Una reina en el estrado (50 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

Sus nuevos aliados, los Courtenay y la familia Pole, aseguran no sorprenderse lo más mínimo de las acusaciones que se hacen contra Ana. Ella es una hereje y su hermano lo mismo. Los herejes, es bien sabido, no tienen límites naturales, ni nada que los coarte, no temen ni a las leyes de este mundo ni a la ley de Dios. Ven lo que quieren y lo toman. Y aquellos que (neciamente) han tolerado las herejías, por holgazanería o por lástima, descubren entonces por fin cuál es su verdadera naturaleza.

Enrique Tudor aprenderá duras lecciones de esto, dicen las viejas familias. ¿Le tenderá quizá Roma una mano en su tribulación? ¿Es posible que el papa, una vez muerta Ana, le perdone y le acoja de nuevo en su seno si se postra de hinojos ante él?

¿Y yo?, pregunta él. Oh, bueno, vos, Cromwell… Sus nuevos amos le miran con diversas expresiones de desconcierto o de disgusto. «Seré vuestro hijo pródigo —dice él, sonriendo—. Seré la oveja que estaba perdida».

En Whitehall, pequeños grupos de hombres que murmuran, se juntan en prietos círculos, los codos apuntando hacia fuera mientras las manos acarician las dagas que llevan a la cintura. Y entre los abogados una oscura agitación, conferencias en rincones.

Rafe le pregunta: ¿podría obtenerse la libertad del rey, señor, con más economía de medios? ¿Con menos derramamiento de sangre?

Mira, dice él: una vez agotado el proceso de negociación y compromiso, una vez que os habéis propuesto la destrucción de un enemigo, esa destrucción debe ser rápida y debe ser perfecta. Antes de que lleguéis a mirar siquiera en su dirección, debéis tener ya su nombre en una orden de detención, los puertos bloqueados, a su esposa y a sus amigos comprados, a su heredero bajo vuestra protección, su dinero en vuestra bóveda de seguridad y su perro corriendo cuando vos silbéis. Antes de que despierte por la mañana, deberíais tener ya el hacha en la mano.

Cuando él, Cromwell, llega a ver a Thomas Wyatt en la prisión, el condestable Kingston está deseoso de asegurarle que ha obedecido sus instrucciones, que Wyatt ha sido tratado con todos los honores.

—Y la reina, ¿cómo está?

—Inquieta —dice Kingston; parece incómodo—. Estoy acostumbrado a toda clase de presos, pero nunca he tenido uno como éste. De pronto dice: sé que debo morir. Al momento siguiente, completamente lo contrario de eso. Cree que el rey vendrá en su barca y la sacará de aquí. Cree que se ha cometido un error, que hay un malentendido. Cree que el rey de Francia intervendrá en su favor.

El carcelero mueve la cabeza.

Encuentra a Thomas Wyatt jugando a los dados contra sí mismo: el tipo de actividad inútil que el viejo sir Henry Wyatt censura.

—¿Quién gana? —le pregunta.

Wyatt alza la vista.

—Mi yo peor, ese idiota cantarín, juega con mi yo mejor, el necio llorica. Podéis suponer quién gana. De todos modos, siempre existe la posibilidad de que suceda lo contrario.

—¿Estáis cómodo?

—¿En cuerpo o en espíritu?

—Yo sólo respondo por los cuerpos.

—Nada os hace flaquear —dice Wyatt. Lo dice con una admiración renuente que está próxima al miedo. Pero él, Cromwell, piensa: flaqueé pero nadie lo sabe, no han llegado informes al exterior. Wyatt no me vio abandonar el interrogatorio de Weston. Wyatt no me vio cuando Ana posó su mano en mi brazo y me preguntó qué era lo que creía en el fondo de mi corazón.

Posa los ojos sobre el preso, toma asiento. Dice suavemente:

—Creo que he estado adiestrándome toda la vida para esto. He hecho un aprendizaje por mi cuenta.

