Read Una tienda en París Online

Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (13 page)

Me escuchó en silencio mientras le contaba mi encuentro con el cartel, la música que sonaba en casa, las flores frescas, la inquietante presencia de Alice… Sin juzgarme. Su silencio fue mi abrigo. Y solo rompió mi soliloquio cuando vio que me había vaciado por completo.

—A menudo me he hecho la misma pregunta. ¿Qué nos empuja? Comprendo que usted esté sorprendida. Yo lo estaría.

—¿De verdad me comprende? —salté todavía apurada por haber hablado demasiado.

—Kiki, Treize y… Alice. La desaparecida Alice. Un día se esfumó y no se supo más de ella, se evaporó de la vida de este París.

El silencio nos envolvió a los dos y nos quedamos mirando las fotografías. Comprendí que Ardisson era el hombre adecuado. Estaba absorto ante mi galería de imágenes, impresionado. No era necesario que yo hablara… No debía hacerlo. Él tampoco lo hizo durante un buen rato. Lo que debía era encontrar respuestas y escucharle. Recorrió con los ojos todos los detalles, las poses y esa sonrisa indefinible de ella. La mirada del periodista se quedó perdida en un punto infinito.

—Veamos… Estas fotografías son de Man Ray y esta mujer es la borrada Alice.

—¿Qué quiere decir, señor Ardisson?

Habló muy lentamente.

—Para eso debo hablarle de Montparnasse —me contestó—. El centro del mundo —se corrigió—. Acompáñeme a la calle, va a entender la fuerza de esta mujer.

Ardisson cogió su paraguas y me invitó a bajar a la calle.

—Este París que tanto les gusta siempre está lluvioso, siempre está gris —dijo mientras daba dos vueltas de llave a la cerradura asegurándose después con un puntapié en el bajo de la puerta.

Me apreté a él para dejarme llevar por el bulevar protegidos del chaparrón que empezó a caer sobre nosotros. Las niñas rubias del otro día salieron disparadas a buscar cobijo metiéndose de portal en portal. Me miraron molestas. Yo me sentí extraña por ir del brazo de un hombre que acababa de conocer y que al mismo tiempo que me incomodaba me reconfortaba porque parecía ser la puerta a mis interrogantes. Tan solo cuando nos aproximamos al cruce de calles de las terrazas dejó de llover y pude comprender el porqué de la opulencia y misterio de esta zona de París.

A un lado estaba Le Dôme y al otro La Rotonde.

Me invitó a mirar la carta.

—Fíjese bien.

Me quedé mirando los postres, los helados, las tartas…

—¿Se ha dado cuenta?

—No sé a qué se refiere…

—En París, en aquel París, la vida giraba en torno a los pintores, las modelos, los escultores, los artistas y a una época en la que la vida era en sí misma un monumento. Montparnasse se enriqueció, se volvió próspero, bien iluminado, y bailado, y molido, y exprimido…, hasta se vendía caviar en Le Dôme. El mismo Hemingway lo vivió y lo contó así. Pero yo me refiero a los días previos, al de cafés y restaurantes, al Montparnasse público de casas, estudios, habitaciones de hotel donde se trabajaba sin llegar nunca a abrir las ventanas, donde olía a sexo y a pintura al mismo tiempo. Unos trabajaban y otros holgazaneaban a media mañana en esta calle, a media tarde, a medianoche… A todas horas corría el vino, los pintores, la soledad, los dramas, los éxitos. Lo mismo conversaban sobre cualquier trivialidad y bebían algo que organizaban el mundo entre mujeres bellísimas como las de las fotos. Ellas eran las dueñas de sus destinos. Una de ellas, Kiki, reinó en aquellos días de esas fotos con mucha más fuerza de la que nunca fue capaz la reina Victoria a lo largo de toda su existencia.

—Aquí lo pone —por fin me había dado cuenta—. Copa Kiki de Montparnasse, copa Picasso, ¡copa Modigliani!


Voilà!
Le Dôme era el centro del mundo. Aquí donde nos hemos sentado se reunían todos. Era la esquina con más vida de París.

