Yo mato (29 page)

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Authors: Giorgio Faletti

En la sala se hizo el silencio. Era una pregunta que cada uno de los ya se había planteado muchas veces. Ahora se había formulado en voz alta, y la pausa significaba que ninguno de ellos había encontrado una respuesta.

—Sobre este punto, como cada uno de nosotros, solo puedo formular hipótesis, y de momento todas serían igualmente válidas...

—¿Podría tratarse de un hombre de apariencia horrible, que se venga de ello con sus víctimas? —preguntó Morelli.

—Sí, es posible. Pero tenga usted presente que un aspecto físico repugnante, o monstruoso, es de por sí bastante llamativo. Una apariencia física repulsiva es lo que más despierta la fantasía de la gente, según la ecuación «feo igual a malo». Si anduviera circulando por la zona una especie de Frankenstein, sin duda alguien ya nos lo habría señalado. Alguien así no pasa inadvertido.

—De todos modos, creo que es una posibilidad que no podemos descartar a priori —intervino Durand con su voz de bajo.

—Desde luego que no. Como ninguna de las otras, desgraciadamente.

—Gracias, doctor Cluny.

Roncaille puso momentáneamente punto final a aquel aspecto del análisis y se dirigió al inspector Gottet, que hasta entonces había escuchado en silencio.

—Su turno, inspector.

Gottet tomó la palabra; sus ojos brillaban con el fulgor de la eficiencia.

—Hemos evaluado todas las razones posibles por las que las llamadas telefónicas del «sudes» no han podido interceptarse.

Gottet miró a Frank; este sintió el impulso de sonreír y se contuvo a duras penas. Gottet era un verdadero fanático. La definición de «sudes» era una contracción de los términos «sujeto desconocido», que solía usarse durante las investigaciones en Estados Unidos pero que allí nadie solía utilizar.

—Desde hace un tiempo disponemos de un nuevo sistema de detección de llamadas de telefonía móvil, el DCS 1000, apodado el «Carnívoro». Si la llamada llega por esa vía, no hay problema...

Frank había oído hablar de ese aparato en Washington, cuando todavía se hallaba en estado experimental. No sabía que ya se estuviera empleando. Pero había muchas cosas de las que no estaba al corriente. Gottet reanudó su exposición.

—En lo que atañe a la telefonía fija, podemos entrar directamente en el ordenador de la radio, el que dirige la centralita, y controlar todas las entradas con una búsqueda de señal exterior, ya provengan de la compañía telefónica o de otras fuentes, en particular de internet...

Hizo una pausa de efecto, aunque sin obtener los resultados magnéticos de Cluny.

—Como quizá sepan ustedes, vía internet es posible, con los programas apropiados y cierta habilidad, hacer llamadas telefónicas sin ser interceptado. A menos que del otro lado haya alguien igualmente hábil, o más. Por esto hemos solicitado la colaboración de un pirata informático que ha salido del anonimato; ahora es un asesor independiente de los
hackers.
De vez en cuando trabaja para nosotros, a cambio de que pasemos por alto algunas de sus malas pasadas. Aplicamos a esta búsqueda la mejor tecnología disponible. La próxima vez no se nos debería escapar...

La intervención de Gottet fue mucho más breve que la de Cluny, acaso porque había muchas menos cosas que decir en ese campo. Para todos ellos, el misterio de por qué no se habían interceptado las llamadas era como una mancha en una camisa recién lavada. Se habrían subido las mangas hasta las axilas con tal de limpiarla.

Durand recorrió con la mirada a los presentes.

—¿Alguna otra cosa que añadir?

Hulot, que parecía haberse recuperado de la incomodidad del principio, había recobrado su sangre fría.

—Por nuestra parte, continuamos con la investigación de Ia vida privada de las víctimas, aunque no esperamos mucho por ese lado. Mientras tanto, seguimos vigilando Radio Montecarlo. Si e asesino vuelve a llamar y nos da un nuevo indicio, estamos listos para intervenir. Hemos organizado una unidad especial de policías de paisano, con algunas agentes de la policía femenina, para controlar el lugar. También disponemos de una unidad de intervención compuesta Por los mejores tiradores y equipados para visión nocturna. Hemos contratado expertos musicales para ayudarnos a descifrar el próximo mensaje, si lo hay. Una vez descifrado, pondremos bajo vigilancia a la probable víctima. Esperamos que el asesino cometa un error, aunque hasta hoy, por desgracia, se haya mostrado infalible.