Toda su carrera ha sido una educación en la hipocresía. Ojos que antes le taladraban le miran ahora amables, con un respeto simulado. Manos a las que les gustaría tirarle el sombrero de un revés se extienden ahora para estrechar la suya, a veces en un apretón estrujador. Ha hecho girar a sus enemigos para que le miren de frente, para que se unan a él: como en un baile. Tiene previsto darles la vuelta otra vez, para que echen un vistazo al panorama largo y frío de sus años, para que sientan el viento, el viento de los lugares desprotegidos, que corta hasta el hueso; para que se acuesten entre ruinas y despierten fríos.

—Cualquier información que me deis —le dice a Wyatt— la anotaré, pero os doy mi palabra de que la destruiré en cuanto se consiga esto.

—¿Se consiga? —Wyatt está considerando la elección de esa palabra.

—El rey está informado de que su esposa le traicionó con varios hombres, uno de ellos su hermano, otro su amigo más íntimo, otro un criado al que ella dice que apenas conoce. El espejo de la verdad se ha roto, dice el rey. Por ello, sí, habría que conseguir reunir los fragmentos.

—Pero decís que él está informado, ¿cómo es que lo está? Nadie admite nada, salvo Mark. ¿Y si está mintiendo?

—Cuando un hombre se confiesa culpable tenemos que creerle. No podemos ponernos a demostrarle que está equivocado. Si no, los tribunales de justicia nunca funcionarían.

—Pero ¿dónde está la prueba? —insiste Wyatt.

Él sonríe.

—La verdad llegará a la puerta de Enrique, cubierta con capa y capucha. Él la deja entrar porque tiene una idea perspicaz de lo que hay debajo, de que el que llega no es un desconocido. Thomas, yo creo que él lo ha sabido siempre. Él sabe que si ella no le engañó con el cuerpo lo hizo con las palabras, y si no con los hechos entonces en sueños. Piensa que nunca lo estimó ni lo amó, cuando él puso el mundo a sus pies. Piensa que nunca la complació o la satisfizo y que cuando estaba en el lecho, a su lado, ella imaginaba que estaba con otro.

—Eso es común —dijo Wyatt—. ¿No os parece? Así es como funciona el matrimonio. Yo no sabía que la ley pudiese considerarlo un delito. Válgame Dios. Media Inglaterra estaría encarcelada.

—Vos comprendéis que están por una parte las acusaciones escritas en un acta de cargos. Y luego están los otros cargos, aquellos que no se encomiendan al papel.

—Si sentir es un delito, entonces confieso…

—No confeséis nada. Norris confesó. Admitió que la amaba. Si lo que alguien desea de vos es una confesión, no os conviene nunca hacerla.

—¿Qué quiere Enrique? Estoy desconcertado, francamente. No puedo ver qué salida me queda.

—Él cambia de opinión, de un día para otro. Le gustaría reconstruir el pasado. Le gustaría no haber visto jamás a Ana. Le gustaría haberla visto, pero haber visto a través de ella. Y sobre todo la quiere muerta.

—Querer no equivale a hacerlo.

—Equivale, si sois Enrique.

—Tal como yo entiendo la ley, el adulterio de una reina no es ninguna traición.

—No, pero el hombre que la viola, comete traición.

—¿Creéis que utilizaron la fuerza? —dice secamente Wyatt.

—No, es sólo el término legal. Es un eufemismo que nos permite pensar bien de cualquier reina desdichada. Pero en cuanto a ella, es una traidora también, ella misma lo ha dicho. Querer la muerte del rey es traición.

—Pero —dice Wyatt—, perdonad de nuevo mis cortas entendederas, yo creí que Ana había dicho «si él muriese» o algo parecido. Así que dejadme plantearos una cuestión. Si yo digo «todos los hombres deben morir», ¿es eso un anuncio de la muerte del rey?

