Violetas para Olivia (7 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Cuando Madelaine llegó a la cancela, pensaba en la felicidad y en lo que nos complicamos la vida para conseguirla, y, de pronto, allí en el zaguán estaba él. Un hombre capaz de perderse entre la multitud...

—Buenos días, soy José Luis García.

Madelaine asintió. Efectivamente era un José Luis, ¡y García! Con todos sus respetos para los José Luises del mundo, y para las Anas y Marías, y para todos los García, López, Rodríguez y Pérez, ¿había nombres más comunes? Madelaine era de la teoría de que los nombres condicionan nuestra originalidad como personas. Esta era una teoría muy secreta, por supuesto, pues sabía que, de hacerla pública, sería muy poco popular. Un José Luis, en principio, solo podía ser una persona vulgar y corriente, alguien con pocas posibilidades de convertirse en un ser humano realmente interesante, porque ¿qué autor en su sano juicio pondría al héroe de su novela semejante nombre? Su teoría había empezado a tambalearse hacía ya años. En concreto, tras las vacaciones que pasó en Venezuela. En un pueblo cercano a Maracaibo conoció a un chiquillo llamado Micaelyacson y a un cincuentón que respondía al nombre de Frigorífico. La influencia de la cultura norteamericana y el consumismo que había llegado con la prosperidad petrolera había marcado a las clases más desfavorecidas. La bonanza dejó tras de sí una estela de nombres imposibles que hoy habían alcanzado ya a España, arrastrados por la inmigración. Jacqueline, Yéremi, Yamilas, Dámaris..., nombres prestados de otras culturas, o adaptados, o sacados de culebrones, o mal interpretados o inventados. Para Madelaine, un nombre extravagante empezaba a ser solo sinónimo del origen cultural de una familia.

—El fiscalista, supongo —dijo Madelaine.

«Doctor Livingstone, I presume?»
José Luis intentó esbozar una sonrisa pero no pudo. Le molestaba que una mujer hermosa hubiera hecho el papel de Stanley y, una vez más, hubiese quedado tan evidente quién era él. Hizo un esfuerzo por no ofenderse. Sí, es verdad que físicamente representaba con fidelidad el prototipo de fiscalista o contable. Al menos, el que aparece en las series de televisión: de mediana edad, corte de pelo pulcro y gafas de montura al aire, de altura y complexión media, con una ligera chepa que le hacía parecer más bajito de lo que era en realidad, seguramente producto de haber sido el más alto de su entorno familiar. Los rasgos faciales, cuadrados y armoniosos, se veían suavizados por unas incipientes canas en las sienes que aclaraban su negra cabellera. Los ojos eran azules, grandes, claros y limpios; pero Madelaine, aunque solía fijarse en esos pequeños detalles de los hombres que se cruzaban en su camino, no los vio. Ella solo percibió un hombre severo que venía a complicarle la vida y su mirada oscura la delató sin remedio.

—Y supongo que usted es Madelaine Martínez Durango —dijo José Luis cambiándose el maletín de mano para saludarla. Madelaine pensó: «Un hombre a un maletín pegado».

—Sí, erase un hombre a un maletín pegado —dijo él sintiendo su mirada. Madelaine se sobresaltó. ¿Había escuchado su pensamiento? José Luis forzó una sonrisa cordial. Iban a pasar un tiempo juntos y lo mejor sería comenzar con buen pie. Sabía que su presencia imponía y que, cuanto más bajas estuvieran las defensas, antes terminarían. Sin embargo, le sorprendió comprobar que su broma amable solo había servido para incomodarla—. Perdone. Era solo una broma. Mala, por lo que veo —se disculpó José Luis al darse cuenta de que ella enmudecía. Maldijo sus tonterías. Ni siquiera sabía por qué había dicho eso. Extendió la mano hacia ella—, ¿Hacemos las paces y le prometo no hacer más chistes? Siempre se me olvida que un fiscalista seguramente no tiene mucha gracia, ¿verdad?

