Authors: Charles Portis
—Vaya, Bob, creí que lo que más te interesaba era ahorrar tiempo.
—No tardaremos mucho. Me sentiré más a gusto.
—Muy bien, entonces. No tengo nada en contra. Quiero que estés a gusto.
Metió la mano en una de las bolsas, sacó cuatro fajos de billetes y los tiró a Greaser Bob.
—¿Qué te parece?
El mexicano preguntó:
—¿No los cuentas?
—No vamos a pelearnos por un dólar o dos. —Luego entregó un fajo a Harold Permalee y un solo billete de cincuenta a Farrell. Los hermanos exclamaron «¡Yuuuju! ¡Yuuuju!». Yo me pregunté por qué no exigían más, teniendo en cuenta la suma total conseguida en el robo, pero supuse que habían acordado previamente un precio fijo por sus servicios. También supuse que lo más probable era que desconocieran casi por completo el valor del dinero.
Lucky Ned Pepper volvió a asegurar las bolsas en su silla. Explicó:
—Tu parte la guardaré yo, Tom. Te pagaré esta noche en Oíd Place.
Chaney murmuró: —Nada me sale bien.
—¿Y qué hay de la saca del correo certificado? —preguntó Greaser Bob.
—¿Qué pasa con ella? —dijo Lucky Ned Pepper—. ¿Es que esperas carta, Bob?
—Si ahí dentro hay dinero, podemos cogerlo ahora. Me parece tonto andar con la saca por ahí como prueba acusatoria.
—¿Aún no te sientes a gusto?
—Estás haciendo una montaña de mis palabras, Ned. Lucky Ned Pepper meditó unos momentos. Al fin dijo:
—Bueno, quizá tengas razón. —Volvió a soltar las bolsas. Extrajo una saca y la cortó con un cuchillo Barlow. Luego vació su contenido en el suelo. Sonrió y dijo—: ¡Regalos! —Naturalmente, eso era lo que los niños se gritaban entre sí en la mañana de Navidad, consistiendo el juego en ser el primero en decirlo. Hasta aquel momento yo no había creído que aquel desfigurado ladrón hubiese sido nunca niño. Supongo que fue cruel con los gatos y, en la iglesia, cuando no estaba dormido, haría ruidos desagradables. En el momento en que necesitó una mano firme que lo guiase, no la tuvo. ¡Una vieja historia!
En la saca había seis o siete cartas. Algunas personales, una de ellas con veinte dólares dentro, y varios documentos legales, contratos y cosas así. Lucky Ned Pepper les echó un vistazo y luego los tiró a un lado. Un abultado paquete gris atado con cordel contenía un fajo de pagarés de ciento veinte dólares del Banco Comercial Whelper, en Denison, Texas. En otro sobre había un cheque.
Lucky Ned Pepper lo estudió todo y luego me preguntó:
—¿Sabes leer?
—Y muy bien —contesté.
Me tendió el cheque.
—¿Tiene esto algún valor para mí?
Era un talón bancario por dos mil setecientos cincuenta dólares extendido por la Asociación de Granjeros de Topeka, Kansas, a favor de un hombre llamado Marshall Purvis. Expliqué:
—Es un talón bancario por dos mil setecientos cincuenta dólares extendido por la Asociación de Granjeros de Topeka, Kansas, a favor de un hombre llamado Marshall Purvis.
—Ya veo la cantidad —dijo el bandido—. ¿Tiene algún valor?
—Tiene valor si el banco es bueno —repliqué—. Pero debe ser endosado por el tal Purvis. El banco garantiza que los que extienden el cheque son solventes.
—¿Y qué hay de estos pagarés?
Los examiné. Eran nuevos. Dije:
—No están firmados, y así no tienen ningún valor.
—¿No puedes firmarlos tú?
—Debe firmarlos Mr. Whelper, el presidente del banco.
—¿Tan difícil de escribir es ese nombre?