—Sería bueno no poner ejemplos —dice él amablemente—. Thomas Moro planteaba ejemplos cuando empezó a inclinarse por la traición. Pero dejadme ir al grano sobre vuestro caso. Puedo necesitar una declaración vuestra como prueba contra la reina. La aceptaré por escrito, no es necesario que se airee en un juicio público. Vos lo dijisteis una vez, cuando me visitasteis en mi casa, cómo se conducía Ana con los hombres: ella dice «Sí, sí, sí, sí, no».

Wyatt asiente; reconoce esas palabras; parece lamentar haberlas dicho.

—Ahora debéis tener que transponer una palabra de ese testimonio. Sí, sí, sí, no, sí.

Wyatt no contesta. El silencio se extiende, se asienta alrededor de ellos: un silencio adormecido, mientras en otra parte se despliegan hojas, florece mayo en los árboles, tintinea el agua en los surtidores, ríen los jóvenes en los jardines. Por fin Wyatt habla, con voz tensa:

—No era un testimonio.

—¿Qué era entonces? —Se inclina hacia delante—. Sabéis que no soy un hombre con el que podáis tener conversaciones intrascendentes. No me puedo dividir en dos, uno vuestro amigo y otro el servidor del rey. Así que debéis decirme: ¿escribiréis vuestros pensamientos y si se os requiere los diréis de palabra? —Se recuesta de nuevo en su asiento—. Y si podéis tranquilizarme en este punto, yo escribiré a vuestro padre, para tranquilizarlo también. Para decirle que saldréis de esto vivo. —Hace una pausa—. ¿De acuerdo?

Wyatt asiente. El mínimo gesto posible, un asentimiento para el futuro.

—Bueno. Después, por vuestro apoyo, para compensaros por esta detención, dispondré lo necesario para que recibáis un dinero.

—No lo necesito. —Wyatt aparta la cara, deliberadamente: como un niño.

—Creedme, lo necesitáis. Seguís arrastrando todavía deudas de vuestra época en Italia. Vuestros acreedores acuden a mí.

—Yo no soy vuestro hermano. Vos no sois mi guardián.

Él mira a su alrededor.

—Lo soy, si lo pensáis bien.

Wyatt dice:

—Tengo entendido que Enrique quiere también una anulación. Matarla y divorciarse de ella, todo en un solo día. Ella es así, ya sabéis. Todo está regido por extremos. No estaba dispuesta a ser su amante, debía ser reina de Inglaterra; así que se prescinde de la fe y se modifican las leyes, hay un clamor en el país. Si tuvo tantos problemas para conseguirla, ¿cuántos tendrá para librarse de ella? Incluso después de muerta, él haría bien en asegurarse de que el ataúd tiene la tapa bien clavada.

—¿Es que no os queda ningún sentimiento de ternura hacia Ana? —pregunta él con curiosidad.

—Estoy harto de ella —dice Wyatt brevemente—. O quizá nunca tuve ese sentimiento, no conozco mi propia mente, sabéis. Me atrevo a decir que los hombres han sentido muchas cosas por Ana, pero nadie salvo Enrique ha sentido ternura. Ahora él piensa que le han tomado por un imbécil.

Él se levanta.

—Escribiré unas palabras tranquilizadoras a vuestro padre. Le explicaré que debéis permanecer aquí durante un breve periodo, que es más seguro. Pero primero debo… Creíamos que Enrique había prescindido de la anulación, pero ahora, como vos decís, la revive, así que debo…

Wyatt dice, como saboreando su incomodidad:

—Tendréis que ir a ver a Harry Percy, ¿no?

Hace ya casi cuatro años que, en una mísera posada llamada San Marcos y el león, con Llamadme pisándole los talones, se enfrentó a Harry Percy y le hizo comprender ciertas verdades sobre la vida, siendo la principal de ellas que, pese a lo que pudiera pensar, no estaba casado con Ana Bolena. Aquel día había dado un manotazo en la mesa y le había explicado al joven que, si no se apartaba del camino del rey, sería aplastado: él, Thomas Cromwell, daría rienda suelta a sus acreedores para acabar con él, para arrebatarle su condado y sus tierras. Había dado el manotazo en la mesa y le había dicho que, además, si no olvidaba a Ana Bolena y cualquier pretensión sobre ella, su tío, el duque de Norfolk, descubriría dónde se escondía y le arrancaría los huevos de un mordisco.