Seguí mirando el menú de la carta.

—Y… ¿Alice? —pregunté.

CAPÍTULO 15

Aquella mañana, posterior a la sensación de haberme prostituido por unos francos, Kisling me abrazó cuando llegué al taller y me dejé estrujar entre sus fuertes brazos. Estaba exultante. Mucho más que de costumbre. Era un pintor inteligente y vanidoso, pero ese día era la personificación del endiosamiento. Sabía que ganaba todas las partidas y no conocía el rechazo. Debo reconocer que yo estaba dispuesta a dejarme llevar por este nuevo capítulo de mi vida, en dos semanas me había arrancado la ropa primero y la piel después. Orgulloso de sí mismo, pidió aplausos para la obra que acababa de terminar. Yo.

—¡Alice, debería estar orgullosa de su cuerpo! —sus dedos manchados de pintura dibujaron en el aire una señal de victoria—. ¡Su cuerpo! ¡Su belleza! ¡Su esplendor! Todo París lo va a poder ver y deleitarse en la exposición de diciembre. Escúcheme, todos sus posados van a ser expuestos en una gran sala. La mejor.

Aguanté la respiración. Él me miró satisfecho y se contuvo de besarme porque estaban los estudiantes. Mi retrato de cuerpo entero iba a ser la estrella de su nueva colección. Todos empezaron a aplaudir y yo aguanté en el pedestal desnuda y temblorosa mientras se acercaban a mí y exageraban las felicitaciones al maestro y a mi físico. Kisling estaba excitado, tiró las sillas al suelo y ordenó salir a todos en dirección a Le Dôme para ahogarnos en alcohol. En sus manos tenía la carta que le notificaba que sus obras estarían en la galería de Taitbout.

Pidió champán para todos. No es que me sorprendiera su sabor y sus burbujas, no lo había probado en la vida, era esa nueva diversión la que me tenía flotando. Además, debía reconocer que Kisling me gustaba más de lo que pensaba. No me importaba repetir con él y permitirme otros lujos que no había conocido. París era distinto. Cuando abrimos la segunda botella apareció Kiki con su perro, contoneando la cadera y pavoneándose de su última conquista. «A este París le faltaba una mujer como tú», dijo nada más verme. Me cogió del brazo y me paseó hasta el baño con la excusa de moverse entre las sillas de los caballeros que poblaban la terraza.

—Queridísima, he visto la cara de Kisling. Entiendo todo lo que decía de ti, eres más bella de lo que había dicho. Y por lo que intuyo, sé que nos vamos a llevar bien. Se le notaba en los ojos que has hecho algo más que posar para él. Y tú, no me mientas. He visto cómo te miraba —dijo Kiki mientras sonreía a todos y cada uno de los hombres. Se dejaba pellizcar y piropear. En un momento dado paró en medio de la sala ante uno de ellos y soltó provocadora:

—Este cuerpo son demasiados francos para ti —yo estaba sorprendida.

Todo el mundo estaba borracho, hacían fotos, fumaban y se subían a las mesas para bailar. Aquello era distinto, no había reglas y me di cuenta de que la gente realmente disfrutaba de la vida sin miramientos. No olían a leña, los trajes estaban planchados y no les importaba mancharse de licor con los brindis. Qué lejos quedaba mi casa a solo unas calles de allí. Nunca había estado tan lejos de mi vida y sin embargo tan cerca. Cómo era posible que mientras moríamos de frío, masticábamos lentamente la cebolla o poníamos patatas entre las brasas de la chimenea, aquí se quitaran las chaquetas por el calor que producía el vino que salía sin parar en dirección a las mesas. El silencio de aquellas, mis calles, era el del gris y el ceniza del humo de las chimeneas, aquí todo tenía otro color. Hombres con botines blancos, corbatas de rayas anudadas perfectamente, pelos peinados hacia atrás con colonias caras, mujeres con tacones, collares de perlas de dos vueltas, vestidas con brillos y escotes ajenos al frío de París. Joyas en la solapa, alfileres prendidos del abrigo, vistosos pañuelos anudados con descuido, pulseras que subían hasta el codo, blusas sedosas que al resbalarse voluntariamente descubrían hombros delicados mientras meneaban los bolsos que al agarrarlos en la cadera sonaban tintineando como pequeñas lámparas de chandelier. Todo era sonido. Los brindis, la música, los tacones, las copas, los collares, las sillas al juntarse. Hablar y conocerse unos a otros era lo principal, me tenían desconcertada. Debía de tener cara de espantada ante tanta sorpresa. Kiki era el centro de la fiesta y me presentaba a todos para que yo también lo fuera. No tenía más opción que sonreír y extender mi mano como una recién llegada a la vida. Ella rompía todos los convencionalismos sociales.