—Es un nombre poco corriente, pero no es difícil de escribir. El nombre está impreso aquí mismo. Esta es su firma; la firma impresa de Monroe G. B. Whelper, el presidente del Banco Comercial Whelper, de Denison, Texas. La firma que se ponga aquí debe ser igual a la impresa.
—Quiero que firmes los pagarés. Y también el cheque.
Naturalmente, yo no deseaba utilizar mi educación en beneficio de aquel bandido; por eso vacilé. El me amenazó:
—Si no, te arrancaré las orejas.
—No tengo nada con que escribir —dije.
Sacó un cartucho de su cinturón canana y volvió a abrir su cuchillo Barlow.
—Esto valdrá —dijo—. Quitaré la bala.
Greaser Bob intervino:
—Ya nos ocuparemos de eso más tarde, Ned. No hay prisa.
—Lo haremos ahora —replicó el jefe de los bandidos—. Tú eras el que quería mirar el correo. Estos papeles, con solo escribir un poco, valdrán más de cuatro mil dólares. La chica sabe escribir. Harold, ve a donde echamos la basura y búscame una buena pluma de pavo que esté seca; una grande, de las de la cola.
Luego sacó la bala del cartucho con los dientes y vertió la pólvora negra en la palma de la mano. Escupió y revolvió la glutinosa mezcla con un dedo.
Harold Permalee volvió trayendo un puñado de plumas, y Lucky Ned Pepper escogió una, le cortó la punta con el cuchillo y hurgó un poco en el agujero. Humedeció el plumín en la tinta y escribió ned en su muñeca con caligrafía infantil.
—Ahí tienes. Es mi nombre. ¿No? —dijo.
—Sí, pone Ned —asentí.
Me tendió la pluma.
—Pues manos a la obra.
Una roca plana con uno de los contratos extendidos sobre ella sirvió de escritorio. Yo no soy de las que hacen un trabajo chapucero cuando se trata de escribir, y me esforcé en imitar lo mejor posible la firma de Mr. Whelper. Sin embargo, la improvisada pluma y la tinta no eran satisfactorias. La escritura salió vacilante y desigual. Parecía haber sido hecha con la punta de un palo. Mi pensamiento fue: «¿Quién va a creerse que Mr. Whelper firma sus pagarés con un palo?».
Pero aquel jefe de bandidos analfabeto no conocía el mundo de la banca más que por las ocasionales ojeadas que le había dado por encima de la mira de un arma, y se sintió satisfecho de mi trabajo. Firmé y firmé, utilizando la palma de su mano como tintero. Resultó muy fatigoso. En cuanto acababa con un pagaré, él lo cogía y me pasaba otro.
—Son tan buenos como el oro, Bob —dijo Lucky Ned Pepper—. Los cambiaré en Colbert's.
Greaser Bob no estuvo de acuerdo.
—Ningún papel es tan bueno como el oro. Estoy convencido.
—¿Qué sabe de eso un cochino mexicano? —Cada hombre tiene sus principios. Dile a la chica que se apresure.
Cuando la delictiva tarea hubo finalizado, Lucky Ned Pepper metió los pagarés y el cheque en el sobre gris, lo guardó en una de las carteras de su silla de montar y dijo:
—Tom, nos veremos esta noche. Procura hacerte amigo de la chica. Carroll no tardará en llegar.
Luego abandonaron el lugar, no montados en sus caballos, sino llevándolos de las riendas, puesto que la ladera era muy empinada y llena de arbustos.
¡Me encontraba a solas con Tom Chaney!
El hombre se sentó frente a mí, al otro lado del fuego, con mi pistola en su cinturón y el rifle Henry sobre las piernas. Su rostro era una torva máscara. Yo aticé un poco el fuego y luego dispuse unos cuantos tizones en torno a uno de los potes de agua caliente.
Chaney, que me observaba, preguntó:
—¿Qué haces?
—Voy a calentar un poco de agua para quitarme este tizne de las manos.
—Un poco de mierda no te hará daño.
—Sí, de eso estoy segura, porque si no, tú y tus compadres ya estaríais todos muertos. Ya sé que no me matará, pero prefiero quitarme el tizne.
