Viaje a un planeta Wu-Wei (4 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Se encontraron en una gran planicie mal iluminada, cuyos límites eran imposibles de determinar. Fulgores rojo-sangre surgían de diversos proyectores, atravesando difícilmente la atmósfera llena de polvo y de hedores químicos que hizo toser al oficial y lagrimear a Sergio. Y sin embargo, allí vivía gente. Sergio pudo ver hileras de ventanas escasamente iluminadas, en las que se movían bultos negros. Un hombre haraposo, con la tez blanquecina bajo los focos escarlata, se cruzó con ellos, cargado con un pesado bulto. Tosía, y Sergio creyó reconocer la sangre en la saliva que le manchaba la boca.

Al fondo, se movían pesados transportes oscuros, con ejes y ruedas chorreantes de grasa. En las tinieblas se movían volantes gigantescos, tirando de pesados cables hacia lo alto; un rumor continuo, penetrante, de maquinaria en marcha, lo invadía todo…

—¿Es aquí? —dijo Sergio.

—¡Aquí! —gruñó el Agente—. No creerás que te vas a quedar aquí… Esto es el cielo, chico. Lo que a ti te espera es mucho peor…

Pasó una patrulla de la policía Presidencial, fuertemente armada, con las viseras de los cascos cerrados completamente sobre el rostro. El oficial Huntz habló unos instantes con el Jefe; le indicaron algo, con un gesto.

—Nos acompañarán, chico. Es mejor para mí. A ti…

Canales de agua inmunda discurrían a través de la llanura. Al continuar su camino, entraron en un bosque de enormes columnas, chorreantes de limo; sin duda alguna, los basamentos más profundos de la ciudad. Entre ellas se movían grupos indistintos de gentes que tosían y transportaban pesos… No se oía una sola voz, ni una sola protesta; sólo el ruido de las máquinas, el gemir de los transportes y el zumbar de las ruedas perdidas en las alturas…

Atravesaron un desvencijado puente metálico que cruzaba sobre una ancha corriente de lodo. Ascendían de esta hedores tan espantosos que parecían sólidos; Sergio sintió una sensación de asfixia, como si su olfato no pudiera resistir un solo segundo más… Las vigas transversales del puente temblaban bajo el paso de la patrulla; un foco amarillento se encendió en el cielo durante unos segundos y reveló un entramado de cables del que pendían pequeñas cabinas… Una figura humana, trabajosamente, saltaba de un cable a otro, arrastrando una caja de herramientas…

—Entramos en una zona abandonada —dijo el Jefe de la Patrulla, con la voz gangosa y casi inaudible a causa de la visera protectora—. Es preciso tener precaución… De todas formas falta poco.

Al acabar el puente sólo había una oscuridad absoluta. Los guardias encendieron las luces individuales, revelando un suelo cubierto de basura… Continuaron a través de enormes columnas. Parecía como si más allá, en la espesa oscuridad, enormes montones de porquería aguardasen, vigilantes, prestos a lanzarse sobre ellos.

—Es aquí. Esperaremos fuera para acompañarte. Date prisa.

Había en el muro una puerta de acero, con un robusto volante. El Oficial Huntz lo hizo girar, y la puerta se abrió hacia fuera, revelando una habitación alargada, con las paredes desnudas. Pero Sergio sólo tenía ojos para el aparato que había en el centro: Negro, alargado como una bala de fusil, de unos ocho metros de longitud, tumbado sobre unos carriles enmohecidos… Y al fondo una compuerta circular, de un tamaño ligeramente superior al del ingenio.

—Ahí tienes tu tumba, amigo —dijo el Oficial Huntz, después de cerrar la puerta—. Valor; esto es cosa de minutos… ¡Ah, sí! Coge ese libro que hay ahí; es la única ayuda que te permiten…

En el sucio suelo, al lado de las toberas de la navecilla negra, había un pequeño folleto, mal editado y encuadernado pobremente.

