Violetas para Olivia (15 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

—Disculpe a doña Clara. Los años la están volviendo maleducada.

José Luis asintió. Lo cierto es que no le importaba. La anciana no le gustaba y prefería que las cartas estuvieran encima de la mesa. Clara simplemente se encogió de hombros. Lo que acababa de decir su sobrina no iba con ella e hizo escalar una forzada sonrisa a sus delgados labios.

—Por cierto, esta tarde tenemos visita. Viene don Álvaro —anunció Clara.

—¿Y quién le ha invitado? —preguntó Madelaine muy sorprendida.

—Yo. En cuanto supo que regresabas se puso muy contento.

La tía Clara se volvió hacia José Luis.

—Álvaro fue un novio de Madelaine —le explicó con satisfacción. Más aún cuando creyó percibir que a este le afectaba—. Sigue soltero, ¿sabes?

Madelaine volvió los ojos fastidiada.

—Tía, por favor, para ya. Estamos en el siglo XXI. Si quiero buscarme un novio, novia, marido o marida, lo haré yo sólita.

La tía Clara hizo un gesto de incredulidad condescendiente y se volvió hacia el fiscalista.

—No sabe lo que dice. Tiene un ojo fatal para los hombres. Claro, que debe de ser de familia. En nuestra casa solo funcionan los matrimonios concertados, así que ya ve. Seguro que, a la larga, nos damos cuenta de que resultan mucho mejores que las tonterías de unos idiotas que se dejan cegar por sus instintos. ¿Está usted casado?

—Soy viudo —respondió y su mirada se veló antes de volverse hacia el plato.

—Vaya, lo siento —respondió la tía Clara. No esperaba esa respuesta. Ni tampoco Madelaine. Se hizo un tenso silencio.

Otro muerto entre nosotros, pensó Madelaine. Y, por la fijeza cerrada con la que José Luis se concentraba en su plato, su difunta esposa acechaba sus movimientos, encadenada todavía a su marido. ¿Era él o era ella la que no dejaba cicatrizar la herida? Quién sabe, quizá ambos. Las presencias en aquella casa empezaban a resultar incontrolables, infinitas, parte indisoluble de sus vidas, porque ¿quién era ella sino producto de todo lo que la había precedido, de los actos y las decisiones de los anteriores? Hasta ahí, podía comprenderlo y aceptarlo. Se sumaba a ese razonamiento el hecho de sentir que, allí mismo, impregnando su realidad, habían quedado prendidos como desgarrones de tejido humano sobre una alambrada de espinos las ánimas de los pasados moradores, que en una huida desesperada hacia el más allá habían quedado atrapados en aquella casa palacio, objeto de las ansias de tantos durante generaciones, maldición de todos ellos. Una ráfaga de aire pasó por detrás de José Luis y apagó la vela con esencia a gardenia blanca. Madelaine se estremeció. Aspiró el último trazo del mágico perfume y deseó, con todas sus fuerzas, felicidad. Felicidad. Si el ave fénix puede resurgir de sus cenizas, también ellos pueden transformar la tragedia en felicidad. ¿Por qué no? Quizá solo fuera cuestión de escuchar atentamente. Al final, lo único que todos, vivos y muertos, buscamos es orden y armonía, pensó Madelaine. Y sonrió a José Luis, que en ese momento levantó la cabeza para mirarla. Entonces se produjo un chispazo, un momento imprevisto, insospechado. Los dos compartieron el deseo de paz.

