Read Wyrm Online

Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (65 page)

—La verdad, no veo cómo puede ayudarnos eso -dijo Tahmurath.

—Ahora viene la parte útil -respondió Megaera-. Los nombres de los Sparti eran Chtonius, Udaeus, Hyperenor, Pelorus y Echion. ¿Os suenan?

—Son los nombres de los hosts de Ajenjo.

—Correcto. Pensad en ello: los Sparti son los hombres sembrados, por lo tanto los dientes del dragón son como semillas, o sea…

—¡Kernels! -exclamó Ragnar. El kernel, la parte esencial del sistema operativo, es responsable de funciones tales como la asignación de recursos, las interfaces de harware de bajo nivel y el sistema de seguridad.

—Muy bien. Ahora han dado las doce de la noche en la costa Este. Tenemos cuarenta y ocho horas hasta Fin de Año. Propongo que lancemos un llamamiento por Internet para reclutar todos los piratas que podamos. Voy a tomar el primer vuelo a San Francisco para reunirme con vosotros en Cepheus.

—¡Vamos a hacerlo! -dijo Tahmurath-. Podemos enviar notas a todos los grupos de noticias de Usenet visitados por los piratas. También pasaremos el aviso por correo electrónico a la gente que conozcamos en persona y les diremos que busquen a otros.

—Y no os olvidéis de los MUD -dijo Zerika-. Muchas de esas personas, sobre todo algunos magos, tienen exactamente la clase de talento que necesitamos. Podemos enviar notas a los grupos de noticias sobre los MUD y también directamente a los juegos.

—Esperad un momento -intervino Ragnar-. Tenemos que ir con cuidado. -Si creamos una oleada de pánico, o iniciamos de forma involuntaria una gran cadena de cartas, podríamos colapsar Internet incluso si Wyrm no lo hace.

—Tienes razón. Muy bien, iremos con cuidado para no causar más problemas de los que ya tenemos. Megaera, ven lo más pronto posible. Entretanto, pensaremos la mejor manera de dar publicidad a todo esto.

El tiempo pasa muy despacio cuando uno está sentado en la celda de una cárcel. Aunque supongo que no lo era, en sentido estricto, sino sólo una celda de retención en un edificio federal. Esto suponía una ventaja, ya que, de ser testigo de la superpoblación de las cárceles, hubiera tenido probablemente que compartir la celda con asesinos, violadores, pederastas y demás variedades de psicópatas. Tratándose de un organismo federal, todos los que estábamos en aquellas celdas éramos sospechosos de haber cometido un delito federal, que, a finales del siglo XX, consistía sobre todo en cosas que la mayoría de la población no sabía que eran ilegales.

A decir verdad, estaba solo en la celda. Si había alguna otra persona retenida en el edificio, no se hallaba cerca de mí.

Además, ya me sentía enfermo de verdad. Había empezado a tener fiebre y escalofríos poco después de medianoche, y más tarde fui a vomitar aproximadamente cada hora. Mis carceleros habían tenido el detalle humanitario de traerme un par de pastillas Tylenol, pero no se habían quedado el tiempo suficiente para ser muy útiles. Recuerdo haber pensado que, bueno, si no me hubieran arrestado, no habría tenido una habitación en la que la cama estaba a un metro del baño. Siempre hay que ver el aspecto positivo de las cosas.

A la mañana siguiente de esa especial noche en el infierno, estaba sentado al borde del catre, con una manta de escaso grosor alrededor de los hombros, a la espera de lo que fuese a pasar a continuación. Las horas transcurrían muy despacio.

Por otra parte, el tiempo pasaba a velocidad vertiginosa y no había nada que yo pudiese hacer para ralentizarlo. Cada segundo nos aproximaba más y más a la medianoche del treinta y uno de diciembre y a la catástrofe que aguardaba a la humanidad. Me sentía como quien esperaba el veinticuatro de diciembre para hacer las compras de Navidad y entonces descubría que, si no las hacía todas antes del cierre del centro comercial, el mundo terminaría en una tormenta de fuego.