CONSIDERACIONES ETNOGRÁFICAS SOBRE LOS SALVAJES TERRESTRES, por el profesor SINGAGONG.

Le temblaban las manos, pero, a pesar de eso, cogió el libro y se sentó en el suelo, junto a la navecilla, mientras el Oficial Huntz revisaba los mecanismos por dentro y por fuera. Recordaba haberlo leído ya, hacía tiempo, pero se obligó a sí mismo, para que el tiempo transcurriese más aprisa, a releer algunos párrafos:

«No resultó nada fácil obtener la autorización oficial para descender a la Tierra. Como todos saben, incluso nuestras explotaciones mineras están orientadas hacia los abundantes asteroides que, por todas partes, pueblan el sistema solar. Es incomparablemente más económico que hacer descender un ingenio a la Tierra. Pero hay una sola cosa que los asteroides, hasta ahora, no han podido suministrarnos en cantidad suficiente. Me estoy refiriendo concretamente al mercurio, el cual, en ciertos lugares de la tierra, existe en abundancia, incluso en estado nativo. Es este el único punto de contacto que tenemos actualmente con los salvajes terrestres, los cuales lo extraen por medios rudimentarios, y lo cambian por antibióticos, agujas hipodérmicas, algunos otros medicamentos, estrógenos y otras cosas a cual más dispar. Las mismas peticiones efectuadas por los salvajes dan idea exacta de su escasa mentalidad; han llegado a pedir en cierta ocasión un surtido de juguetes infantiles y abundante material de maquillaje, cuando es evidente que alimentos, medicinas o herramientas elementales les hubieran sido más útiles. Por tanto, nos propusimos descender, como primera intención, en el único lugar en que una de nuestras naves aterriza de cuando en cuando, o sea: en las Minas de Almadén, en el centro o parte baja de una región peninsular cubierta de espesos bosques…»

El Oficial Huntz, entre juramentos, seguía trasteando en el interior de la nave. Sergio pasó varias hojas.

«…habíamos descendido en el punto previsto, después de circunvalar la tierra. Habíamos podido observar claramente las llamadas Columnas, esas enormes estructuras que cubren muy concretamente el centro del continente en cuya parte Sur íbamos a aterrizar. Una vieja Leyenda dice que una de esas columnas es la Columna Real, igual a las demás, pero distinta. A su alrededor el aire es más suave, el agua sabe a miel, y se halla la clave de todas las cosas. Pero lo cierto es que la primera impresión de la Tierra no pudo ser más triste. Nos hallábamos en una explanada desértica, de rojas rocas quebradizas que destellaban bajo la insoportable luz del sol, y en ella había tres chozas miserables, hechas con estacas, ramaje, y alguna piel corroída, sin duda alguna arrancada a un animal. Tres salvajes semidesnudos, pintarrajeados con listas blancas y azules, llenos de suciedad y heridas recientes, esperaban junto a unas docenas de frascos llenos de mercurio. Inútil es decir que estos frascos los suministramos nosotros mismos, ya que su rudimentaria tecnología es incapaz de comprender la fabricación del cristal, o del plástico. Por eso era mayor mi curiosidad en cuanto a averiguar el motivo de que pidiesen antibióticos y agujas hipodérmicas, así como estrógenos y otros elementos…»

—Sigue leyendo, chico —dijo el guardia—. Esto va a tardar más de lo previsto. Alguien se dejó las baterías descargadas. Pero no pienses que será mucho…

«El acto del intercambio fue muy curioso. El que parecía ser el jefe de los salvajes (cosa que probablemente estaba indicada por el cráneo humano que colgaba de su cuello) lanzó unos alaridos roncos cuando nuestros hombres se aproximaron con la mercancía a entregar. Según me informó el piloto, normalmente se producía la misma mímica, casi lindante con un ritual. El piloto, por cierto, estaba asqueado, y no era para menos. El hedor que exhalaban aquellos salvajes atravesaba incluso nuestras máscaras antisépticas, y demostraba que en toda su vida se habían lavado. Capas y más capas de suciedad se acumulaban sobre una piel cubierta de eczemas y de pústulas…

