Veinte años después (63 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

En el asiento de enfrente hallábanse dos pares de pistolas, uno delante de Porthos y otro delante de D’Artagnan; entrambos amigos llevaban además sus correspondientes aceros.

A cien pasos del Palacio Real detuvo una patrulla al carruaje.

—¡Quién vive! —dijo el que la mandaba.

—¡Mazarino! —contestó D’Artagnan soltando la carcajada.

El cardenal sintió erizársele los cabellos.

Esta chanza pareció excelente a los parisienses, que al ver aquel carruaje sin armas y sin escolta, nunca hubiesen creído en la realidad de semejante aserto.

—¡Buen viaje! —gritaron.

Y les dejaron pasar.

—¿Qué le parece a Vuestra Eminencia esta respuesta? —preguntó D’Artagnan.

—Sois un hombre de talento —exclamó Mazarino.

—Vamos —dijo Porthos—, ya voy conociendo…

En mitad de la calle de Petits-Champs les detuvo otra patrulla.

—¡Quién vive! —gritó el jefe.

—Escondeos, señor —dijo D’Artagnan.

Mazarino se ocultó de tal modo entre los dos amigos, que desapareció completamente.

—¿Quién vive? —repitió impacientemente la misma voz.

Y D’Artagnan sintió que se arrojaba un hombre a detener los caballos.

Sacó medio cuerpo fuera del carruaje y exclamó:

—¡Hola, Planchet!

Acercóse el jefe; era Planchet efectivamente. D’Artagnan había conocido por la voz a su antiguo lacayo.

—¡Diablos! —dijo Planchet—. ¿Sois vos, señor?

—Sí, amigo. El pobre Porthos acaba de recibir una estocada y le llevo a su casa de campo de Saint-Cloud.

—¿Es verdad? —preguntó Planchet.

—Porthos —dijo D’Artagnan—, si podéis hablar, querido Porthos, decid una palabra al buen Planchet.

—Amigo Planchet —dijo Porthos con lamentable voz—, estoy muy malo; si encuentras por ahí un médico, hazme el favor de enviármele.

—¡Qué desgracia, Santo Dios! —dijo Planchet—. ¿Y cómo ha sucedido?

—Ya te lo contaré —respondió Mosquetón.

Porthos lanzó un profundo gemido.

—Haz que nos permitan pasar, Planchet —dijo en voz baja D’Artagnan—, o no llega vivo; están interesados los pulmones.

Planchet sacudió la cabeza como dando a entender que siendo así conceptuaba muy grave a su estado.

Y volviéndose a su gente añadió:

—Dejadle pasar; son compañeros.

Emprendió el carruaje su marcha, y Mazarino, que había contenido el aliento hasta entonces, se atrevió a respirar, murmurando:


Briconi!

A pocos pasos de la puerta de San Honorato hallaron una nueva patrulla, componíase de gente de mala catadura, más parecida a una tropa de bandidos que a otra cosa; eran los secuaces del mendigo de San Eustaquio.

—Atención, Porthos —observó D’Artagnan. Porthos llevó la mano a las pistolas.

—¿Qué hay? —preguntó Mazarino.

—Que esta es mala gente, señor.

A este tiempo se acercó un hombre a la portezuela con una especie de hoz en la mano, y preguntó:

—¡Quién vive!

—Canalla —dijo D’Artagnan—, ¿no conoces el coche del príncipe de Condé?

—Príncipe o no —repuso el hombre—. Abrid ahí. Estamos custodiando la puerta, y nadie pasará sin que antes sepamos quién es.

—¿Qué hacemos? —preguntó Porthos.

—¡Cómo! Pasar —dijo D’Artagnan.

—Pero ¿de qué modo? —preguntó Mazarino.

—Por en medio o por encima. A galope, cochero.

El cochero levantó el látigo.

—No deis un paso —dijo el que parecía el jefe—, o desjarreto a los caballos.

—¡Diantre! —exclamó Porthos—. Lástima sería. Cada animal de esos me cuesta cien doblones.

—Yo os los pagaré a doscientos —repuso Mazarino.

—Sí, pero cuando a ellos les desjarreten, nos degollarán a nosotros.

—Uno viene hacia mí —observó Porthos—; ¿le mato?

—Matadle, pero de una puñalada, si podéis; no hay que hacer fuego más que en último extremo.

—Puedo —contestó Porthos.

—Pues venid a abrir —dijo D’Artagnan al hombre de la hoz, cogiendo una pistola por el cañón y preparándose a darle con la culata.

El hombre acercóse.

Conforme se iba aproximando, D’Artagnan sacaba el cuerpo por la portezuela para tener más libertad en sus movimientos, y sus ojos se fijaron en los del mendigo iluminado por la luz de una linterna.

Indudablemente éste reconoció al mosquetero, porque se puso muy pálido; también debió D’Artagnan de reconocerle, porque se le erizaron los cabellos.

—¡Señor D’Artagnan! —dijo el mendigo retrocediendo un paso—. ¡El señor D’Artagnan! Dejadle pasar.

