha modificado su posición. O eso me han dicho. Y en favor nuestro.

—Entonces, ¿qué?, ¿nos salvamos más criaturas? ¿O nuestras buenas obras no son del todo inútiles ante Dios?

—No debería hablar yo por él. Tendríais que leer a Felipe Melanchton. Os enviaré su nuevo libro. Espero que nos visite, que venga a Inglaterra. Estamos hablando con su gente.

Edward se lleva a los labios la cabecita redonda del peón. Como si se propusiera darse golpecitos en los dientes con ella.

—¿Permitirá eso el rey?

—Al hermano Martín no le dejaría entrar. No le gusta que se mencione su nombre. Pero Felipe es un hombre mucho más flexible, y sería bueno para nosotros, sería muy bueno si tuviésemos que establecer alguna alianza útil con los príncipes alemanes que están a favor del Evangelio. Al emperador le daría miedo que tuviésemos amigos y aliados en sus propios dominios.

—¿Y eso es todo lo que significa para vos? —El caballo de Edward está saltando cuadros—. ¿La diplomacia?

—Me encanta la diplomacia. Es barata.

—Pero dicen que vos amáis también el Evangelio.

—No es ningún secreto —frunce el ceño—. ¿Queréis realmente hacer eso, Edward? Veo el camino abierto hacia vuestra reina. Y no me gustaría aprovecharme de nuevo de vos, y que luego digáis que os distraje de la partida con pequeños comentarios sobre el estado de vuestra alma.

Una sonrisa torcida.

—¿Y cómo está vuestra reina últimamente?

—¿Ana? Está enfadada conmigo. Siento que mi cabeza vacila sobre los hombros cuando me mira con dureza. Se ha enterado de que he hablado una o dos veces favorablemente de Catalina, la que fue reina.

—¿Y lo hicisteis?

—Sólo para admirar su espíritu. Que, nadie puede negarlo, se mantiene firme en la adversidad. Y la reina cree además que apoyo demasiado a la princesa Ana María… quiero decir, a lady María, como deberíamos llamarla ahora. El rey aún quiere a su hija mayor, dice que no puede evitarlo…, y eso ofende a Ana, porque ella pretende que la princesa Elizabeth sea la única hija que reconozca él. Piensa que somos demasiado blandos con María y que deberíamos obligarla a aceptar que su madre no estuvo nunca casada legalmente con el rey, y que ella es una bastarda.

Edward gira el peón blanco entre sus dedos, lo mira dubitativo, lo posa en su cuadrado.

—Pero ¿no es así como son las cosas? Yo creía que ya se lo habíais hecho reconocer.

—Resolvimos el asunto no planteándolo. Ella sabe que está apartada de la sucesión y yo no creo que se la pueda forzar más allá de ese punto. Como el emperador es sobrino de Catalina y primo de lady María, procuro no provocarle. Estamos en sus manos, ¿comprendéis? Pero Ana no entiende que es necesario aplacar a la gente. Ella cree que con hablarle con dulzura a Enrique ya está todo arreglado.

—Mientras que vos tenéis que hablar con dulzura a Europa. —Edward se ríe. Su risa tiene un tono herrumbroso. Sus ojos dicen: «Estáis siendo muy franco, señor Cromwell: ¿por qué?».

—Además —sus dedos revolotean sobre el caballo negro—, estoy haciéndome demasiado importante para el gusto de la reina, porque el rey delegó en mí para los asuntos de la Iglesia. Y ella quiere que Enrique sólo la escuche a ella misma y a su hermano George, y a monseñor, su padre, y hasta a su padre fustiga con la lengua, pues le llama cobarde e inútil.

—¿Y cómo se toma él eso? —Edward baja la vista hacia el tablero—. Oh…

—Echad un vistazo detenido —le insta—. ¿Queréis seguir jugando?

Cromwell echa las piezas a un lado, ahogando un bostezo.

—Y en ningún momento mencioné a vuestra hermana Jane, ¿verdad? Así que ¿cuál es vuestra excusa ahora?

