Veinte años después (57 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—No está mal contestado —dijo Gondi riéndose—; pero ya sabéis que a pesar de mi carrera siempre he tenido aficiones belicosas.

—Pues bien, señor, antes de ser confitero, fui yo sargento tres años en el regimiento del Piamonte, y antes de ser sargento fui unos dieciocho meses lacayo del señor D’Artagnan.

—¿El teniente de mosqueteros?

—El mismo.

—Cuentan que es cardenalista furioso.

—¡Pche! —dijo Planchet.

—¿Qué?

—Nada, señor; el señor D’Artagnan pertenece al ejército y tiene por profesión defender a Mazarino que le paga, así como nosotros tenemos la de atajar a Mazarino, que nos roba.

—Sois hombre de talento, amigo; ¿se puede contar con vos?

—Creía que el señor cura os había respondido de mí.

—En efecto; pero quiero oírlo de vuestros labios.

—Podéis contar conmigo siempre que se trate de armar jarana.

—Pues de esto se trata. ¿Cuántos hombres creéis poder reunir esta noche?

—Doscientos mosquetes y quinientas alabardas.

—Como se halle en cada barrio uno que ofrezca otro tanto, tendremos mañana un ejército respetable.

—Sí, señor.

—¿Estáis, pues, decidido a obedecer al conde de Rochefort?

—Le seguiré hasta el mismo infierno, y no es poco decir, porque le considero capaz de bajar a él.

—¡Bravo!

—¿Por qué señal podrán distinguirse mañana los amigos de los contrarios?

—Todo frondista puede ponerse un lazo amarillo en el sombrero.

—Bien, decidme la consigna.

—¿Os precisa dinero?

—Nunca estorba, monseñor: si no le hay nos pasaremos sin él; si le hay marcharán las cosas mejor y más de prisa.

Gondi se acercó a un arca y tomó un saco.

—Aquí hay quinientos doblones, y si las cosas toman buen aspecto, contad para mañana con otra cantidad igual.

—Daré exacta cuenta de esta cantidad a monseñor —dijo Planchet poniéndose el saco debajo del brazo.

—Perfectamente; os recomiendo al cardenal.

—Perded cuidado.

Marchóse Planchet, y el cura preguntó quedándose algo atrás:

—¿Estáis contento, señor?

—Sí, parece hombre resuelto.

—Hará más de lo que promete.

—Entonces es una maravilla.

Con esto se reunió el sacerdote a Planchet, que le esperaba en la escalera.

Diez minutos después anunciaron al cura de San Sulpicio.

En cuanto se abrió la puerta del gabinete de Gondi, precipitóse en él un hombre, era el conde de Rochefort.

—Bien venido, querido conde —dijo Gondi dándole la mano.

—¿Conque por fin estáis decidido? —preguntó Rochefort.

—Siempre lo he estado.

—Os creo, puesto que lo decís, no se hable más de ello. Daremos una solemne fiesta a Mazarino.

—Creo que sí.

—¿Cuándo empezará el baile?

—Se ha convidado para esta noche —dijo el coadjutor—; mas los violines no tocarán hasta mañana.

—Podéis contar conmigo y con cincuenta soldados que me ha prometido el caballero de Humieres, por si hay necesidad.

—¿Cincuenta soldados?

—Sí, está reuniendo reclutas, y me los presta; si se descabalan se los completaré cuando concluya la función.

—Muy bien, amigo Rochefort; pero no es eso todo.

—¿Pues qué falta? —preguntó el conde sonriendo.

—¿Qué habéis hecho del señor de Beaufort?

—Se encuentra en Vendomois esperando que le escriba que vuelva a París.

—Escribidle.

—¿Conque estáis seguro del negocio?

—Sí, pero ha de darse prisa, porque apenas se levante el pueblo de París, se nos echarán encima diez príncipes, lo menos, para ponerse a la cabeza, y si tarda encontrará el puesto ocupado.

—¿Podré darle el aviso de vuestra parte?

—Cuando gustéis.

—¿Y decirle que cuente con vos?

—Sí tal.

—¿Le dejaréis disponer del poder?

—En los asuntos de guerra; respecto a la política…

—Ya sabéis que no es su fuerte.

—Quiero que me deje negociar el capelo a mi manera.

—¿Todavía persistís en eso?

—Ya que me obligan a llevar sombrero de una forma que no me gusta —dijo Gondi—, quiero al menos que sea encarnado.

—De gustos no hay nada escrito, y de colores tampoco —dijo Rochefort riéndose—; respondo de su consentimiento.

—¿Le escribiréis esta noche?

—Haré más: le enviaré un emisario.

—¿Cuántos días podrá tardar en regresar?

—Cinco.

—Que venga y encontrará las cosas muy cambiadas.

—Así lo deseo.

—Y yo lo aseguro.

—De modo que…

—Id a reunir esos doscientos hombres y estad listo.

—¿Para qué?

—Para todo.

—¿Hay alguna señal para conocerse?

—Un lazo amarillo puesto en el sombrero.

—Bien está; adiós, señor.

—Adiós, conde.

