Veinte años después (90 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

En el mismo instante, y al poner Groslow el pie en la escalera de la escotilla subió al cielo una llamarada acompañada de una explosión igual a la de cien cañonazos, y el aire se inflamó surcado por fragmentos abrasados. Pero pasó aquel horrible relámpago, cayeron uno tras otro al mar los restos del buque, chisporroteando en el abismo en que se iban apagando, y a no ser por la vibración del aire, nadie hubiera creído un momento después que tal cosa hubiese ocurrido.

Desapareció del todo el falucho de la superficie del mar, y ya no existían Groslow ni los tres marineros.

Todo lo vieron los cuatro compañeros; no se les escapó ningún detalle de aquel terrible drama. Inundados un momento por el brillante resplandor que iluminó el mar a más de una lengua en contorno, hubiéraseles podido ver en distintas actitudes revelando el terror que no podían menos de sentir a pesar de la firmeza de sus corazones. Poco a poco empezó a disminuir la inflamada lluvia, apagóse el volcán como ya hemos manifestado, y volvieron en fin a la oscuridad la flotante barquilla y el agitado océano.

Un momento permanecieron silenciosos y abatidos. Porthos y D’Artagnan, que habían tomado los remos, los sostenían maquinalmente sobre el agua cargando en ellos el peso de su cuerpo y apretándoles con crispadas manos.

—Lo que es ahora —gritó Aramis rompiendo aquel mortal silencio—, creo que todo se habrá acabado.

—¡A mí, milores!, ¡socorro!, ¡auxilio! —prorrumpió una lamentable voz, cuyos acentos llegaron a los oídos de los cuatro amigos como la de un espíritu marino.

Todos se miraron; el mismo Athos se puso a temblar.

—¡Es él!, ¡conozco su voz! —dijo.

Nadie respondió, porque los otros tres habían conocido como Athos aquella voz. Pero sus dilatadas pupilas se volvieron hacia el sitio que antes ocupaba el buque, haciendo inauditos esfuerzos a fin de atravesar la oscuridad.

Al cabo de un instante se distinguió a un hombre que se acercaba nadando con vigor.

Athos adelantó lentamente el brazo hacia él indicándole a sus compañeros.

—Sí, sí —dijo D’Artagnan—, ya le veo.

—¡Todavía! —exclamó Porthos respirando con la fuerza de un fuelle de fragua—. Es de hierro ese canalla.

—¡Dios mío! —murmuró Athos. Aramis y D’Artagnan se hablaban al oído.

Adelantóse Mordaunt nadando, y sacando una mano del agua, dijo:

—¡Misericordia, señores! ¡Compasión en nombre del cielo!, ¡siento que me abandonan las fuerzas!, ¡voy a perecer!

Tan vibrante era su voz al implorar socorro, que llegó hasta el corazón de Athos y le causó lástima.

—¡Infeliz! —murmuró.

—Bien —dijo D’Artagnan—, no falta otra cosa sino que ahora le lloréis. Y parece que se dirige hacia aquí. ¿Si pensará que hemos de ayudarle? Remad, Porthos, remad.

Y dándose ejemplo, hundió D’Artagnan un remo en el mar, poniéndose de dos o tres empujes a veinte brazas de distancia.

—¡Oh! ¡No me abandonéis!, ¡no me dejéis morir así!, ¡no seáis tan despiadados! —gritó Mordaunt.

—¡Hola, amiguito! —le dijo Porthos—. Parece que al fin caísteis; para salir de ahí no os queda más puerta que la del infierno.

—¡Oh, Porthos! —exclamó el conde de la Fère.

—Dejadme en paz, Athos; ¡vaya que os vais haciendo ridículo con esa eterna generosidad! Si se aproxima a diez pies de distancia le rompo la cabeza con el remo.

—¡Oh! Perdón… no huyáis de mí, señores… ¡Piedad! Tened piedad de mí —gritó el joven, cuya sofocada respiración hacía a veces hervir las heladas ondas cuando desaparecía su cabeza entre el oleaje.

