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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (11 page)

El español se volvió sorprendido a Chabcha Pusí.

—¿Qué pasa? —quiso saber—. Sólo es un pedo. El otro, al que se le advertía también ligeramente incómodo, abrió las manos en un ademán que no quería decir nada y lo decía todo al propio tiempo.

—Entre nosotros… y sobre todo entre los de su clase, es la peor prueba de educación de que puede hacer gala un ser humano. Y una demostración de absoluto desprecio hacia quienes te acompañan. Un miembro de la familia real haría que te lapidaran por eso.

—Se me escapó.

—Lo supongo… Pero deberías cuidar tus modales. Sobre todo delante de ellos.

—Te juro que no lo he hecho con mala intención ni para mostrarles el camino, pero no cabe duda de que visto el resultado puede constituir una magnífica defensa en caso de apuro…

—Nunca te molestarán si no los buscas. Saben muy bien cuál es su sitio, y han sido adiestrados desde niños para agradar al hombre en todo.

El otro le observó largamente y por último no pudo evitar expresar una idea que le rondaba obsesivamente en la cabeza:

—Confiésame una cosa… —quiso saber—: ¿Realmente han nacido así o les han obligado a serlo?

—Unos nacen… —admitió de mala gana el «curaca» —. A otros los hacen… Buscan entre los niños de familias campesinas a los más hermosos, y desde que tienen cuatro o cinco años los educan para satisfacer determinadas apetencias de algunos miembros de la realeza… Cuando alcanzan la pubertad el señor de la región los inicia el día de la fiesta del dios al que están consagrados.

—¿Aunque no lo deseen?

—Observo que continúas teniendo el mal hábito de preocuparte por lo que un determinado individuo pueda o no desear. Aún no has comprendido que aquí tan sólo la voluntad del «Inca» cuenta. Todos, ¡absolutamente todos!, vivimos sometidos a su ley, que emana del Dios Sol y únicamente él está capacitado para discernir qué es que conviene a cada cual. Si establece que, unos determinados niños deben sustituir en ciertas funciones a las mujeres, nadie es quién para ponerlo en tela de juicio. Y el elegido menos aún, teniendo en cuenta que se transforma, de miserable campesino, en privilegiado sacerdote agasajado y respetado…

—Excepto por aquellos que le den por el culo —replicó el español groseramente—. Ya te expliqué lo que hacemos en mi país con esa gente: le cortamos el pene y los colgamos boca abajo.

—Mala conciencia debéis tener al combatir con semejante barbarie una debilidad humana. Mala conciencia, o miedo.

—¿Miedo a qué?

—¡Tú sabrás…! A mí, que nunca se me pasó por la mente la idea de acostarme con un hombre, tampoco se me ocurriría nunca matar a quien lo hace…

—Entiendo lo que intentas insinuar y en cualquier otra circunstancia te obligaría a tragarte esas palabras, pero me encuentro en tu país, son otras las costumbres y lo menos que debo hacer es aceptarlas… Al fin y al cabo cada cual puede hacer con su culo lo que le venga en gana…

Esa noche, cuando en un par de ocasiones el andaluz escuchó al otro lado de la cortina sospechosos rumores de faldas junto a mal contenidas risas y suspiros, se limitó a optar por dejar escapar dos estruendosos cuescos, que surtieron el efecto de conseguir que la paz y la quietud regresaran al pequeño templo del dios Pachacamac, aquel que «Movía el Mundo».

Pese a ello, tardó en conciliar el sueño, inquieto como estaba por cuanto había sucedido en la cueva del «Hijo del Trueno» y que en cierta forma había continuado bulléndole en la cabeza a lo largo del día…

La explicación dada por Chabcha Pusí de que todo se limitaba a una pesadilla y Guzmán Bocanegra jamás podía haberle hablado a través del esquelético anciano, era probablemente la más lógica, pero no desde luego la más convincente viniendo de un hombre que había demostrado una espacialísima inclinación por cuanto se relacionase con la hechicería y la superstición.