—No me provoques, porque te expones a ir a parar de cabeza a ese agujero.
—Lucky Ned Pepper te ha advertido que, si me molestas de alguna forma, no te pagará. Y hablaba en serio.
—Mucho me temo que no tiene ni la más mínima intención de pagarme. Creo que me ha dejado a sabiendas de que es casi seguro que me atrapen en cuanto me marche a pie.
—Prometió esperarte en Oíd Place.
—Cállate. Ahora debo pensar en mi situación y en cómo salir de ella.
—Y mi situación, ¿qué? Al menos tú no has sido abandonado por un hombre que se comprometió, previo pago, a protegerte.
—¡No eres más que una metomentodo! ¿Qué va a saber una cría de lo que son problemas y líos? Y ahora estáte calladita mientras pienso.
—¿Piensas en Oíd Place?
—No, no pienso en Oíd Place. Ni Carroll Permalee ni nadie va a venir a traerme un caballo. No van a ir a Oíd Place. No se me engaña tan fácilmente como algunas personas creen.
Se me ocurrió preguntarle por la otra pieza de oro, pero luego me contuve, temerosa de que pudiera obligarme a darle la que yo había recuperado. Pregunté:
—¿Qué has hecho con la yegua de papá?
Él no respondió.
—Si me dejas ir ahora, yo, durante dos días, no diré a nadie tu paradero —ofrecí.
—Se me ocurre algo mejor —replicó él—. Puedo hacer que nunca hables con nadie. No pienso repetirte que mantengas cerrada la boca.
El agua ya no hervía, pero comenzaba a echar vapor, así que cogí el pote con un trapo y arrojé el contenido al rostro de Chaney. Luego me puse en pie y eché a correr, en desesperada huida. Aunque cogido por sorpresa, el hombre consiguió protegerse con las manos. Lanzó un aullido e inmediatamente emprendió mi persecución. Mi desesperado plan consistía en llegar hasta los árboles. Una vez entre ellos tal vez me fuera posible despistarlo y perderlo yendo en zigzag por entre la vegetación.
¡No iba a conseguirlo! En el momento en que llegaba al borde de la explanada rocosa, Chaney me agarró por el chaquetón y me detuvo. Mi pensamiento fue: «¡Ahora sí que ha llegado mi fin!». Chaney me estaba maldiciendo y me golpeó en la cabeza con el cañón del revólver. El golpe me hizo ver las estrellas y creí que me había pegado un tiro, puesto que no conocía la sensación que produce una bala al alcanzarle a uno en la cabeza. Mis pensamientos volaron a mi pacífico hogar de Arkansas, y a mi pobre madre, a quien la noticia postraría. Primero su marido y ahora su hija mayor, ambos muertos en el plazo de dos semanas, asesinados por la misma mano criminal. Esa dirección tomaron mis pensamientos.
De pronto una voz familiar, que pronunciaba autoritariamente estas palabras:
—¡Manos arriba, Chelmsford! ¡Rápido! ¡No tienes nada que hacer ya! ¡Y mucho ojo con ese revólver!
¡Era LaBoeuf, el texano! Había vuelto dando un rodeo por detrás y, según supuse, a pie, puesto que estaba jadeando. Se encontraba a menos de diez metros, con su fusil apuntando a Chaney.
Chaney soltó mi chaquetón y dejó caer la pistola. —Todo se pone contra mí —murmuró. Yo recogí el revólver y LaBoeuf me preguntó: —¿Estás herida, Mattie?
—Tengo un doloroso chichón en la cabeza —repliqué. Luego el texano dijo a Chaney: —¿Tú por qué estás sangrando?
—Esta chica, que me pegó un tiro en las costillas —replicó el hombre—. Ya ha vuelto a abrírseme la herida.
—¿Dónde está Rooster? —pregunté.
—Está abajo, vigilando. Vayamos a un sitio desde donde podamos ver. ¡Ojo con lo que haces, Chelmsford!