—Mejor será que os alejéis, señor mío. Es muy reciente vuestro arrepentimiento para que tengamos en él gran confianza; ved que aún humea dentro del agua el buque en que nos queríais hacer morir abrasados, y que la situación en que os encontráis es un lecho de rosas, comparada con la suerte que nos reservabais, y con la que habéis hecho correr a Groslow y sus compañeros.

—Caballeros —repuso Mordaunt con mayor desesperación—; os juro que mi arrepentimiento es verdadero. ¡Soy tan joven, señores! Apenas tengo veintitrés años. Señores, me arrastró un sentimiento muy natural; quise vengar a mi madre; todos hubieseis hecho lo mismo.

—¡Bah! —dijo D’Artagnan viendo que Athos se había enternecido—. Según y conforme.

Sólo faltábale a Mordaunt dar tres o cuatro avances para llegar a la lancha, pues la proximidad de la muerte le inspiraba una fuerza sobrenatural.

—¡Ay! —continuó—. ¡Voy a morir! ¡Vais a matar al hijo como matasteis a la madre! Sin embargo, yo no era culpable; un hijo debe vengar a su madre, según todas las leyes divinas y humanas. Y además —repuso juntando las manos—, si ha sido un crimen debéis perdonarme, puesto que me arrepiento, puesto que pido perdón.

Y como si le faltaran las fuerzas y no pudiese sostenerse, pasó una ola por encima de su cabeza apagando su voz.

—¡Oh! Yo no puedo ver eso —dijo Athos. Mas Mordaunt volvió a aparecer.

—Pues yo digo —respondió D’Artagnan—, que es necesario acabar de una vez. Señor asesino de vuestro tío, señor verdugo del rey Carlos, señor incendiario, os ruego que os vayáis a fondo, pues si os acercáis un poco más a la barca os abro la cabeza con este remo.

Mordaunt avanzó como un desesperado. D’Artagnan tomó el remo con ambas manos. Athos se levantó.

—¡D’Artagnan, D’Artagnan! —exclamó—. D’Artagnan, hijo mío, por Dios. Ese infeliz va a morir y es terrible dejar a un hombre que muera sin alargarle la mano, cuando sólo en darle la mano estriba su salvación. ¡Oh! Mi corazón no me lo permite; no puedo resistir; es preciso que viva.

—¡Diantre! —replicó D’Artagnan—. ¿Por qué no nos entregáis atados de pies y manos a ese miserable? Así concluiríamos más pronto; ¡ah, conde de la Fère! ¿Queréis perecer en sus manos? Pues bien: yo vuestro hijo, como decís, no deseo que perezcáis.

Era la primera vez que D’Artagnan se resistía a un ruego hecho por Athos llamándole hijo.

Aramis sacó la espada que había llevado a nado cogida con los dientes, y dijo:

—Si pone la mano en la lancha se la corto como a un regicida.

—Y yo… —dijo Porthos—. Aguardad.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Aramis.

—Echarme al agua y ahogarle.

—¡Oh, señores! —exclamó Athos con un irresistible arranque—. Seamos compasivos, seamos cristianos.

Lanzó D’Artagnan un triste suspiro, Aramis apartó la espada y Porthos se sentó.

—Mirad —prosiguió Athos—, mirad; la muerte se pinta en su rostro; están agotadas sus fuerzas; si pasa un minuto más se hunde en el abismo. ¡Ah! No me causéis este espantoso remordimiento, no me obliguéis a morir de vergüenza, amigos; concededme la vida de ese infeliz y os bendeciré…

—¡Yo muero! —murmuró Mordaunt—. ¡A mí! ¡A mí!

—Ganemos un minuto —repuso Aramis inclinándose a la izquierda y dirigiéndose a D’Artagnan—; remad —añadió volviéndose a la derecha, hacia Porthos.

No respondió D’Artagnan ni con ademanes ni con palabras, pues ya empezaban a contrastar su firmeza, tanto las súplicas de Athos, como el espectáculo que a la vista tenía; Porthos dio un golpe con el remo, pero como faltase otro que le contrapesara, la barca no hizo más que girar sobre sí misma, y este movimiento puso al moribundo más cerca de Athos.