—Señor Mazarino, señor Mazarino —murmuró Rochefort llevándose al cura, que no había tenido ocasión de decir una sola palabra durante el diálogo—, veremos si soy anciano.

Eran las nueve y media y se necesitaba media hora para ir desde el arzobispado hasta la torre de Saint-Jacques-la-Boucherie.

El coadjutor notó que había luz en una de las ventanas.

—¡Bueno! —dijo para sí—. El síndico está en su puesto.

Llamó a la puerta, abrieron y el vicario, que le estaba aguardando, le condujo con una luz en la mano hasta la puerta superior de la torre, luego que llegaron arriba, enseñó el coadjutor una puerta pequeña, dejó la luz en un rincón de donde la pudiese tomar éste al salir y se marchó.

A pesar de que la puerta tenía puesta la llave, el coadjutor llamó.

—Adelante —dijo una voz que el señor de Gondi reconoció por la del mendigo.

Era en efecto el repartidor de agua bendita del atrio de San Eustaquio, el cual le estaba esperando en un jergón.

Al ver entrar al coadjutor se incorporó.

Dieron las diez.

—¿Qué tal? —preguntó Gondi—. ¿Has cumplido tu palabra?

—No exactamente —contestó el mendigo.

—¿Cómo?

—¿Me pedisteis quinientos hombres?

—Cierto.

—Pues os doy dos mil.

—¿Es fanfarronada?

—¿Deseáis una prueba?

—Sí.

Había encendidas tres velas en otras tantas ventanas que daban a la Cité, al Palacio Real, y a la calle de San Dionisio.

El pobre, sin hablar una palabra, las apagó sucesivamente.

Quedó el coadjutor en medio de una densa oscuridad, interrumpida sólo por los inciertos rayos de la luna, perdida entre negros nubarrones, cuyas extremidades matizaba de plata.

—¿Qué has hecho? —dijo el coadjutor.

—Dar la señal.

—¿De qué?

—De las barricadas.

—¡Qué dices!

—Cuando salgáis de aquí veréis a mi gente trabajando. Id con cuidado para no romperos una pierna tropezando en alguna cadena o cayéndoos en alguna excavación.

—Bien. Aquí tienes tu dinero en cantidad igual a la que ya has recibido. Y acuérdate de que eres jefe, y no vayas a beber.

—Hace veinte años que no bebo más que agua.

Diciendo esto tomó el saco de manos del coadjutor, el cual oyó el ruido que hacían sus manos reconociendo y tocando las monedas de oro.

—¡Cáscaras! —dijo Gondi—. ¿Conque eres codicioso, buena pieza?

El mendigo dio un suspiro y apartó el saco, exclamando:

—¡Que no he de cambiar, que no he de perder mis antiguos instintos! ¡Oh miseria, oh vanidad!

—Por sí o por no, tomas el dinero.

—Sí, pero hago voto de gastar lo que me sobre en objetos religiosos.

Su rostro, al hablar así, estaba pálido y contraído como el de una persona que acababa de sufrir un combate ulterior.

—¡Qué hombre tan extraño! —murmuró Gondi. Y cogió su sombrero para marcharse, pero al volverse vio al mendigo colocado entre su persona y la puerta.

La primera idea de Gondi fue la de que aquel hombre quería causarle algún daño, pero, por el contrario, le vio juntar las manos y caer de rodillas diciendo:

—Señor, antes de separarnos os ruego me deis vuestra bendición.

—¡Señor! —respondió Gondi—. Sin duda me equivocas con otro, amigo.

—No, señor, no os equivoco con nadie, os tomo por quien sois, por el coadjutor; os reconocí a la primera ojeada.

Sonrióse Gondi y dijo:

—¿Y deseas mi bendición?

—Sí, la necesito.

Pronunció el mendigo estas palabras con un tono de humildad tan grande y de arrepentimiento tan profundo, que Gondi tendió las manos hacia él y le bendijo.

—Desde ahora —dijo el coadjutor—, debemos considerarnos unidos. Habiendo recibido mi bendición eres sagrado para mí, así como yo debo de serlo para ti. Vamos a ver, ¿has cometido algún crimen que merezca la persecución de la justicia humana y de que yo pueda excusarte?

El mendigo movió la cabeza.

—El crimen que he cometido, señor, no está en las atribuciones de la justicia humana, y no podéis excusarme de él sino bendiciéndome a menudo como lo acabáis de hacer.

—Vamos, sé sincero —repuso el coadjutor—; no siempre has ejercido el oficio que ahora.

—No hace más que seis años que lo ejerzo, señor.

—¿Y dónde estabas antes?

—En la Bastilla.

—¿Y antes de estar en la Bastilla?

—Os lo diré, señor, el día que tengáis a bien oírme en confesión.

—Bien está. A cualquier hora del día o de la noche que te presentes, acuérdate de que estoy dispuesto a darte la absolución.

—Gracias —dijo el mendigo con sordo acento—; pero todavía no estoy dispuesto a recibirla.

—Corriente. Adiós.

—Id con Dios, señor —dijo el mendigo abriendo la puerta e inclinándose ante el prelado.