Durand los miró desde el extremo de la mesa. Frank logró ver al fin que sus ojos eran de color avellana. Se dirigió a todos y a ninguno en particular, con su voz de barítono.

—Señores, es inútil que les recuerde cuan importante es que nosotros no cometamos más errores. Esto ya no es una simple investigación policial, sino mucho más. Debemos atrapar a ese individuo lo antes posible. Antes de que los medios nos hagan pedazos.

«Y los del Consejo de Estado, si no el príncipe en persona», pensó Frank.

—Cualquier cosa que surja, háganmela saber de inmediato, sea la hora que sea. Señores, cuento con ustedes.

Durand se levantó y todos lo imitaron. El procurador general se dirigió hacia la puerta, seguido por Roncaille, que probablemente quería aprovechar la ocasión para hacer relaciones públicas.

Morelli esperó que los dos se hubieran alejado lo suficiente y salió a su vez, tras dirigir a Hulot una mirada que expresaba solidaridad.

El doctor Cluny, que había permanecido de pie al lado de la mesa, recogía la carpeta con sus apuntes.

—Si necesitan ustedes mi presencia en la radio, cuenten conmigo —dijo.

—Nos vendría muy bien, doctor —repuso Hulot.

—Entonces nos vemos más tarde.

También Cluny abandonó la sala, y Frank y Nicolás se quedaron solos.

El comisario señaló con un gesto la mesa a la que habían estado sentados.

—Sabes que yo no he tenido nada que ver con esto, ¿verdad?

—Por supuesto. Cada uno tiene sus propios problemas.

Frank pensaba en Parker. Se sentía culpable por no haber hablado todavía con Nicolás sobre el general y Ryan Mosse.

—Si vienes a mi despacho, tengo algo para ti.

—¿Qué?

—Una pistola. Una Glock 20. Creo que es un arma que conoces bastante bien.

Una pistola. Frank creía que nunca más necesitaría un arma.

—No creo que me haga falta.

—Ojalá, pero a estas alturas considero necesario que todos estemos preparados para cualquier eventualidad.

Frank guardó silencio un instante. Se pasó la mano por la mejilla, donde la barba iba formando una sombra oscura. Hulot advirtió su vacilación.

—¿Qué pasa, Frank?

—Nicolás, quizá he encontrado algo...

—¿Qué?

Frank cogió de la mesa el sobre y la cinta de vídeo que había llevado a la reunión.

—He traído estas cosas, pero en el último momento he decidido no decir nada delante de los demás, porque es un detalle tan insignificante que conviene verificarlo antes de incluirlo en la investigación. ¿Recuerdas que te dije que había algo que se me escapaba? Algo que habría debido recordar pero que no lograba enfocar. Pues bien, por fin he visto una luz. Una discrepancia entre la filmación y las fotos de la casa de Alien Yoshida, las que nos ha traído Froben.

—¿Qué discrepancia?

Frank extrajo una foto del sobre y se la pasó a Hulot.

—Mira el mueble. El del estéreo, detrás del sillón. ¿Qué hay encima?

—Nada.

—Exacto. Y ahora mira aquí...

Frank cogió la cinta VHS y fue al televisor con videograbadora incorporada puso la cinta, todavía rebobinada hasta el punto que le interesa. Congeló la imagen y señaló con la mano un punto en la pantalla detrás de las dos figuras en primer plano:

—Mira. Aquí, en ese mismo mueble, se ve la cubierta de un disco, un elepé de vinilo. En la casa de Yoshida no había ninguno; me lo ha confirmado el propio Froben. Ni uno solo. En las fotos, en cambio, no hay ni rastro de esta cubierta. Eso significa que el asesino no pudo resistirse a llevar de su casa la música de fondo para su nuevo crimen. La imagen está un poco desenfocada, por la mala calidad de la copia, que se hizo a toda prisa, pero estoy seguro de que si analizamos el original con las máquinas adecuadas podremos llegar a saber de qué elepé se trata. El hecho de que el asesino no lo haya dejado en la escena del crimen significa que este disco tiene un significado particular. Para él, o en un sentido absoluto. No olvidemos que ese maldito hijo de puta tiene un sentido del humor muy macabro. Creo que difícilmente se resistiría a hacer una última burla, de haber podido. Repito: tal vez no sea nada importante, pero es lo primero que sabemos del asesino a pesar suyo. Aunque pequeño, es el primer error que comete...