Cuando, durante la cena, Molina había preguntado a los homosexuales sobre si tenían noticias de algún otro «Viracocha» llegado con anterioridad al país, advirtió que el «curaca» se mostraba sumamente incómodo e intentaba por todos los medios a su alcance desviar la atención de un tema que en apariencia le repelía.

—Nadie te tomará en serio si descubren que haces caso de las locuras de un «Hijo del Trueno» —dijo—. Se supone que eres un «Viracocha» y te encuentras muy por encima de semejantes paparruchadas… Esos tipos no son más que embaucadores y charlatanes sin prestigio alguno.

Era más probable que el adusto inca tuviera razón, pero, pese a ello, en la quietud de la noche a Molina le parecía estar escuchando de nuevo aquella angustiada voz que pedía ayuda, y se negaba a aceptar que algo tan real y que le había marcado con tanta fuerza se debiera únicamente a un sueño.

Era posible —remotamente posible— que Guzmán Bocanegra hubiera alcanzado a nado la costa, pidiese ayuda en el único idioma que conocía, y su llamada llegara a la única persona que en aquel inmenso país comprendía ese idioma.

¿Pero cómo?

¿Cómo y por qué a través de un viejo hechicero con fama de charlatán embaucador?

Se durmió repitiéndose una y otra vez la misma pregunta, y con la primera claridad del día Chabcha Pusí, acudió a despertarle comunicándole que por el Norte avanzaba una numerosa tropa fuertemente armada que ofrecía todas las apariencias de ser gente fiel al traidor Atahualpa.

—Presentaremos batalla.

—Son muchos.

—Por más que sean. Cortando el puente puedo hacerme fuerte aquí e impedir que lleguen.

—¡No seas loco! Nos rendirían por hambre. He hablado con los sacerdotes. Si tú se lo pides están dispuestos a escondernos.

—¿Si yo se lo pido? —se asombró el español—. ¿Por qué yo? ¿Qué quieren a cambio?

—No seas mal pensado —se impacientó el «curaca» No quieren nada a cambio. Tan sólo buscan agradarte.

—¡Pues no me agradan…! —fue la áspera respuesta—. Además, no sé dónde diablos van a escondernos en un lugar tan pequeño.

—Ellos saben cómo hacerlo.

Sabían, en efecto, porque en cuanto Alonso de Molina, suplicó que no permitieran que las gentes de Atahualpa les apresaran, comenzaron a corretear de un lado a otro preparándolo todo con laboriosidad digna de encomio. Fue así cómo en el justo momento que el primer grupo de soldados atravesaba el puentecillo, el español tomó asiento sobre un estrado de la mayor de las salas, vistiendo, túnica cubriéndose el rostro con una mascarilla idéntica a la de las cuatro momias que se alineaban a su izquierda, pero obligado a efectuar un sobrehumano esfuerzo evitar soltar la carcajada ante el grotesco aspecto que ofrecía el adusto y malhumorado Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, engalanado con los ropajes, las plumas y los abalorios de un sacerdote sodomita del templo de Pachacamac.

—¿Q
ué hacernos ahora?

El indígena le observó y resultaba evidente que no encontraba respuesta a semejante pregunta.

—Dime…: ¿Qué hacernos ahora? —insistió Alonso de Molina al tiempo que comenzaba a despojarse de la amplia y maloliente túnica de momia con la manifiesta intención de devolvérsela a su primitiva propietaria que había quedado momentáneamente oculta bajo un montón de esteras—. Tenernos que continuar hacia el Cuzco, pero esos soldados nos preceden por el único camino que existe. ¿Se te ocurre algo?

—No —replicó de mala gana el otro—. No se me ocurre nada. Si fueras una persona «normal» podríamos intentar pasar inadvertidos fingiéndonos sacerdotes, recaudadores o inspectores de caminos, pero con tu corpulencia, tu coraza y tu barba se te reconoce a mil pasos de distancia.