3
EL PUEBLO

San Gabriel era un lugar peculiar aunque no especialmente extraño. Todos los pueblos milenarios guardan historias imperecederas, tragedias y conquistas secretas que han forjado su identidad a lo largo de los siglos, como las mareas van dando forma a las costas de manera imperceptible e implacable. Cierto es que no todos los pueblos de la sierra onubense cuentan con un castillo medieval coronando su cielo. Ni una familia de la alcurnia, secretos y riqueza de los Martínez Durango. A simple vista, podría pensarse que, en la actualidad, los Martínez Durango poco significaban en aquella villa. Sus únicos descendientes eran una vieja malhumorada y una treintañera que vivía lejos y no parecía tener interés en su herencia. Sin embargo, la realidad era muy distinta para los habitantes de San Gabriel. Los que vivían allí lo hacían por la gracia de esta familia. Resultaba difícil olvidar que los Martínez Durango seguían siendo los dueños de la mayor parte de las tierras que se divisaban desde lo alto de la torre del castillo, y de los más prósperos negocios que habían ido surgiendo con el paso de los años y que sustentaban a San Gabriel. El matadero, dos curaderos, el almacén de corcho y la almazara. También las monjas, la escuela y la iglesia eran suyos. Y, si bien ya no se pagaban los jornales al salir de la misa dominical de seis y media de la mañana, la sombra de su poder estaba grabada a fuego en las entrañas de todos los habitantes de San Gabriel, que, en cierta forma, seguían siendo esclavos de una familia que ya casi no existía. Aparentemente solo lo material había perdurado. Pero nadie pensaba eso. Junto a lo material había perdurado lo espiritual. La sombra de un omnipotente espectro, bajo el que se había desarrollado la vida en el pueblo, extendía su manto sobre San Gabriel. Lo material y lo espiritual, la mezcla más terrible y perfecta para el dominio de las almas. Dos elementos que la Iglesia tan bien ha sabido manejar durante siglos y siglos y que los Martínez Durango, en principio sin una estrategia premeditada, habían hecho suyos. Ahora, ese poder absoluto estaba a punto de cambiar de manos. Madelaine, quisiera o no, no podía huir del pasado del que era heredera. Había llegado la hora de que tomara posesión y no había tiempo que perder. La tía Clara insistió en que, esa misma tarde, debían realizar unas visitas. Madelaine se sorprendió, pues su tía había anunciado la llegada de Álvaro; pero Clara le aseguró que estarían de vuelta antes de que el antiguo pretendiente de su sobrina llegara.

—¿Y la siesta? —preguntó entonces Madelaine, que odiaba salir de casa después de comer—. La gente estará descansando. No vamos a molestar a nadie después de la comida.

—Ya están avisadas —replicó la tía Clara.

Poco después estaban bajando la calle, de nuevo a pie. Cuarterones y persianas estaban echados para protegerse del sol abrasador y pesado que rompía el día en dos. No se cruzaron con un alma. La tía Clara se detuvo delante del portón de la Fundación y llamó con la aldaba. Al instante se abrió la puerta. Una monja, de blanco rostro de porcelana y ojos vivarachos, a pesar de sus sesenta y tantos años, las recibió inclinando la cabeza.

—Buenas tardes, doña Clara. ¿Y esta debe de ser doña Madelaine? ¡Madre Santísima, si ya es toda una mujer!

—Casi, sor Leonor —replicó la tía Clara con sequedad—. Las jóvenes ahora maduran con retraso. Fíjese que todavía no se ha casado.