Cuando sube al piso de arriba ve a Rafe y a Gregory saltando en círculo junto al ventanal. Cabriolean y forcejean, los ojos fijos en algo invisible que hay a sus pies. Al principio piensa que están jugando al fútbol sin balón. Pero luego saltan como bailarines y asestan patadas a aquella cosa, y ve que es larga y delgada: un hombre caído. Se inclinan para pellizcarlo y pincharlo, para inmovilizarlo.

—Calma —dice Gregory—, no le partas el cuello aún, quiero verle sufrir.

Rafe alza la vista y finge enjugarse la frente. Gregory apoya las manos en las rodillas, recuperando el aliento, luego patea a la víctima.

—Es Francis Weston. Cree que está ayudando al rey a acostarse, pero en realidad lo tenemos aquí, en forma fantasmal. Nos apostamos en una esquina y lo esperamos con una red mágica.

—Estamos castigándole. —Rafe se inclina—. Bueno, señor, ¿lo lamentaréis ahora? —Se escupe en las palmas—. ¿Qué hacemos ahora con él, Gregory?

—Alzarlo y tirarlo por la ventana.

—Cuidado —dice Cromwell—. Weston cuenta con el favor del rey.

—Pues que siga favoreciéndole cuando se quede con la cabeza plana —dice Rafe. Forcejean y se empujan, intentando ser el primero en aplastarle la cabeza a Francis. Rafe abre una ventana y se agachan los dos para alzar al fantasma y arrastrarlo por el alféizar. Gregory colabora más, desengancha la chaqueta, que se traba, y con un empujón lo lanza de cabeza hacia los adoquines. Se asoman a mirar.

—Rebota —observa Rafe, y luego se sacuden el polvo de las manos y le miran sonrientes.

—Que paséis buena noche, señor —dice Rafe.

Más tarde, Gregory se sienta a los pies de la cama en camisa de dormir, despeinado, sin zapatos, un pie descalzo arañando ociosamente la estera:

—¿Así que se me va a casar? ¿Se me va a casar con Jane Seymour?

—A principios de verano pensabas que iba a casarte con una viuda noble y vieja con un parque de ciervos. —La gente se burla de Gregory: Rafe Sadler, Thomas Wriothesley, los otros jóvenes de su casa; su primo, Richard Cromwell.

—Sí, pero ¿por qué estabas hablando a última hora con su hermano? Primero el ajedrez y luego charla y charla y charla. Dicen que Jane te gustaba a ti.

—¿Cuándo?

—El año pasado. Te gustaba el año pasado.

—Si es así, lo he olvidado.

—Me lo dijo la esposa de George Bolena, lady Rochford. Dijo: «Es posible que consigáis una joven madrastra para Wolf Hall. ¿Qué te parecería eso?». Así que si Jane te gusta a ti —Gregory frunce el ceño— sería mejor que no se casase conmigo.

—¿Crees acaso que yo te robaría la novia? ¿Como el viejo sir John?

Una vez que tiene la cabeza en la almohada, dice:

—Cállate, Gregory.

Cierra los ojos. Gregory es un buen muchacho, aunque todo el latín que ha aprendido, todos los armoniosos periodos de los grandes autores, han cruzado por su cabeza y han salido de ella de nuevo, rodando como piedras. De todos modos, piensa en el hijo de Thomas Moro: vástago de un estudioso al que toda Europa admiraba y el pobrecillo apenas puede recitar a trompicones el
Pater noster
. Gregory es un excelente arquero, un magnífico jinete, una brillante estrella en el palenque de las justas y sus modales son impecables. Habla respetuosamente a sus superiores, no arrastra los pies ni se apoya sólo en una pierna, y es afable y educado con los que están por debajo de él. Sabe cómo hacer reverencias a los diplomáticos extranjeros a la manera de sus países, en la mesa no se remueve inquieto y se dedica a alimentar a los perros, puede trinchar cualquier ave si le piden que sirva a sus mayores. No haraganea por ahí con la chaqueta colgada de un hombro, ni mira en las ventanas para admirarse ni a su alrededor en la iglesia, no interrumpe a los viejos, ni acaba sus historias por ellos. Si alguien estornuda, dice: «¡Cristo os valga!».