Desde entonces él ha hecho muchos negocios con el conde, que es ahora un hombre enfermo y destrozado, con grandes deudas, al que, día a día, el control de sus propios asuntos se le está yendo de las manos. De hecho, casi se ha cumplido el juicio que él emitió, lo que le había dicho, salvo que el conde, que se sepa, aún conserva los huevos. Después de su charla en San Marcos y el león, el conde, que llevaba varios días bebiendo, había hecho que sus criados le limpiasen la ropa, borrasen todo rastro de vómito, y envuelto en un olor agrio, torpemente afeitado, temblando y con náuseas, se había presentado ante el consejo del rey y le había obedecido a él, a Thomas Cromwell, reescribiendo la historia de su enamoramiento, abjurando de cualquier pretensión sobre Ana Bolena; afirmando que no había existido jamás contrato de matrimonio alguno entre ellos; que juraba por su honor como noble que nunca se había acostado con ella, y que ella estaba completamente libre y al alcance del corazón, el lecho conyugal y las manos del rey. Todo lo cual lo había jurado sobre la Biblia, sostenida por el anciano Warham, que era arzobispo antes de Thomas Cranmer, y tras lo cual había recibido el Santísimo Sacramento, con los ojos de Enrique clavados en su espalda.

Ahora él, Cromwell, cabalga a encontrarse con el conde en su mansión campestre de Stoke Newington, situada al noreste de la ciudad, en el camino de Cambridge. Los criados de Percy se hacen cargo de sus caballos, pero él, en vez de entrar inmediatamente, retrocede para echar un vistazo al tejado y a las chimeneas.

—Cincuenta libras gastadas antes del invierno próximo serían una buena inversión —le dice a Thomas Wriothesley—. Sin contar el trabajo.

Si tuviese una escalera subiría y echaría una ojeada para ver cómo estaban los tejados. Pero eso tal vez no casase con su dignidad. El señor secretario puede hacer todo lo que le plazca, pero el primer magistrado de la Cámara tiene que pensar en su venerable cargo y lo que se exige de él. Si le está permitido o no subir a los tejados como vicegerente de asuntos espirituales del rey no está del todo claro… El cargo es demasiado nuevo y aún no hay experiencia sobre él. Sonríe. Ciertamente sería una afrenta para la dignidad del señor Wriothesley si se le pidiese que subiera por una escalera hasta el tejado.

—Estoy pensando en mi inversión —le explica a Wriothesley—. En la mía y en la del rey.

El conde le debe a él sumas considerables, pero al rey le debe diez mil libras. Cuando Harry Percy se muera, la Corona se tragará su condado: así que él examina también al conde, para ver cómo está. Está amarillento, demacrado, parece más viejo de lo que es, de unos treinta y cuatro o treinta y cinco años; y ese olor agrio que cuelga en el aire, le lleva de nuevo a Kimbolton, a la vieja reina encerrada en sus habitaciones: el cuarto sin ventilar y mohoso como una celda y el cuenco de vómito que había pasado ante él, en manos de una de sus damas. Dice sin mucha esperanza:

—¿No os habréis puesto enfermo a causa de mi visita?

El conde le mira desde unos ojos hundidos.

—No. Dicen que es mi hígado. No, en absoluto, Cromwell, vos os habéis portado muy razonablemente conmigo, debo decirlo. Considerando…

—Considerando con qué os amenacé. —Mueve la cabeza, pesaroso—. Oh, mi señor. Hoy se presenta ante vos un pobre solicitante. Nunca podréis imaginar a lo que vengo.

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