Madelaine esbozó una sonrisa, confusa, inocente, incomprensible..., y, al estrechar las manos, José Luis sintió una extraña corriente eléctrica que le zarandeó las entrañas. El traje gris, la camisa blanca y la corbata de tonos azules, al instante, le asfixiaron como si de una mortaja se tratase. Su atuendo lo transformaba, no, lo disfrazaba, ocultaba al hombre que era. Mientras se dejaba conducir hacia el despacho, José Luis se molestó consigo mismo. ¿Qué le importaba que aquella mujer fuera capaz de distinguir quién era él al margen de su profesión? Era solo una niña rica y malcriada que no había sido capaz de poner orden en un patrimonio heredado.

José Luis reconocía que tenía prejuicios contra las clases altas. Le daba rabia comprobar, una y otra vez, y a pesar de lo maniqueo del razonamiento, que los ricos son ricos porque engañan y abusan de los más débiles. No tienen escrúpulos porque lo suyo es suyo y lo de los demás también. El resentimiento del inspector no provenía, ni mucho menos, de unos orígenes humildes. Su padre había sido un médico otorrino de prestigio durante el franquismo, y su madre, aunque nunca trabajó fuera de casa, aportó al matrimonio una pequeña fortuna por parte de una tía gallega que murió sin descendencia. La familia García siempre vivió cómodamente en un amplio piso de Serrano, con una chica de servicio interna y dos externas. Pasaban las vacaciones de verano en Fuenterrabía y, en el invierno, esquiaban en Formigal. Todos los hijos tuvieron educación universitaria. Resultado: dos médicos y dos abogados. José Luis, el tercero en la línea sucesoria de los García Barreira, había sido, con diferencia, el más brillante. Sin embargo, debido a su empeño por permanecer en la función pública, no había prosperado como los demás. Recién superados los cuarenta, podría haberse convertido, sin traumas ni presiones, en un hombre acomodado que, eligiendo el partido de los fuertes, demostrara su buena cabeza, tal y como habían hecho sus hermanos. Sus padres nunca se entrometieron en sus decisiones, pero Javier, Antonio y Luis María solían ponerse muy pesados cada vez que se veían, pues sabían que compañeros de José Luis habían acertado cambiándose al otro lado del mostrador de Hacienda. ¿Por qué no podía hacer él lo mismo?

Porque a José Luis no le importaba el dinero. Siempre había tenido lo necesario para vivir como quería y para sostener a su familia, una familia que ya no existía. Por todo ello, a pesar de su aspecto conservador y la clásica dirección que había tomado su vida personal y profesional, era, en su entorno, un rebelde impaciente que disfrutaba ayudando a distribuir un poco de justicia sobre la tierra. Los que habían trabajado con él en Hacienda decían que era inflexible e incorruptible. Un hombre difícil y serio, sin grandes ambiciones profesionales, que nunca se iba de copas con los compañeros ni aceptaba comidas de los clientes, no digamos ya otro tipo de favores. Sus hermanos, y, sobre todo, las mujeres de sus hermanos, criticaban el aislamiento voluntario en el que se sumergía durante meses, acentuado desde la desaparición de su esposa y los gemelos. En realidad, aunque ciertamente a él le costaba cada vez más acudir a las reuniones familiares, no era porque al ver a todos con sus familias sintiese pena de sí mismo, tal y como creían los demás, sino porque advertía que los años no habían hecho sino poner de manifiesto las diferencias entre sus vidas. Él cada vez se inclinaba más hacia los problemas que estaba trayendo la inmigración, las desigualdades sociales, o las obras de Madrid, que convertían a la ciudad en una jungla inhumana. Su familia, en cambio, se preocupaba por las acciones en Bolsa, las operaciones de estética, el golf, el Real Madrid y los exclusivos colegios de pago donde sus hijos podrían mantenerse inmaculados. Él seguía coherente con sus gustos de juventud. Era un apasionado de la canción protesta de los setenta y de los cantautores que continuaban en activo: Serrat, Sabina... También de los americanos como Bruce Springsteen. Admiraba que ni los años ni el dinero hubieran arrastrado de su conciencia el hecho de que el arte puede cumplir también una función de denuncia social. Sus hermanos, que habían sido durante la juventud grandes fans de los Beatles y los Brincos, ahora no tenían tiempo para la música. Algún concierto en el Real de cuando en cuando para que sus esposas lucieran modelito. La hija mayor de Javier tocaba el piano y su madre insistía en renovar el abono del Auditorio todos los años, pero lo cierto es que cada vez les daba más pereza acudir. Los hermanos García Barreira cada vez tenían menos en común y, desde que sus padres fallecieron en la década de los noventa, primero su padre, y, año y medio después, su madre, menos razones para mantener las apariencias. O así lo pensaba el fiscalista.