Madelaine quiso replicarle. ¿Y entonces ella qué? Seguía soltera. Pero la tía Clara, y más a su edad, se consideraba a sí misma fuera de categoría. Sor Leonor las condujo a una salita de suelo de granito, con escaso mobiliario de estilo castellano, una mesa cubierta por un hermoso tapete de ganchillo, sin duda trabajo de alguna de las laboriosas monjas, cuatro sillas y un par de sillones de cuero en un lateral, junto a una mesita baja. Los potos de hojas verde brillante, y un crucifijo espartano que presidía la fresca estancia, eran los únicos adornos. Olía a lejía y a pulcritud. Madelaine sintió que había entrado en otro mundo. Mientras sor Leonor y su tía hablaban del estado de salud de una de las monjas más ancianas que no parecía superar un catarro de verano, Madelaine, de repente, recordó aquel lugar. Sí, lo había visitado una tarde de agosto, muchos años atrás, con su madre. Con la remembranza tomando forma en su cabeza, se sentó en una de las sillas y esperó a que le sirvieran el café. La cafetera de plata humeaba y el aroma se desplegó suntuoso sobre el de la lejía. Madelaine removió el azúcar en su taza de porcelana de la Cartuja, blanca y azul, con la cucharilla de plata en la que aparecía grabado el escudo de los Martínez Durango y tomó la inmaculada servilleta de hilo que le ofreció sor Leonor. Al instante aparecieron otras dos monjas, la superiora y la profesora de religión, sor Mercedes y sor Josefina, intercambiables, amables, con el mismo rostro de porcelana y el mismo olor a limpio. Y la misma sonrisa y el mismo acento del norte, a pesar de llevar más de veinte años en el sur. Madelaine, que ya subía la taza hacia sus labios, saboreando con antelación el líquido oscuro y delicioso que, como todo lo preparado por las manos mágicas de las monjas, se prometía insuperable, tuvo que bajar la taza y saludar a las recién llegadas. Alegría pero distancia. Allí todo el mundo sabía quién era. Sor Josefina parecía ser la mayor. Sus ojos la miraban con una extraña curiosidad. En el fondo de sus pupilas, que intentaban merodear por el interior de Madelaine, encontró el recuerdo. Madelaine volvió a medir apenas noventa centímetros y a llevar el pelo corto, tal y como le gustaba a su madre.

1975, Fundación de San Gabriel

La niña mete sus pequeños dedos por entre el tapete de ganchillo, y los deditos penetran entre los hilos, como gusanos entrando y saliendo de delgadas cuevas.

—Tenemos que ayudar a esos niños, sor Josefina. Un libro puede cambiar la vida de esas personitas. Lo sé por experiencia —dice Inmaculada.

La monja no parece muy convencida.

—Su marido ha venido a verme —comienza sor Josefina con la mirada consternada.

Inmaculada no puede ocultar su sobresalto. El miedo ensombrece su rostro y poco puede hacer para disimularlo.

—¿Y qué quería?

—Asegurarse de que la biblioteca existía, supongo. Y decirme que no entiende qué necesidad tienen los críos del pueblo de leer.

—Ya, según él, no les va a servir de nada. Como todo lo que propongo, es una estupidez.

—Estaba muy enfadado. Dice que a usted no le importa ni la religión ni las monjas. Que solo va a misa porque él la obliga.

—¿Y qué tiene eso que ver con la biblioteca infantil?

—Bueno, Inmaculada, ya sabe cómo son las cosas aquí.

Inmaculada suspira con tristeza.

—Supongo que estaba intentando ponerme en contra suya —admite la monja.

—¿Te ha preguntado por Rafa?

Sor Josefina niega con la cabeza y se vuelve preocupada hacia Madelaine, que sigue la conversación muy interesada, sin entender demasiado con su mente de apenas tres años.

—Menos mal. Está obsesionado y te juro que no tiene por qué. Yo con un hombre tengo más que suficiente para el resto de mi vida, eso te lo puedo jurar por lo más sagrado.

—Lo sé —asiente Josefina—. Pero no la entiende. Y no lo culpo.

—Yo he puesto de mi parte. Créeme. Hago lo que puedo.

—Los caminos del Señor son complicados.

—Al menos tú has encontrado el tuyo. Si supieras cómo te envidio.

Sor Josefina entiende y asiente. Afortunadamente ella encontró su camino y se siente feliz en San Gabriel, un pueblo retrasado, que sufre de su propia incapacidad para levantar la cabeza y construirse una vida diferente a la que le dictan.

—Este proyecto de la biblioteca va a traerle problemas, Inmaculada.

—¿Qué más puede hacerme?