Cristo os valga, señor o señora.

Gregory levanta la cabeza.

—Thomas Moro… —dice—. Lo del jurado… ¿Fue eso de verdad lo que pasó?

Él había reconocido la historia del joven Weston: en un sentido amplio, aunque no asintiese al detalle. Cierra los ojos.

—Yo no tenía un hacha —dice.

Está cansado: le habla a Dios; dice: guíame, Dios. A veces cuando está al borde del sueño revolotea por su visión interna la gran presencia purpúrea del cardenal. Piensa que ojalá el muerto profetizara. Pero su viejo patrón sólo habla de cuestiones domésticas, de cuestiones administrativas. ¿Dónde puse esa carta del duque de Norfolk? Le preguntará al cardenal; y al día siguiente, temprano, vendrá a su mano.

Él habla interiormente: no le habla a Wolsey, sino a la esposa de George Bolena. «No tengo ningún deseo de casarme. No tengo tiempo. Fui feliz con mi esposa pero Liz está muerta y esa parte de mi vida está muerta con ella. ¿Quién en nombre de Dios, lady Rochford, os dio licencia para especular sobre mis intenciones? Señora, yo no tengo tiempo para cortejar. Tengo cincuenta años. A mi edad, uno tendría todas las de perder en un contrato a largo plazo. Si quisiese una mujer, mejor alquilarla en el momento».

Pero procura no decir «a mi edad»: no en su vida de vigilia. En un día bueno piensa que aún le quedan veinte años. Piensa a menudo que verá a Enrique fuera del trono, aunque en rigor no está permitido tener ese tipo de pensamientos; hay una ley contra las especulaciones sobre la duración de la vida del rey, aunque Enrique se ha dedicado toda la vida a estudiar formas originales de morir. Ha tenido varios accidentes de caza. Cuando era aún menor de edad, el Consejo Real le prohibió participar en las justas, pero aun así lo hizo, ocultando la cara con el yelmo y con una armadura sin divisa, demostrando una y otra vez ser el más fuerte en la liza. En la guerra contra los franceses se ha comportado honrosamente, y, como dice él a menudo, tiene un carácter belicoso; se le conocería sin duda como Enrique el Valiente si no fuese porque Thomas Cromwell dice que no puede permitirse una guerra. El coste no es la única consideración: ¿qué será de Inglaterra si Enrique muere? Estuvo veinte años casado con Catalina, este otoño hará tres con Ana, nada que mostrar más que una hija de cada una de ellas y todo un cementerio de niños muertos, unos medio formados y bautizados con sangre, otros nacidos vivos pero muertos a las pocas horas, o en unos días o unas semanas como máximo. Todo el alboroto, el escándalo, de su segundo matrimonio y Enrique todavía no tiene ningún hijo que le suceda. Tiene un bastardo, Harry, duque de Richmond, un muchacho excelente de dieciséis años: pero ¿de qué le sirve a él un bastardo? ¿De qué le sirve la niña de Ana, la infanta Elizabeth? Ha de idearse algún mecanismo especial para que Harry Richmond pueda reinar, para que todo le vaya bien a su padre. Él, Thomas Cromwell, se lleva muy bien con el joven duque; pero esta dinastía, aún nueva por lo que a las realezas se refiere, no está lo suficientemente asentada para sobrevivir a una prueba como ésa. Los Plantagenet fueron reyes una vez y piensan que serán reyes de nuevo; piensan que los Tudor son un intermedio. Las viejas familias de Inglaterra están inquietas y dispuestas a hacer valer sus derechos, sobre todo desde que Enrique rompió con Roma; doblan la rodilla, pero están conspirando. Casi puede oírlos, escondidos entre los árboles.

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