Sin embargo, el mes pasado había sucedido algo que hizo que José Luis, el hombre inamovible, decidiera que quizá era hora de cambiar, dejar la hacienda pública y hacer caso a sus hermanos. Tras un reconocimiento médico se enteró de que su corazón había sufrido varios pequeños infartos. «Avisos», los denominó el médico. Era hora de que empezara a cuidarse. ¿Cuidarse? Una palabra y acción vana, que le sonaba femenina, un lujo para el que los hombres como él no tienen tiempo ni necesidad. Se asustó. No quería morir. No así, sin haber construido nada. No estaba preparado y, de repente, quedó aterrado al darse cuenta de lo poco que había vivido.

De la noche a la mañana, Madrid le resultó una trampa, una jaula insoportable donde no podía respirar; y su oficina, un ataúd donde se había enterrado en vida sin siquiera pensárselo dos veces.

Odió su vida oscura y triste. Aborreció el penar que sentía en el pecho desde la pérdida de su mujer y sus hijos y el haberse convertido en un bicho raro y desubicado. Quiso abandonar todo y se dio de bruces con la cruda realidad: no podía permitírselo. Toda una vida entregada al erario público no le había hecho rico precisamente. Entonces tomó el único camino posible. El mismo al que paradójicamente le animaban sus hermanos desde hacía años: decidió establecerse por su cuenta. Hizo números. Trabajando la mitad del año, podría ser libre la otra mitad. Quizá viajar, leer, aprender algo nuevo, trabajar para una ONG en la que creyera... No sabía muy bien qué iba a hacer con su tiempo libre cuando pudiera comprarlo, pero estaba convencido de que, a pesar de que su conciencia
roja
escociera al trabajar para el enemigo, aquel encargo con los Martínez Durango iba a ser la llave de sus primeros meses de auténtica libertad.

Pese a su sensibilidad hacia los que sufren, Madelaine guardaba, íntimamente escondidos en sus entrañas, los prejuicios ancestrales de su clase aristocrática, no tanto contra las clases más humildes, sino especialmente contra la clase media burguesa. Tuvo que reconocer que le había turbado la mano de aquel hombre insulso y corriente. Esperaba un apretón blando, ligeramente húmedo pero correcto. Había sido fuerte, masculino, y era ella la que tenía la mano sudada. Odiaba sudar, demostrar físicamente humanidad, y se sintió traicionada por sus glándulas sudoríparas. ¿De dónde venían los prejuicios de Madelaine? Porque no eran exactamente clasistas en el sentido de considerar a las personas sin dinero, rango o educación, como de condición menor. No. Había conocido gente sin dinero, sin rango e incluso sin educación, que poseían un juicio propio y original sobre la vida y eso era suficiente para ella. Con el tiempo le divirtió descubrir, secretamente y a través de su pasatiempo favorito, el cine, que había otros como ella. En las películas de Visconti o Kubrick encontró el mismo sentimiento de repulsión elitista que ella sentía hacia los estereotipos, vinieran de donde vinieran. Esta sensibilidad especial para detectar y aborrecer la mediocridad llevaba varias generaciones en su familia. Para rastrearlo había que remontarse por las líneas femeninas del árbol genealógico, pues, aunque los varones también estaban llenos de complejos y prejuicios clasistas, estos se basaban simplemente en considerarse superiores al resto de los mortales. La originalidad era un concepto clave y exclusivo en el «prejuicio» de las mujeres Martínez Durango.