El coadjutor tomó la luz, bajó y salió de la torre entregado a sus pensamientos.

Capítulo L
El motín

Serían las once de la noche. Antes de dar Gondi cien pasos por las calle de París advirtió el raro cambio que en ellas se estaba verificando.

Parecía que toda la ciudad hallábase poblada de seres fantásticos; veíanse sombras silenciosas que desempedraban las calles, que arrastraban y volcaban carretas, y que abrían fosos capaces de tragarse escuadrones enteros de caballería. Todos aquellos activos personajes que iban, venían y corrían como demonios, consumando alguna misteriosa obra, eran los pobres de la
Corte de los milagros
, agentes del repartidor de agua bendita del atrio de San Eustaquio, que estaban preparando las barricadas para el siguiente día.

Miraba Gondi a aquellos hombres de la oscuridad, a aquellos nocturnos trabajadores con cierto temor, y se preguntaba a sí mismo si después de haber sacado de sus cavernas a tan sucias criaturas, podría volverlas a ellas. Siempre que se le acercaba alguno de aquellos seres le daban tentaciones de hacer la señal de la cruz.

Tomó la calle de San Honorato y siguió por ella hacia la de la Ferronerie. Allí cambió el aspecto de las cosas: los mercaderes corrían de tienda en tienda; las puertas parecían estar cerradas, lo mismo que las maderas de las ventanas; pero sólo estaban entornadas y de vez en cuando entreabríanse para dar paso a hombres que ocultaban con cuidado algunos objetos; aquellos hombres eran tenderos de la calle, que llevaban armas a los que no las tenían.

Un quidam iba de puerta en puerta cargado de espadas, arcabuces, mosquetes y armas de toda especie, que iba dejando en las diferentes casas. A la luz de una linterna el coadjutor reconoció a Planchet.

Gondi dirigióse al muelle por la calle de la Monnaie, y en él encontró parados diversos grupos de vecinos con capas negras o pardas, según su clase; de unos grupos a otros se veían pasar algunas personas. Todas las capas, dejaban asomar por detrás la punta de una espada y por delante el cañón de un arcabuz o de un mosquete.

Al llegar al Puente Nuevo, el coadjutor encontró custodiado el puesto. Acercóse un hombre y le dijo:

—¿Quién sois? No os conozco como de los nuestros.

—Es porque ya no conocéis a vuestros amigos, amigo señor Louvieres —dijo el coadjutor alzando algo su sombrero.

Reconocióle Louvieres, e hizo un saludo.

Gondi siguió la ronda y bajó hasta la torre de Nesle. Allí vio una larga fila de personas que se deslizaban silenciosamente arrimadas a la muralla. Iban todos embozados en capas blancas asemejándose a una procesión de fantasmas. Al llegar a cierto sitio iban desapareciendo sucesivamente como si les faltase tierra para pisar. Recostóse Gondi en una esquina y les vio ocultarse desde el primero hasta el penúltimo. El último abrió los ojos indudablemente para cerciorarse de que no eran espiados él ni sus compañeros; y a pesar de la oscuridad divisó a Gondi. Marchó rectamente a él y púsole una pistola en la garganta.

—Alto ahí, señor de Rochefort —dijo Gondi riéndose—, pocas chanzas con armas de fuego.

Rochefort reconoció la voz y dijo:

—¡Ah! ¿Sois vos, monseñor?

—El mismo. ¿Qué gente es ésta que vais metiendo en las entrañas de la tierra?

—Mis cincuenta reclutas del caballero de Humieres. Están destinados a la caballería ligera y hasta ahora no han recibido otra prenda de equipo que las capas blancas.

—¿Y adónde van?

—A casa de un escultor, amigo mío, sólo que bajamos a la cueva en que tiene el depósito de mármol.

—Muy bien —dijo Gondi.

Y apretó la mano de Rochefort, que desapareció por detrás de sus soldados y cerró la trampa por dentro.

El coadjutor volvió a su casa. Era la una de la mañana. Abrió el balcón y asomóse para observar.

Oíase en toda la ciudad un rumor extraño, singular, conocíase que en todas aquellas calles oscuras como abismos pasaba alguna cosa desusada y horrible. De vez en cuando resonaba un ruido semejante al de una tempestad naciente, o al de una oleada al hincharse; pero nada claro, distinto ni explicable se presentaba el espíritu; parecía el rumor subterráneo que precede a los temblores de tierra.

Toda la noche duraron los trabajos del motín. Al despertar París al siguiente día estremecióse a su propio aspecto.

Cualquiera hubiera creído hallarse en una ciudad sitiada. Sobre las barricadas estaban de pie hombres de amenazador aspecto, con el mosquete al hombro, el transeúnte tropezaba a cada paso con consignas, patrullas, arrestos, y hasta ejecuciones. Los que llevaban sombreros de plumas y espadas doradas eran detenidos para hacerles gritar
¡Viva Broussel! ¡Muera Mazarino! y
el que se negaba a esta invitación era perseguido por los aullidos del pueblo y golpeado. Aún no se mataba, pero se veía que no era por falta de voluntad.

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