—Kiki, ¡enseña los pechos! —gritaban.

Y Kiki, sin importarle un pimiento el qué dirán, se bajaba el escote y mostraba los senos en medio de Le Dôme. ¡En plena terraza! Todos aplaudían y coreaban su nombre y el de su perro Peki, que lamía su clavícula mientras lo paseaba apretado contra su pecho. La vida acababa de empezar para mí. Tardó dos minutos en darme la información necesaria: Kisling estaba casado.

—Sonríe y disfruta, dis-fru-ta —dijo imitando al pintor.

—Pero si… —me corté.

—Sí, con Renée Gros, una alumna de la Academia Ranson, pero todo el mundo sabe que es un matrimonio extrañísimo; son buenos amigos, les gusta el arte, juegan con la vida —contestó.

—… bueno, veo que esto es muy diferente.

—Y tan diferente —rio Kiki.

—No sé qué decir.

—No digas nada. De los pintores qué puedes esperar, sexo, cuadros, no te hagas ilusiones. Son así. Disfrútalos. Tú posas, ellos miran. Su mujer es una rara.

—¿Rara?

—La primera que usó pantalones y llevó el pelo corto. Los dos parecen gemelos en lugar de marido y mujer. Raros. Se conocieron en una redada policial, qué puedes esperar. Y el padre de ella es general, cuando se enteró de que su hija estaba con un seductor que se dedica a la pintura, casi la mata.

Yo empecé a pensar que me había entregado en vano.

—Se enamoraron y se casaron. La verdad es que la fiesta fue una locura, acabamos todos por los prostíbulos de Saint-Germain —añadió como si fuera lo más normal.

Kiki y yo nos sentamos en las sillas que nos habían dispuesto junto a las mejores mesas del bar. Escuchaba el rugir de los motores que paraban en el bulevar y descargaban más gente vestida a la moda. Es posible que fuera gente conocida porque todos los invitaban a sentarse con ellos. Para mí era todo tan nuevo que los saludaba con la mano sin levantarme de mi sitio, avergonzada de ser la única que no conocía los nombres de nadie. «Modi, Dardel, venid hacia aquí, sentaos con nosotros». Kisling soltaba carcajadas, levantándose, invitándoles a hacer corrillo, y sacudiéndose los pantalones volvía a sentarse y a pedir otro brindis con el champán. Venía, se iba, bebía y saludaba a todos. Yo le miraba, invisible entre la multitud que coreaba su nombre y aplaudía sus obras. Sus amigos eran más guapos que él, sobre todo el tal Nils Dardel, que abrochaba su impoluto cuello de camisa blanco con una aguja de perlitas y llevaba el pelo bien tieso con brillantina. El otro, Modi, tenía el pelo negro despeinado, unos ojos oscuros ardientes, un cutis curtido por la intemperie, con manchas de pintura, fumaba sin parar y bebía a tragos de una botella de ron, «para la tos», decía.

—Siempre está borracho. Se pasa el día bebiendo, y eso que tiene una salud delicadísima, o será todo a la vez. Pero es tan guapo… —me contaba Kiki—. Probablemente el más guapo de París y el más canalla, sus borracheras son antológicas. No tiene límite, bebe, bebe, bebe. Y pinta, pinta, pinta. Lo único que quiere es pasarlo bien y vender sus cuadros a los millonarios de la Costa Azul.