La bisabuela de Olivia por parte materna, Rosa María, fue la primera fémina realmente especial de la familia. Cuando nació, en la primera mitad del siglo xix, la vida era dura para los campesinos castellanos. La mayoría se resignaban al papel que Dios les había dado en el mundo y se esforzaban por sobrevivir y cumplir con la Santa Madre Iglesia, que era la que intercedería por ellos en el más allá. No era el caso de Rosa María. La octava de once hermanas, hijas de un agricultor de Valdepeñas, no tenía fe más que en ella misma. De niña se cuestionaba las verdades de la Iglesia y hacía incómodas preguntas a los mayores sin recibir respuestas convincentes. A lo más, un disuasorio pescozón. El omnipotente cura siempre le pareció un farsante. Desconfiaba de su mirada, del poder del que hacía alarde ante sus parroquianos, a los que le gustaba aterrorizar desde el pulpito con sus furibundos sermones sobre los pecados de la carne. El convencimiento de que su instinto era certero se materializó cuando lo encontró, una calurosa tarde de verano, retozando en el arroyuelo con una moza de mala fama. Afortunadamente, la bisabuela de Olivia tenía el suficiente seso para darse cuenta de que si el cura se enteraba de que le había descubierto su vida se convertiría en un infierno. Supo guardar el secreto, pero, a partir de entonces, ya no pudo creer una sola palabra del ministro de Dios y decidió que, de ahí en adelante, ella misma juzgaría lo que estaba bien y mal. Sacudirse el peso de la moral católica la hizo sentirse muy ligera. Desaparecieron los límites. Su vida dejó de estar predestinada. ¿Por qué tenía que aceptar la pobreza? ¿Por qué la humildad y la castidad? ¿Por qué no podía tener ella otra vida? Pero ¿cuál? Rosa María nunca había salido del pueblo y no tenía referencias de otra vida... hasta que un carruaje de paso hacia la corte se vio obligado a hacer parada en su misma casa. La ilustre viajera era una condesa embarazadísima que iba a Madrid a reunirse con su marido. El ajetreo del camino hizo que rompiera aguas y el destino que terminara pariendo en casa de Rosa María. Dos revelaciones tuvieron lugar aquella tarde inolvidable para la intrépida tatarabuela: que el dinero producía mujeres privilegiadas, de piel blanquísima y manos perfectas, y que, sin embargo, la naturaleza las igualaba con las de origen humilde en lo más íntimo, sucio y humano.

Al día siguiente, con su bebé en brazos, la condesa retomó su camino, pero dejó tras de sí un sueño. Rosa María, que entonces tenía quince años, prometió convertirse en una gran y elegante dama, como la condesa. La naturaleza la acompañaba: era muy hermosa, de piel pálida y ojos claros, y todavía no habían hecho mella en ella los rigores del campo. Se sentía ya deseada pero nunca se había enamorado. En su fuero interno, sabía que había algo más importante que casarse y tener hijos. Se creía inteligente, y en verdad lo era. Sí, no tenía cultura ni modales, y además se daba cuenta de que debía salir de aquel pueblo cuanto antes. Cuando del carruaje de la condesa no quedó ni la estela del polvo, Rosa María se dispuso a sacrificar lo que fuera necesario para conseguir su empresa. La oportunidad no tardó en aparecer. Corría el año I 847 y de Sevilla llegó noticia de una feria agrícola y ganadera que iba a celebrarse en el mes de abril. Uno de los bodegueros más importantes recibió encargo de transportar varias cubas de vino y Rosa María se las arregló para que la llevara con él. Convencer al bodeguero y escaparse de casa no le resultó tan difícil. Al bodeguero, que era un viudo bobalicón deseoso de encontrar nueva esposa, le aseguró que tenía permiso de sus padres y que lo pasarían muy bien juntos. Por su familia no se preocupó. No pensaba regresar y.1 ellos les vendría bien tener una boca menos que alimentar.

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