—¡Señor conde de la Fère! —dijo Mordaunt—. ¡Señor conde de la Fére!, ¡a vos me dirijo, a vos imploro!, ¡tened compasión de mí!… ¿Dónde estáis, señor conde de la Fère?… ¡Ya no veo!…, ¡me muero!, ¡auxilio, socorro!

—Aquí estoy —respondió Athos inclinándose y enseñando el brazo hacia Mordaunt con la nobleza y dignidad que le eran habituales—; tomad mi mano y entrad en la embarcación.

—No quiero mirarle —dijo D’Artagnan—; semejante debilidad me repugna.

Y volvióse hacia los dos amigos, los cuales por su parte se agruparon en el fondo de la lancha, como si temieran tocar al que Athos no temía socorrer dándole la mano.

Mordaunt hizo el último esfuerzo, se levantó, tocó el punto de apoyo que se le presentaba, y se aferró a él con vehemencia.

—Bien —dijo Athos—, poned aquí la otra mano.

Y ofrecióle un hombro como segundo punto de apoyo; de suerte que su cabeza casi se tocaba con la de Mordaunt. Los dos enemigos mortales estaban abrazados como hermanos.

Mordaunt apretó el cuello de la ropilla de Athos.

—Bueno —dijo el conde—, ya estáis salvado, tranquilizaos.

—¡Ah, madre querida! —gritó Mordaunt con flameantes
ojos y
acento cuya rencorosa expresión es imposible describir—; no puedo ofrecerte más que una víctima, pero al menos será la que tú hubieras escogido.

Y mientras que D’Artagnan daba un grito, que Porthos alzaba el remo, y Aramis buscaba un sitio donde herir a Mordaunt, una horrible sacudida hizo caer a Athos en el agua, en tanto que lanzando Mordaunt un alarido de triunfo, estrechaba la garganta de su víctima y se cruzaba de piernas con el conde, a fin de paralizar sus movimientos, como hubiera podido hacerlo una serpiente.

Sin exhalar un grito, sin pedir auxilio, procuró Athos por un instante sostenerse sobre la superficie del mar, pero pronto cedió al peso y desapareció poco a poco. Al cabo de un rato no se vieron más que sus largos y flotantes cabellos, y por fin se ocultó todo, quedando tan sólo un alborotado remolino que también se fue disipando, para indicar el sitio en que se habían hundido ambos cuerpos.

Mudos por el miedo, inmóviles, sofocados por la indignación y el espanto, estaban los tres amigos con la boca entreabierta, los ojos desencajados y los brazos echados adelante, y hubiesen parecido estatuas a no ser por los latidos de su corazón, que se oían a pesar de su inmovilidad. Porthos fue el primero que volvió en sí, y arrancándose los cabellos:

—¡Oh! —exclamó con un desgarrador sollozo, cuya amargura era mayor en un hombre de su temple—. ¡Oh! ¡Athos, Athos! ¡Corazón noble! Infelices, ¡desgraciados de nosotros que te hemos dejado perecer en manos de ese infame!

—¡Desgraciados, sí! —repitió D’Artagnan.

—¡Desdichados! —murmuró Aramis.

En aquel momento, y en medio del vasto círculo iluminado por los rayos de la luna, a cuatro o cinco brazas de la barca, se renovó el mismo remolino que precediese a la absorción de dos cuerpos. Viéronse salir unos cabellos, luego asomó un rostro pálido con los ojos abiertos, pero inanimados, y después un cuerpo que, después de enderezarse hasta el busto sobre el mar, se dejó caer de espaldas a merced de las olas.

El cadáver llevaba clavado en el pecho un puñal de resplandeciente empuñadura.

—¡Mordaunt! ¡Mordaunt! ¡Mordaunt! —gritaron los tres amigos—. ¡Es Mordaunt!

—¿Y Athos? —dijo D’Artagnan.

De pronto se torció la barca a la izquierda, cediendo a un nuevo e inesperado empuje, y Grimaud lanzó un grito de júbilo. Volviéronse todos y vieron a Athos apoyarse en el borde de la lancha, lívido el semblante, apagados los
ojos
y trémulas las manos. Cogiéronle al momento ocho nervudos brazos y le colocaron en la barca, donde no tardó Athos en sentirse reanimado, resucitando a fuerza de las caricias de sus amigos, llenos de alegría.