Tal vez iría a responderle D’Artagnan, cuando resonó un golpe igual al que una maza que cayese sobre la cabeza de un buey; era que Porthos había derribado a su adversario.

Volvió D’Artagnan la cabeza, y vio al desgraciado tendido a cuatro pasos de distancia.

—¡A escape! —gritó el cochero—. ¡Arrea, arrea!

El cochero descargó a los caballos un fuerte latigazo. Los nobles animales partieron con ímpetu; oyéronse algunos gritos de hombres atropellados. Sintióse después un doble sacudimiento; dos de las ruedas acababan de pasar por encima de un cuerpo flexible y redondo. Reinó un instante de silencio. El carruaje salió de la puerta.

—A Cours-la-Reine —dijo D’Artagnan al cochero.

Y dirigiéndose a Mazarino añadió:

—Ahora, señor, podéis rezar diez Padrenuestros y diez Avemarías en acción de gracias; estáis libre.

Mazarino sólo respondió con una especie de gemido: no podía creer en tal milagro.

Pocos minutos después se detuvo el coche en Cours-la-Reine.

—¿Queda Vuestra Excelencia contento de su escolta? —preguntó el mosquetero.

—Contentísimo —dijo Mazarino atreviéndose a sacar la cabeza por la portezuela—; ahora haced lo mismo con la reina.

—Será menos difícil —contestó D’Artagnan apeándose—. Señor Du-Vallon, os recomiendo a Su Eminencia.

—No hay cuidado —dijo Porthos presentándole la mano.

D’Artagnan se la apretó.

—¡Ay! —dijo Porthos.

—¿Qué es eso? —preguntó el mosquetero asombrado.

—Tengo algo magullada la mano.

—¡Qué diablo! Cierto es que las puñaladas que dais…

—Pues no, el hombre iba ya a dispararme un pistoletazo; pero ¿y vos, cómo os librasteis del vuestro?

—¡Oh! El mío —contestó D’Artagnan— no era un hombre.

—¿Pues qué era?

—Un fantasma.

—¿Y vos?…

—Le conjuré.

Sin otras explicaciones tomó D’Artagnan sus pistolas, las puso en el cinto, se embozó en su capa, y no queriendo entrar en París por la puerta que le había dado salida, dirigióse a la de Richelieu.

Capítulo LV
Un coche

Al entrar D’Artagnan por la puerta de Richelieu, salió un pelotón de gente a reconocerle, y cuando vieron por las plumas de su sombrero y su capa galoneada, que era oficial de mosqueteros, le rodearon para hacerle gritar: ¡abajo Mazarino! La primera demostración no dejó de impacientarle, pero cuando supo de qué se trataba, gritó tanto y tan bien, que los demás descontadizos quedaron satisfechos.

Marchaba por la calle de Richelieu pensando en los medios de que se serviría para sacar de París a la reina, porque era imposible hacerlo en un coche que tuviera las armas de Francia, cuando divisó un carruaje a la puerta del palacio de la señora de Guemenée.

Una idea repentina ocurriósele.

—¡Pardiez! —dijo para sí—. No sería mal ardid de guerra.

Y acercándose al carruaje, examinó el escudo de armas de la portezuela y miró al cochero que estaba en el pescante.

Este examen le fue tanto más fácil, cuanto que el cochero se hallaba durmiendo.

—Es el coche del coadjutor, no hay duda —dijo D’Artagnan—; ahora empiezo a creer que la divina Providencia se declara en nuestro favor.

Subió al carruaje sin hacer ruido, y tirando del cordón de seda que correspondía al dedo pequeño del cochero, gritó:

—Al Palacio Real.

Despertóse en el momento el cochero, y no dudando que aquella orden procedía de su amo, se dirigió al sitio indicado. El portero iba a cerrar las verjas; pero al ver aquel magnífico carruaje, calculó que se trataba de una visita importante y le dejó pasar hasta el peristilo, donde se detuvo.

Al llegar allí notó el cochero que los lacayos no iban a la zaga; pero creyendo que el coadjutor habría dispuesto de ellos, se apeó del pescante y fue a abrir la portezuela.

D’Artagnan apeóse también, y en el instante en que el cochero, asustado al ver que no era su amo, daba un paso atrás, le agarró de la ropa con la mano izquierda, y con la otra le puso una pistola al pecho diciéndole:

—Si dices una palabra te mato.

El tono del que hablaba hizo comprender al cochero que no se trataba de una vana amenaza, y quedóse inmóvil con los ojos desmesuradamente abiertos.

Dos mosqueteros se paseaban por el patio, y D’Artagnan los llamó por sus nombres.

—Caballero de Belliere —dijo a uno de ellos—, hacedme el favor de tomar las riendas de manos de este hombre, subid al pescante del coche, llevadle a la puerta de la escalera secreta, y esperadme allí. Es para un negocio de importancia y del real servicio.

Convencido el mosquetero de que su teniente era incapaz de bromear en asuntos del servicio, obedeció sin decir palabra, si bien le pareció singular la orden.

Se volvió entonces D’Artagnan al otro mosquetero, y le dijo:

—Señor Du Verger, ayudadme a conducir a este hombre a sitio seguro.