Al cabo de unas seis horas, pensaba que habían hecho bien de no darme una taza de latón como las que se veían en las películas porque la habría estado golpeando contra los barrotes con todas mis fuerzas, si hubiese tenido energía suficiente para moverme, claro está. Oí que se abría una puerta al fondo del pasillo y unos pasos que se acercaban. Era Weiss y otro hombre al que no reconocí. Éste sacó una llave y abrió mi celda.

—Salga. Ha venido su abogado -dijo Weiss.

Me condujeron a un cuarto amueblado con una mesa y dos sillas. A la mesa estaba sentado un hombre de piel oscura y con una incipiente calvicie. Se levantó y me alargó la diestra mientras me daba una tarjeta con la izquierda.

—Soy Shervage Wood, del bufete de Lambton y Froech. Trabajamos mucho en el ámbito jurídico de la informática. He venido a ofrecerle mis servicios para su defensa.

Estreché la mano y tomé la tarjeta. Contenía la misma información que me había dicho de palabra.

—¿Le ha enviado…?

—Creo que es una amiga suya. La señorita Alice Meade.

Asentí con la cabeza.

—Muy bien, le contrato. ¿Qué debemos hacer ahora?

—En primer lugar, dígame qué está pasando.

Se lo expliqué. Cuando llegamos a mi intento inicial de cooperar durante el interrogatorio del FBI, se llevó las manos a la cara.

—¿No sabe que nunca debe hablar con esos hombres sin que esté presente su abogado? No cuando se está acusado de un delito. Bueno, no importa, el daño ya está hecho. Pediré una trascripción del interrogatorio y veré si dijo algo que lo incrimine. Tal vez no sea tan malo.

»Dentro de una hora más o menos nos presentaremos ante un juez para sacarlo con una fianza -continuó-. En estas circunstancias, creo que podremos hacerlo bajo palabra. No tiene antecedentes y su aspecto es el de un hombre honrado. Probablemente tendrá que dejar de trabajar con ordenadores hasta que se dicte la sentencia.

—¡Pero es mi trabajo! ¿Cómo voy a ganarme la vida mientras tanto?

En realidad, yo estaba mucho más preocupado por cómo iba a seguir luchando contra la amenaza que representaba Wyrm más que en cómo iba a pagar el alquiler.

—Entiendo cómo se siente, pero no le diga eso al juez. Podrían meterlo en la cárcel.

Hora y media después nos presentamos ante el tribunal. Era una mujer con aspecto de abuelita simpática. Empecé a sentir como si mi suerte estuviera cambiando.

El fiscal federal era un treintañero de cabellos muy finos, que parecía estresado y mal alimentado. Cuando entramos, hojeaba una pila de documentos, como si estuviera informándose sobre el caso. Cuando la juez le indicó que estaba preparada para escuchar sus argumentos, dijo:

—Señoría, a la vez de la gravedad de los cargos imputados y el tremendo daño potencial que el acusado puede causar a la sociedad si sigue realizando estas actividades, solicitamos que la fianza sea fijada en doscientos cincuenta mil dólares.

Cuando oí esto, estuve a punto de sufrir un ataque de pánico. Miré a Shervage, que permanecía impávido. Se incorporó y presentó sus alegaciones; subrayó que no había sido arrestado previamente ni tenía antecedentes penales, ni tampoco estaba acusado de un crimen violento, por lo que no se trataba de salvaguardar la seguridad pública.

Consiguió que pareciera como si yo fuese un pilar de la comunidad que ayudaba a las ancianitas a cruzar la calle, y además insinuó que la acusación del fiscal era como salir de pesca con el bote agujereado. Era muy bueno.