Permanecieron sentados en el suelo, desconcertados y en silencio, observados fijamente por los homosexuales que parecían haber hecho causa común con ellos y compartían su preocupación por las escasas perspectivas de éxito del azaroso viaje.

—Si consiguierais llegar a Cajamarca todo resultaría más fácil —hizo notar al fin el más joven del trío—. El gobernador Hanco Queché es fiel a Huáscar, de eso estoy seguro.

—¿A qué distancia queda Cajamarca?

—A unos tres días de marcha por el Camino Real.

—¿Existe alguna otra ruta?

—Ninguna que sepamos.

—¡Pues vaya…!

El mariquita no dijo nada, meditó unos instantes, y por último se inclinó a cuchichearle a sus compañeros que en un principio parecieron muy sorprendidos pero al fin asintieron con un leve ademán de cabeza y una sonrisa.

—Quizás exista una fórmula —añadió al poco el efebo con cierto embarazo—. Cuando un personaje importante muere, solemos acompañar su momia hasta su ciudad de origen, donde reposará con los suyos para siempre. —Señaló con un gesto la corta túnica que Molina acababa de dejar en el suelo—. Si ha dado resultado una vez, puede seguir dándolo.

El andaluz le observó horrorizado, negándose a dar crédito a lo que estaba oyendo:

—¿Insinúas que tengo que pasearme por medio país disfrazado de muerto? —se asombró.

—Más vale parecer muerto que estarlo —fue la incuestionable respuesta.

—Eso va en opiniones. Y no creo que diera resultado.

—Podríamos conseguir media docena de porteadores fieles y nadie sospecharía de un cortejo fúnebre. Los muertos son sagrados.

Alonso de Molina intentó protestar nuevamente, pero Chabcha Pusí, que parecía haber recuperado su adustez y su dignidad a la par que sus ropas, intervino conciliador:

—Tal vez sea una solución acertada —admitió—. Avanzaríamos aprisa y sin riesgos. —Su voz cobró un matiz más profundo y transcendente—. Y recuerda que no son únicamente nuestras vidas las que están en juego; es muy posible que una guerra civil dependa de que Atahualpa se apodere o no de ti. Saber que estás de parte de Huáscar enfriará mucho sus ánimos.

—Yo no estoy de parte de nadie —le hizo notar el español—. No he venido hasta aquí para involucrarme en una nueva guerra. Desde los dieciocho años no he hecho otra cosa que participar en guerras, y he llegado a la conclusión de que únicamente favorecen a los Poderosos. Docenas de mis mejores amigos han perdido la vida en la conquista de nuevos mundos, y el Emperador ni siquiera se ha molestado en dar las gracias. Le presta más atención a la última intriga palaciega o a una nueva sospecha de herejía que a la más sangrienta batalla que sus ejércitos hayan ganado.

—Los Emperadores no tienen que dar las gracias por nuestros sacrificios —replicó el «curaca» convencido—. Nacimos para servirles.

—¡Y una mierda! —exclamó el otro furibundo—. Hace tiempo que me cansé de que todo en mi vida dependiera de un Emperador que a duras penas farfulla mi propia lengua y no siente el más mínimo afecto por todo aquello a lo que consagré mi vida. Dime…: ¿Te sacrificarías por un «Inca» nacido más allá de tus fronteras y al que apenas entendieras?

—Si es «Inca», es Hijo del Sol, y si es Hijo del Sol, mi vida le pertenece.

—Me asquea tu servilismo… —sentenció Alonso de Molina, aunque tras unos instantes de meditación, añadió—: Perdona; no tengo derecho a atacarte porque cierto es que, hasta no hace mucho, pensaba como tú, pero desde que he llegado a este país he roto con mi vida anterior y todo lo veo distinto. Aquí me encuentro solo, a nadie puedo recurrir ni a nadie debo dar cuentas de mis actos. Ni las leyes ni las costumbres por las que siempre, me regí, sirven de nada, y me agrada la idea de sentirme dueño absoluto de mi vida.