El mosquetero supuso que su teniente acababa de prender a algún príncipe disfrazado; se inclinó, y sacando la espada dio a entender que estaba dispuesto.

D’Artagnan subió la escalera seguido del prisionero, detrás del cual iba Du Verger, atravesó el vestíbulo y entró en la antecámara de Mazarino.

Bernouin aguardaba con impaciencia noticias de su amo.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Todo va perfectamente, querido Bernouin; aquí traigo un hombre que deseo pongáis a buen recaudo.

—¿Dónde?

—Donde gustéis, con tal que las ventanas del cuarto en que le encerréis tengan candado y la puerta se cierre con llave.

—Está bien, señor D’Artagnan —dijo Bernouin.

Y condujo al pobre cochero a un aposento con rejas, muy parecido a un calabozo.

—Ahora, amiguito —dijo D’Artagnan—, hazme el favor de darme tu capa y tu sombrero.

Fácilmente comprenderá el lector que el cochero no opondría la menor resistencia; estaba además tan asombrado de lo que le pasaba que se tambaleaba y no acertaba a pronunciar, como si estuviese bebido. D’Artagnan se lo entregó todo al ayuda de cámara y dijo al mosquetero:

—Señor Du Verger, encerraos con este hombre, y no salgáis hasta que os venga a abrir Bernouin; algo larga y poco divertida será la centinela, pero se trata del real servicio —añadió gravemente.

—Estoy a vuestras órdenes, mi teniente —dijo el mosquetero a quien no ocultó lo serio del negocio de que se ocupaba D’Artagnan.

—Y si ese hombre tratase de escaparse o de gritar, atravesadle de una estocada.

El mosquetero hizo un movimiento de cabeza, dando a entender que obedecería puntualmente la consigna.

D’Artagnan salió del cuarto de Bernouin.

Daban las doce.

—Conducidme al oratorio de la reina —dijo el gascón—; pasadla aviso, y llevad este lío con un mosquete bien cargado al pescante del coche que se halla esperando al pie de la escalera secreta.

Bernouin condujo a D’Artagnan al oratorio, donde se sentó pensativo nuestro gascón.

Ninguna novedad se había observado en el Palacio Real.

Ya hemos dicho que a las diez retirárose casi todos los convidados; a los que debían huir de la corte se les dio el santo y seña, citándoles para Cours-la-Reine, entre doce y una de la noche.

A las diez pasó Ana de Austria al aposento del rey; se acababa de acostar el príncipe, su hermano, y el joven Luis se entretenía en formar en batalla unos soldados de plomo, ejercicio que le distraía mucho. Jugaban con él dos meninos.

—Laporte —dijo la reina—, ya será hora de que se acueste Su Majestad.

El rey manifestó deseos de no hacerlo tan pronto, diciendo que no tenía sueño; pero la reina insistió.

—¿No pensáis ir a bañaros a Couflans, mañana a las seis, Luis? Me parece que vos mismo lo pedisteis.

—Es verdad, señora —dijo el rey—, y estoy dispuesto a retirarme así que tengáis a bien darme un beso. Laporte entregad la palmatoria al caballero de Coislin.

La reina acercó los labios a la lívida frente que le presentaba el augusto niño con una gravedad que revelaba ya un principio de etiqueta.

—Dormíos pronto, Luis —dijo la reina—, porque habréis de levantaros temprano.

—Haré lo que pueda por obedeceros, señora —contestó el joven monarca—; pero no siento la menor gana de dormir.

—Laporte —dijo Ana de Austria en voz baja—, escoged un libro muy fastidioso para leérselo a S. M. y no os desnudéis.

Marchóse el rey, acompañado del señor de Coislin, el cual llevaba la palmatoria. El otro menino fue conducido a su cuarto.

Entonces se dirigió la reina a su aposento. Sus damas, la señora de Bregy, la señorita de Beaumont, la señora de Motteville y su hermana Socratina, llamada así por su gran sabiduría, acababan de llevar al guardarropa los restos de la comida, con los cuales acostumbraban a cenar.

La reina dio varias órdenes, habló de un banquete a que la tenía convidada el marqués de Villequier para dentro de dos días, designó a las dos personas que tendrían el honor de acompañarla, anunció para el otro día una visita devota al Val-de-Grâce, y previno a Beriughen, su primer ayuda de cámara, que estuviese dispuesto a ir con ella.

Concluida la cena de las damas, fingió la reina estar muy cansada y pasó a su alcoba. La señora de Motteville, que estaba aquella noche de servicio particular, la siguió y la ayudó a desnudarse.

Entonces la reina se acostó, la habló afectuosamente por espacio de algunos minutos, y la despidió.

En aquel momento entraba D’Artagnan en el patio del Palacio Real con el coche del coadjutor.

Un instante después salían los coches de las damas de honor, y se cerraba la verja tras ellos.

Sonaron las doce.

A los cinco minutos llamaba Bernouin en la alcoba de la reina por la puerta secreta del cardenal.

Ana de Austria fue a abrir:

Ya estaba vestida: no había hecho más que volverse a poner las medias y envolverse en un ancho peinador.

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