Nos dirigimos a la esquina noroeste de la explanada rocosa, eludiendo la grieta que Chaney había mencionado en sus feas amenazas.
—Mucho cuidado —previne al texano—. Tom Chaney dice que ahí abajo hay serpientes venenosas durmiendo su sueño invernal.
Desde el extremo de la plataforma se divisaba una amplia perspectiva. La arbolada ladera descendía bruscamente por debajo de nosotros y conducía a un amplio y despejado prado en cuyo otro extremo el terreno volvía a descender en una última ladera por la que se salía de las montañas Winding Stair.
En cuando nos situamos en aquel punto de observación fuimos recompensados por la visión de Lucky Ned Pepper y los otros tres bandidos saliendo al prado por entre los árboles. Una vez fuera del bosque montaron en sus caballos y los dirigieron hacia el oeste, en dirección contraria de donde nosotros nos encontrábamos. Cuando apenas habían recorrido unos metros, un jinete salió de entre los arbustos del extremo oeste del prado. El caballo iba al paso y el que lo montaba lo condujo hasta el centro del espacio abierto, donde lo detuvo. Su intención parecía ser la de bloquear a los cuatro desesperados.
Sí, era Rooster Cogburn. Los bandidos se detuvieron frente a él a una distancia de setenta u ochenta metros. Rooster empuñaba con la mano derecha uno de sus revólveres y con la izquierda sostenía las riendas. Preguntó:
—¿Dónde está la chica, Ned?
Lucky Ned Pepper contestó:
—¡La última vez que la vi estaba perfectamente! ¡Ahora, no respondo de ella!
—Pues tendrás que responder. ¿Dónde está?
LaBoeuf se puso en pie y, haciendo bocina con las manos, gritó:
—¡Está perfectamente, Cogburn! ¡Y tengo a Chelmsford!
Yo confirmé la noticia gritando:
—¡No me ha pasado nada, Rooster! ¡Tenemos a Chaney! ¡Salga de ahí!
Los bandidos se volvieron a mirarnos, y es indudable que les desconcertó el interesante cambio de situación. Rooster no nos contestó, ni mostró intención alguna de salir de allí.
Lucky Ned Pepper dijo:
—Bueno, Rooster, ¿vas a apartarte? ¡Tenemos prisa! Rooster contestó:
—¡Harold, tú y tus hermanos, apartaos! ¡Hoy no tengo interés en agarraros! ¡Si os quitáis de en medio no os pasará nada!
La respuesta de Harold Permalee fue cantar como un gallo, y el quiquiriquí hizo que su hermano Parrell estallase en sonoras carcajadas.
Lucky Ned Pepper preguntó:
—¿Qué pretendes? ¿Crees que un hombre solo puede dar cuenta de cuatro?
—¡Pretendo matarte dentro de un minuto, Ned, o, si no, verte ahorcado en Port Smith cuando al Juez Parker le venga bien! ¿Qué prefieres?
Lucky Ned Pepper se echó a reír.
—¡Eso me parece mucho hablar para un tipo tuerto y gordo!
—¡Saca la pistola, hijo de puta! —gritó Rooster, y luego agarró las riendas con los dientes y desenfundó el otro revólver de la silla, clavó sus espuelas en los flancos de Bo, su fuerte caballo, y cargó directamente contra los bandidos. Aquello fue algo digno de verse. Sostenía los revólveres a ambos lados de la cabeza de su galopante caballo. Los cuatro bandidos aceptaron el reto y, empuñando las armas de modo similar, espolearon a sus ponis hacia delante.
Aquel fue todo un acto de intrepidez por parte de un comisario de cuya hombría y agallas yo había dudado. ¿ Que no tenía agallas? ¿Rooster Cogburn? ¡No pocas!
Instintivamente, LaBoeuf se echó el rifle a la cara, pero luego lo bajó sin disparar. Yo le tiré del chaquetón, diciendo:
—¡Dispáreles!
El texano replicó:
—Están muy lejos y se mueven demasiado deprisa.