—No lo sé, pero a los Martínez Durango siempre se les ocurre algo peor de lo que en principio se pueda prever.

—Tonterías. Leyendas absurdas que cuentan las viejas del pueblo. Tienen mucho carácter, es verdad. Pero no hay nada sobrenatural en esa casa.

«Solo gente desdichada capaz de hacerse mucho daño entre sí», piensa Inmaculada.

—¡Sor Josefina! —exclamó Madelaine.

Sor Josefina sonrió ante la naturalidad del descubrimiento y el malestar que este había provocado en doña Clara.

—Usted era la amiga de mi madre —afirmó Madelaine.

—Caramba, qué buena memoria.

—Sí, qué buena memoria —farfulló Clara para sí.

—Iban a hacer una biblioteca infantil. ¿Qué pasó?

—Nada. Que tu padre y mecenas no quiso.

—¿Y por qué? —preguntó Madelaine sorprendida.

—No sé. Tu madre perdió el interés. Al fin y al cabo, para qué iba a meterse en ese jaleo —se apresuró a contestar Clara.

El rostro de sor Josefina se ensombreció.

—Creo recordar que no encontró mucho apoyo para sacar adelante el proyecto —espetó sor Josefina. Sor Mercedes la miró con dureza. Pero Clara decidió no darse por aludida. Nunca lo hacía. Madelaine sabía que si algo le sentaba mal o no le gustaba, lo normal era que su tía adoptara un tono condescendiente y se hiciera la tonta.

—¿Ah, sí? Ya no recuerdo. Fue hace tanto tiempo. Luego ella se fue y murió —concluyó Clara—. Una tragedia, pero, en fin, así es la vida. Dura e imprevisible, al menos para la mayoría.

Un denso silencio se hizo dueño de la estancia. Madelaine sintió que una pesada losa caía sobre todas ellas.

—Pero dejémonos de tragedias —dijo Clara—. El motivo de nuestra visita es que mi sobrina se va a casar. —Madelaine la miró alarmada, incrédula, incapaz incluso de negar semejante afirmación. Las monjas se volvieron hacia la atónita Madelaine manifestando su alegría. Clara continuó—: Y como saben, todos los matrimonios de los Martínez Durango han tenido lugar en la iglesia, que ahora está a su cargo.

—Enhorabuena. ¿Y para cuándo está prevista la ceremonia? —preguntó sor Mercedes sonriendo.

—Si todo sale bien yo calculo que para final del verano. Mediados de septiembre podría ser una buena fecha.

—La iglesia está en obras, como usted ya sabrá —le recordó sor Josefina, que era la única que parecía haberse dado cuenta de que el rostro atónito de Madelaine no se debía a la vergüenza o a la timidez por haber revelado su próximo enlace.

—Imposible olvidarlo. Recibo puntualmente las facturas de restauración todos los meses. Por eso quería hablar hoy con ustedes, para que se aseguren de que no haya demoras. Una boda haría una hermosa inauguración, ¿no les parece?

—Bueno, y ¿quién es el afortunado? —preguntó sor Josefina con una amplia sonrisa.

Eso, se preguntó Madelaine. ¿Quién era el novio?

—Por ahora, preferimos mantenerlo en secreto. Sabemos de su discreción pero no quiero que empiecen los chismes en el pueblo. Solo les aseguro que lo sabrán a su debido tiempo. Será un digno heredero para mantener la institución de los Martínez Durango. Por cierto, Madelaine vestirá el traje de novia de mi madre, pero la seda del mantón necesita arreglos.

—Por supuesto —respondió sor Mercedes. La anciana era siempre tan misteriosa con todo lo que rodeaba su vida que a estas alturas no le sorprendía que fuera capaz de mantener en secreto el nombre del novio—. Si le parece, mañana mismo envío a alguien a buscarlo y nos ponemos a ello.

La tía Clara asintió satisfecha.

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