Por lo tanto, cuando nos levantamos para escuchar la decisión del juez, tenía algunas expectativas de que nos saldríamos con la nuestra.

La juez se volvió hacia el fiscal y le dijo:

—Parece que no conoce bien los hechos de este caso, señor Ball, como queda reflejado en sus argumentos. Su petición de fianza se basa en el perjuicio potencial del acusado a la sociedad, pero ¿tiene idea de la gravedad del daño que puede causar alguien con estas acusaciones? No lo creo, o no habría solicitado una fianza de doscientos cincuenta mil.

»Michael Arcangelo -agregó-, permanecerá bajo custodia federal pendiente del pago de un millón de dólares de fianza.

Volví a mirar a Shervage. Estaba boquiabierto y movía los labios, pero sin emitir ningún sonido.

—¿Puede reunir cien mil dólares? -me estaba preguntando mi abogado. Tal vez lo hizo varias veces, porque yo estaba en estado de
shock.

—¿Cien mil? Creía que la fianza era de un millón.

—Tiene que abonar un diez por ciento. ¿Puede hacerlo?

—Espere un momento. ¿Por qué es tan alta? Creía haberle oído decir que me dejaría salir bajo palabra. ¿Qué está pasando aquí?

—No lo sé. O nos ha tocado una juez que está loca, o hay un asunto político del que no sabemos nada todavía. Sin embargo, mi preocupación inmediata es sacarlo de aquí. ¿Puede pagar la fianza?

Reflexioné.

—Venderé el coche. Si no puedo trabajar, tampoco podré pagar el seguro.

—¿Piensa reunir cien mil dólares vendiendo un coche?

—Es un Ferrari.

—¡Oh!

Tenía que conseguir que alguien vendiera el coche en mi nombre; entretanto, debía permanecer en la cárcel, sólo que, en lugar de ocupar una celda en el edificio del FBI, me enviarían a una prisión federal, seguramente del tipo destinado a los delincuentes de cuello blanco; al menos, eso esperaba.

Pocas horas después, me sacaron de la celda, me esposaron y me metieron en el asiento trasero de un sedán oscuro y bajo como los que se supone que llevan los federales, y parece que así es. Uno de los agentes iba armado, y tanto él como el conductor guardaban silencio. No los había visto nunca antes.

—¿Es mucho pedir que me digan a qué prisión me conducen? -dije por fin.

El agente que no conducía se volvió con expresión sorprendida, como si acabara de descubrir que yo estaba allí. Luego se giró para mirar la carretera de nuevo. Al cabo de un par de minutos, dijo:

—No le conducimos a ninguna prisión. Le van a hacer otro interrogatorio.

—No sin la presencia de mi abogado -dije. Tal vez fuese un ingenuo, pero sabía aprender de la experiencia.

El agente se rió en tono implacable.

—No es la clase de interrogatorio que admiten los abogados. Por eso procuramos evitarles sufrimientos impidiéndoles que asistan a ellos.

Mi mente se llenó de imágenes de 1984. Entonces pareció que las cosas no tan mal como Orwell había predicho. De pronto, ya no estaba tan seguro de ello.

—No sabía que el FBI hacía estas cosas. ,

—No se trata del FBI -respondió el agente-. Tenemos instrucciones conducirlo a otra institución.

Aquello me causó escalofríos, que se añadieron a los producidos por la fiebre, que sacudían mi cuerpo de forma periódica. Me pregunté si ese interrogatorio tendría algo que ver con la información secreta que había recibido acerca de la realidad virtual a través de inducción neural. Pensé en las últimas palabras que me dijo Serafín, que no sonaron muy alentadoras.

—¿De qué institución se trata?

—No puedo darle esa información.

—Me está llevando a un sitio para que alguien me interrogue ¿y no puede decirme de quién se trata?

—Es información secreta.

De hecho, parecía sentirse un tanto incómodo. Empezaba a preguntarme si él mismo lo sabía. El conductor, por lo menos, sí que debía de saberlo.