Posteriormente, el jefe revisó las mercancías, lanzando espesos sonidos linguales, difícilmente identificables con algún idioma. Sin embargo, pude captar varias palabras, que me demostraron que posiblemente podría tratar de interrogarlos más tarde. Entendí con cierta claridad «Bueno» «Bueno» «Poco» y «Más». Esta última, según dijo el piloto, era la que mejor se sabían. De no haber sido el mercurio tan preciso, no se hubiera cedido a los rapaces instintos de estos salvajes.

»Durante unos segundos el jefe bailoteó alrededor de la pila de mercancías. Luego se colocó junto a los frascos de mercurio, y (excúseme el lector lo que voy a decir, pero es preciso para respetar la verdad) efectuó una deposición sin cesar en su baile… Dijo «No» acompañándose de fuertes movimientos de cabeza, y alzando amenazadoramente una maza. Luego dijo «Poco. Más». Como el Piloto conocía las costumbres, había dejado previsoramente la mitad de la entrega en el interior de la Nave. Extrajo una cuarta parte y la depositó en el suelo, junto a lo anterior. La misma escena de la vez anterior se repitió. «Poco. Más». Y el piloto extrajo el resto. «Poco. Más». Esta vez el piloto negó enérgicamente con la cabeza. El salvaje lanzó varios aullidos, e hizo girar la maza sobre su cabeza, mientras sus dos compañeros aullaban en el mismo tono, agitando uno de ellos uno de los picos que les habíamos dado para buscar en el subsuelo bolsones de mercurio, y el otro una especie de sonajero… Ahí acabó la cosa. Al ver que no había posibilidad de obtener más, los salvajes se retiraron, gruñendo, recogieron ávidamente las mercancías, y abandonaron los frascos de mercurio a los robots de carga…»

—Unos minutos más y ya estará cargado… ¿Te gusta el libro, chico?

«Por fin conseguí saber para que querían los estrógenos. ¡Los salvajes se los comían! «Comer» dijo el jefe y vació en su boca una de las cápsulas, entre las protestas de sus compañeros, que se veían privados de la golosina. Después, sin duda agradecido por el regalo que le hice, me mostró la utilización de los antibióticos y de las agujas hipodérmicas. Al parecer, residuos de memoria ancestral hacían que dieran a los antibióticos y a otros fármacos un valor mágico. Los usos eran diversos, pero siempre rituales, bien ingiriéndolos, utilizándolos para frotar las partes sexuales («Fuerza» explicaba el Jefe) e incluso para realizar tatuajes o heridas y embeberlos en un caldo formado por pequeños animales, medicinas de diversas clases, uñas de mamíferos, etc., todo ello cocido en una sucia caldera, sobre un fuego de boñiga. Lo curioso era que distinguían perfectamente unos de otros, por la etiqueta, sin saber leer, e incluso por el sabor. Si no, lo mismo hubiese dado suministrarles azúcar… «Son unos bestias» —dijo el Piloto—. «Pero no intentes darles un frasco de Estelatrina en vez de uno de Bellodon… Los muy cerdos los conocen perfectamente… Y cada frasco lo usan para una cochinada distinta, profesor. A las mujeres, cuando están en celo…»

Un empellón sacó a Sergio de la lectura. Sintió un nudo helado en el vientre. Ante él, el guardia, con los brazos cruzados, esperaba. Algo zumbaba suavemente en el interior de la negra navecilla. La compuerta del fondo estaba abierta, revelando las paredes de un bruñido tubo metálico, del mismo diámetro que la nave.

—Ya —dijo el Oficial Huntz—. Levántate… ¡vamos!