—¿Es conocido? —pregunté.

Me miró como si estuviera tonta.

—Te gusta, ¿eh? Te lo noto.

Kiki rio a carcajadas para burlarse de mi timidez. Le tapé la boca con mi mano para que dejara de escandalizar. Temía que fuera a dejarme en evidencia. Abrió su bolso y sacó todas sus cosas sobre la mesa, expandió mil trastitos, casi todo maquillajes, y volvió a pintarse los labios utilizando como espejo una botella de las de la mesa. Mientras se miraba lujuriosa, vio el reflejo de Nils Dardel en el cristal. El otro guapo.

—El relamido Nils está casado con Thora, la del pañuelo en la cabeza que va tan tapada. Es maravillosa.

Me pasó el carmín y me puse un poco de color.

—Y Modi está como una cabra, me fascina. A ti también, ¿verdad?

Kisling no dejaba de mirarme. Allí estaba su mujer, allí estaba yo. Intenté camuflar el latir de mi corazón entre ese otro rugir de los coches que estacionaban en la puerta.

—¿Cómo estás, pequeña buganvilla? —dijo Modi sin soltar la botella y dirigiéndose a mi nueva amiga.

—Esperando posar para ti —respondió Kiki, lasciva.

—Me gustan las mujeres como tú, sin pelo.

La botella de ron corrió su última suerte y la estampó contra la farola. «¡Viva!», gritó. Me asusté ante la incontinencia de desorden. Aquello era una fiesta desvergonzada y loca. Todos armaban mucho escándalo y aireaban a los cuatro vientos sus aventuras. Los treinta céntimos que me costaba la sopa en Chez Rosalie era basura con lo que allí se estaba gastando, todo era un desenfreno fuera de la ley que les hacía vivir en medio de una fiesta eterna. Ni límites ni pudor.

—Hoy me han dado un buen revolcón, ha sido con el primer café de la mañana —dijo Kiki.

—Te escuchan todos —dije.

—Querida, ¡qué más da! La mitad conocen mis pechos y han probado mi sexo.

—¿Sí?

—A estos hombres los pierden las mujeres.

—Tiene tanta razón —nos dijo Thora, que se había acercado—. ¡Hola a las dos! Es lo único que los mueve. Y de Kiki no te extrañe nada. A veces recogía dinero por las mesas mostrando sus pechos o levantándose la falda. ¿Por cuánto?

—Por uno o dos francos.

—Pero no te creas que es solo una coqueta con los parroquianos, cuando se enfurece es impredecible. En cierta ocasión, en el bar Strix, se le acercó un hombre y le metió la mano en el pecho de un modo absolutamente grosero.

—Me puse a pegarle como una loca.

—Se volvió violenta. Y ellos lo saben.

—Yo decido quién me toca. ¡Habrase visto!

—… Y le persiguió como una loca por toda la calle, y quizá las cosas hubieran sido peor si no llega a ser por el barman.

—Le recuerdo, un sueco alto y fornido que me agarró por detrás, me levantó en el aire y me llevó dentro.

—Tal cual. Esta mujer es un maravilloso animal. Te vas a divertir con ella.

Me relajó ver que a Thora las cosas también le habían sorprendido como me estaba asombrando a mí tanta naturalidad.

—Chicas, no paréis de beber. Pedimos otra —bromeó Kisling sonriendo desde la otra mesa—. Todo para esas mujeres, las mejores modelos de París.

Kiki me confesó que no tenía pelo «allí», en el sexo. Y que eso les tenía locos a los pintores. Enrojecí como las tulipas escarlatas de las lámparas que acababan de encenderse en Le Dôme. El salón estaba abarrotado, húmedo y caluroso por el sofoco de los cuerpos apiñados y el humo de los fumadores que encendían cigarrillos sin parar. Me había puesto un vestido con algo de escote, mi vestido verde de media manga hecho por mí, lazada en el pecho y zapatos de hebilla. Kiki estaba elegantísima con su tocado, su traje de brillos y los tacones con los que se deslizaba entre la gente. A mí me habrían hecho perder el equilibrio.

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