—Supongo que no estaréis herido —dijo D’Artagnan.

—No —respondió Athos.

—¿Y él? —preguntó Porthos.

—¡Oh! Esta vez queda bien muerto, gracias a Dios. Miradle.

Y obligando D’Artagnan a Athos a volver los ojos hacia donde le señalaba, le enseñó el cuerpo de Mordaunt, que todavía flotaba sobre las olas y que sumergiéndose y levantándose alternativamente, parecía perseguir aún a los cuatro amigos con su provocativa y rencorosa mirada.

Por fin se hundió. Los ojos de Athos demostraban aún tristeza y compasión al fijarse en el cadáver.

—¡Bravo, Athos! —gritó Aramis con una efusión muy rara en él.

—¡Buen golpe! —dijo Porthos.

—Tenía un hijo —respondió Athos—, y he deseado vivir.

—Al fin habló Dios —añadió el gascón.

—No soy yo quien le ha muerto, sino el destino —murmuró melancólicamente el conde de la Fère.

Capítulo LXXVIII
Mosqueton en peligro

Después de la espantosa escena que acabamos de referir, reinó en la lancha un profundo y prolongado silencio; la luna, que se dejó ver un instante como si Dios hubiera querido que ningún detalle de aquel suceso pudiese ocultarse a los ojos de sus espectadores, desapareció detrás de las nubes; el horizonte volvió a esta obscuridad tan espantosa en todos los desiertos, y sobre todo, en el líquido desierto del océano, y no se oyó sino el silbido del oeste estrellándose en las crestas de las olas.

Porthos fue el primero que rompió el silencio.

—Muchas cosas he visto —dijo—, mas ninguna me ha hecho tanta sensación como la que acabo de presenciar. Sin embargo, conmovido como estoy, declaro que me siento muy a mi gusto. Parece que se me ha quitado un gran peso de encima, y que por fin respiro libremente.

En efecto, Porthos respiró con un ruido que hacía honor a la fuerza de sus pulmones.

—Pues yo no puedo decir tanto —replicó Aramis—; todavía estoy atemorizado, y de tal manera, que aún no doy asenso a mis ojos, y miro alrededor de la lancha, temiendo a cada momento que vuelva a presentarse ese miserable apretando el puñal que lleva clavado en el corazón.

—¡Oh! No hay cuidado —contestó Porthos—; el puñal entró hacia la sexta costilla y hasta el pomo. No es esto una reconvención, Athos, todo lo contrario; cuando se da, se debe dar de firme. De suerte que sólo ahora vivo, respiro y estoy contento.

—No cantéis victoria tan aprisa, Porthos —dijo D’Artagnan—; nunca hemos corrido peligro más grande que el que nos amenaza en este instante, pues un hombre triunfa de otro, pero no de un elemento. Estamos en el mar, es de noche, no tenemos quien nos guíe, vamos en una débil embarcación, si la hace zozobrar un soplo de viento estamos perdidos.

Mosquetón exhaló un prolongado suspiro.

—Sois un ingrato, D’Artagnan —dijo Athos—; un ingrato, sí, en dudar de la Providencia, justamente cuando a todos nos acaba de salvar de tan prodigiosa manera. ¿Os parece que nos habrá dejado pasar, guiándonos como por la mano a través de tantos peligros, para abandonarnos en seguida? Traíamos viento oeste, mantiénese constante. (Athos se orientó buscando la estrella polar.) Aquí está el carro, y por consiguiente allí está Francia. Dejémonos llevar por el viento, porque si sigue así, él mismo nos conducirá a las costas de Calais o de Boulogne. Si zozobra la barca, cinco de nosotros, por lo menos, somos bastante fuertes y nadamos con soltura precisa para darle vuelta, o para agarrarnos a ella, si lo primero es superior a nuestras fuerzas. Estamos cabalmente en el camino de todos los buques que van de Douvres a Calais, y de Portsmouth a Boulogne, y si el agua conservase huellas, su estela hubiera abierto un valle en el sitio en que nos hallamos. Es imposible que cuando venga el día no encontremos alguna lancha de pescadores, que nos recoja.

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