Llegamos a un edificio de oficinas normal y corriente en la parte baja de Manhattan. Me sacaron del coche y me llevaron a un ascensor. No había mucha gente y el vestíbulo estaba vacío. El ascensor subió al sexto piso.

En el pasillo había una puerta como las demás, que estaba reforzada con acero. Entramos a una pequeña antesala que daba a otra puerta. Una cámara de vídeo montada sobre la puerta nos estaba apuntando; su único ojo de color rojizo brillaba tristemente. Una voz restalló a través del intercomunicador:

—¿Sí?

El agente armado carraspeó y respondió:

—Agente Rodolfsky del FBI. Traemos a Michael Arcangelo.

—Quítenle las esposas y déjenlo solo.

—¿Dejarlo solo?

—Sí.

—Espere un momento, tendré que…

—Eche un vistazo a su autorización. Debe dejarlo aquí. Eso es todo.

Rodolfsky sacó una hoja de papel arrugada del bolsillo del abrigo y la examinó. Luego levantó la mirada y se volvió hacia el conductor.

—Vámonos -dijo.

Me quitó las esposas y se las guardó.

No sentía un gran afecto por el agente Rodolfsky, pero en aquel momento sentí como si mi último amigo me abandonase. La puerta se cerró detrás de ellos y un chasquido metálico indicó que est|aba cerrada con llave. Otro chasquido sonó en la PUerta que tenía delante y la voz del interfono dijo:

—Entre.

Como retroceder era imposible, parecía la única opción. Reprimí la tentación acurrucarme en un rincón y gimotear. Erguí los hombros, giré el pomo y entré.

Era una habitación pequeña y sin ventanas. Un ordenador estaba colocado sobre una mesa un tanto desvencijada; no había sillas para sentarse ante él. En la talla se visualizaba el siguiente mensaje:

Puede irse

Aparte de esto, la habitación estaba vacía.

Miré el ordenador más de cerca. Una línea telefónica salía de su parte trasera; sin duda, un módem interno. Habría otras líneas conectadas a periféricos que no reconocí, pero sospeché que gestionaban la entrada de vídeo de la cámara de la antesala, bloqueaban y desbloqueaban las puertas, y todo lo demás. Quien dirigía aquella instalación podía estar en cualquier lugar del mundo, mientras dispusiera de servicio telefónico.

Como la habitación no tenía ventanas, no podía comprobar si los agentes que me habían traído se habían ido ya. Decidí darles tiempo. Mientras esperaba, observé la habitación, aunque no había mucho que ver: aparte del equipo informático v un par de cajas de pizza en un rincón, estaba vacía.

Volví a mirar las cajas de pizza y, de pronto, las piezas encajaron. Se me ocurrió que la persona que estaba detrás de todo aquello podía mantener una conexión remota con el ordenador, por lo que volví a la mesa. Demasiado tarde, en la pantalla ahora se veía:

Sin portadora

Intenté llamar a mi cuenta de acceso a Internet, que tenía a través de uno de mis clientes, una empresa de telecomunicaciones. No me sorprendí al ver que estaba bloqueada. Probé con otra cuenta que tenía por mediación de otro cliente bajo mi alias de pirata, Engelbert. Me sentí un poco preocupado al comprobar que también la habían localizado. Empezaba a comprender que alguien había entendido mal mis actividades en la red.

Other books

An Almost Perfect Moment by Binnie Kirshenbaum
Wicked Hungry by Jacobs, Teddy
The Wimsey Papers by Dorothy Sayers
A Passion for Leadership by Robert M Gates
The Old Gray Wolf by James D. Doss
Free Gift With Purchase by Jackie Pilossoph
Young Wives' Tales by Adele Parks
Murder at the Pentagon by Margaret Truman
Deaf Sentence by David Lodge
The Dark Lady by Sally Spencer