—No te creas que voy a suplicar —contestó Sergio, poniéndose en pie—. No te voy a pedir clemencia.

—Me da lo mismo… ¡Acércate!

Un nuevo empujón situó a Sergio cerca de la navecilla. Una estrecha compuerta se había abierto en el casco, cerca de la punta, revelando un asiento almohadillado con correas de seguridad y un tablero de mandos, en el que lucía una solitaria lucecilla verde, indicando que los motores estaban en marcha.

—No hay más que tres controles —dijo el Oficial Huntz—. Uno de ellos pone en marcha y para la energía. Puedes no ponerla en marcha, nunca, y morirte de hambre ahí fuera o usarla, a tu gusto. Es ese interruptor negro de allí… Ese volante, dirige la nave. Puedes caer en la Tierra o dirigirte al espacio profundo… No intentes tocar a la Ciudad; serás repelido automáticamente… No volverás nunca más aquí…

—Eso lo veremos —dijo Sergio, rabiosamente—. Volveré, volveré si puedo, y acabaré con muchas cosas, créeme…

—Muy bien me parece. El tercero es ese botón; abre el paracaídas… Tienes dentro alimentos y agua para una semana. Naturalmente no hay armas, ni nada parecido. Y un último consejo, no hagas muchos experimentos con el motor. Las baterías tienen la carga justa para llegar a la Tierra, no más. Y ahora, ¡adentro! Voy a quitarte las esposas; si intentas algo, te mataré…

Bajo la acción de la llave magnética, las esposas cayeron al suelo. El policía le empujó dentro de la nave, a punta de pistola… Apenas había sitio. Automáticamente, Sergio se sentó en el asiento almohadillado y ajustó las correas de seguridad.

—Y ahora… —dijo el Oficial Huntz—. La última cosa.

En el suelo zumbaba la Caja-Dossier.

—A las cero horas cincuenta y un minutos del día 22 de febrero del año 316, el procesado Sergio Armstrong ha sido conducido a la sala de ejecuciones del Precinto 421 y entregado a los espacios. Dios tenga piedad de su alma. Terminado.

Con la otra mano, sin dejar de apuntarle con la pistola, el Agente empujó la puerta, que giró sobre su eje y se cerró con un bronco sonido funeral. El eco broncíneo de los cerrojos corriendo en el interior de la nave retumbó durante unos segundos bajo la bóveda metálica. Sergio miraba intensamente a través de la claraboya lateral… vio desaparecer al agente, y oyó un sonido metálico en el casco, como si conectasen un cable…

Al instante sintió que la navecilla negra se movía pausadamente, encaminándose al bruñido tubo metálico. Una mano de hielo le estrujó el corazón. En este momento hubiera dado cualquier cosa por no haber obrado de la forma en que lo había hecho y volver a su vida anterior. «No seas cobarde», pensó. «Casi es preferible la muerte a lo de antes. Y aún puedes vivir, aún puedes vivir…» La sala desapareció de su vista, sustituida por las espejeantes paredes del tubo de lanzamiento, apenas iluminadas por la luz del tablero de mando. Bruscamente, la nave se detuvo, con la punta casi pegando a la compuerta exterior. Hubo un ruido retumbante tras él; sin duda, el agente Huntz cerraba la válvula de entrada.

Escuchó un sonido silbante. De golpe, la compuerta anterior se abrió, y con velocidad creciente la negra nave fue lanzada al exterior. Sergio gritó, deslumbrado. En unos segundos había pasado de la semioscuridad de la caverna de acero a la cegadora luz del sol; la nave resbalaba lentamente sobre el profundo espacio negro, cuajado de estrellas; a su vista estaba la gigantesca curvatura de la Tierra, cubierta de nubes, y a uno de sus lados, el ciclópeo arco de la Ciudad, lleno de salientes y estructuras, brillante con su luz anaranjada… inhumano, frío, inalcanzable ya…

II
LOS SALVAJES

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