—No entiendo de qué me estás hablando… —replicó Chabcha Pusí, y tras señalar a los homosexuales que permanecían expectantes añadió—: Ni ellos tampoco.

—¿Y qué importancia tiene? En vuestro mundo no existe el concepto de libertad y ahora me doy cuenta que en realidad en el mío tampoco. Tan sólo ahora descubro su auténtico valor. Yo soy Alonso de Molina, natural de Úbeda, y ya no soy más que eso, ni capitán, ni nada, pero tampoco nadie es más que yo. ¿Lo comprendes?

Chabcha Pusí negó con la cabeza:

—No.

El español se volvió a los sacerdotes:

—¿Y vosotros?

Los pintarrajeados sodomitas se observaron y resultaba evidente que no tenían ni la menor idea de a qué se estaba refiriendo porque su vida se limitaba al hecho de servir al dios que «Movía el Mundo» y a aquellos señores que en un momento determinado quisieran disfrutar de sus particularísimos encantos.

—Es inútil… —musitó el español desalentado—. Veo que cuanto trate de explicaros resulta inútil.

—¿De qué te sorprendes…? —le respondió Chabcha Pusí visiblemente molesto—. Te cuesta aceptar costumbres que tienes a la vista y que se adaptan al mundo que nos rodea, y sin embargo pretendes que entendamos cosas extrañas de países de los que desconocíamos siquiera la existencia. No estás demostrando ser mucho más listo que nosotros; tan sólo más intransigente.

—¡De acuerdo! —admitió el español con impaciencia—. No es cuestión de ponerse a discutir sobre quién es más listo o más intransigente. Ahora es cuestión de llegar vivos al Cuzco… ¿A nadie se le ocurre una solución mejor que hacerse el muerto?

No existía al parecer, o por lo menos no fueron capaces de encontrarla, por lo que poco antes del mediodía el fúnebre cortejo pareció dispuesto a iniciar la marcha, aunque a última hora, y ya resignado a su papel de difunto embalsamado, Alonso de Molina protestó una vez más furiosamente:

—¿Qué quieres decir con eso de que tengo que viajar sentado? En mi país los muertos van siempre acostados.

—¡Hermoso papel harías acostado y con las piernas cruzadas en el aire! —fue la agria respuesta del «curaca»—. Nosotros momificamos y enterramos a los muertos sentados, y por lo tanto ésa es la única posición en que pueden viajar… —Sonrió arrugando la nariz como un ratón y enseñando los dientecillos—, Y así podrás contemplar mejor el paisaje…

Resultaba ciertamente una extraña y absurda comitiva, con tres «locas» que comenzaban de pronto a canturrear o dar gritos histéricos alabando las virtudes difunto, ocho desconcertados porteadores que no tenían ni la menor idea de por qué tenían que llevar en andas el pesadísimo «cadáver» de un monstruoso «hombre-dios» que en realidad estaba vivo, un «curaca» mortalmente asustado, y un andaluz de Úbeda que había concluido tomarse a broma una situación a todas luces disparatada.

Sentado muy recto sobre una frágil angarilla, protegido del violento sol andino por un palio y un toldo de colores, manteniendo sus armas bien ocultas al alcance de la mano y el rostro cubierto con una mascarilla dorada a la que habían practicado únicamente dos delgadas aberturas para que pudiese atisbar lo que ocurría su alrededor, el viaje no resultaba en absoluto cómodo, teniendo en cuenta, además, que la mayor parte de tiempo se veía en la obligación de permanecer inmóvil y conteniendo la respiración, consecuente con su papel de difunto que atraviesa un país a todo lo largo de su principal vía de comunicación.

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