Un largo instante de silencio. Fue Frank quien lo rompió.

—¿Hay algún modo de hacer analizar la cinta sin llamar mucho la atención? —le preguntó a Hulot.

—Aquí, en el principado, no. Déjame pensar... Podría recurrir a Guillaume, el hijo de los Mercier, unos amigos. Tiene una pequeña empresa de producción que realiza videoclips y cosas así. Apenas está comenzando, pero sé que es muy hábil. Puedo intentarlo con él.

—¿Es de fiar?

—Es inteligente. Era el mejor amigo de Stéphane. Si se lo pido yo, mantendrá la boca cerrada.

—Bien. Creo que vale la pena comprobar la filmación, pero con suma discreción.

—Opino lo mismo. Como bien dices, aunque pequeño es lo único que tenemos.

Se miraron, y esa mirada significaba muchas cosas. Ellos eran verdaderamente las dos caras de una misma moneda y estaban en el mismo bolsillo. La vida no había sido amable con ninguno de los dos, pero ambos habían tenido el valor de volver a entrar en el juego, cada uno a su manera. Hasta el momento se habían sentido por completo a merced de los acontecimientos que desbarataban, una vez más, su existencia. Ahora, gracias a un pequeño descubrimiento, casi por casualidad, en esa habitación gris, suspendida en el aire como una cometa en el viento, revoloteaba una pequeña esperanza.

29

Laurent Bedon apagó la máquina de afeitar eléctrica y se miró al espejo.

A pesar de haber dormido hasta tarde, las horas de sueño no habían borrado las huellas de los excesos de la noche anterior. Había vuelto al alba, borracho, y se había echado sobre la cama ya casi dormido antes de llegar a ella. Ahora, a pesar de la larga ducha y de haberse afeitado, tenía las ojeras y la palidez del que no ve la luz del sol desde hace mucho tiempo. La claridad implacable del tubo de neón del cuarto de baño no hacía más que subrayar su aspecto enfermizo.

«Por Dios, parezco un muerto.»

Cogió el frasco de loción para después de afeitar y se lo echó en abundancia; el líquido hizo que le ardieran los labios. Se peinó el pelo erizado y se puso desodorante en las axilas. Después, ya se consideró listo para afrontar una nueva noche.

En la habitación su ropa estaba desparramada en un desorden que el definía como endémico. Antes tenía una mujer que iba a limpiar y le dejaba el piso en un orden precario, que él desbarataba; ahora su economía ya no le permitía afrontar el gasto de una empleada doméstica. Ya era bastante que no lo hubieran echado a la calle, teniendo en cuenta que llevaba cuatro meses de retraso en el pago del alquiler.

En los últimos tiempos le había ido realmente mal. La noche anterior, en el casino de Mentón, se había dejado una bonita suma de dinero. Que no era suyo, además. Había pedido un nuevo anticipo a Bikjalo, que primero había protestado pero al final se había, resignado a firmarle de mala gana un cheque. Había empujado el cheque hacia él diciendo que ese era el último.

Con ese dinero habría podido tapar algunos agujeros de su crítica situación económica. Como el alquiler de los dos míseros cuartos en ese edificio de Niza en el que no había cucarachas porque incluso a ellas les daba asco. Era algo increíble.

El Crédit Agricole le había embargado el coche porque después de la tercera cuota había dejado de pagar. A la mierda con ellos. Y a la mierda con monsieur Plombier, el hijo puta del director, que lo había tratado de mendigo cuando él había ido a protestar, y además le había cancelado la tarjeta de crédito y el talonario de cheques.

Pero esas no eran sus preocupaciones principales. Ojalá. Debía un montón de euros a ese delincuente de Maurice, una deuda que había contraído cuando todavía se pagaba en francos. Había ido aguantando con algún pago de vez en cuando, pero la paciencia de ese usurero de mierda no duraría eternamente. Todo el mundo sabía qué le esperaba a quien no pagaba sus deudas a esa escoria. Corrían rumores nada tranquilizadores a ese respecto. Era lo que decía la gente, pero en ese caso específico Laurent sospechaba que podía considerarse la palabra de Dios.

Se sentó en la cama y se pasó las manos por el pelo. Miró a su alrededor. Lo que veía le disgustaba. Todavía no lograba creer que estuviera viviendo en aquella ratonera de la calle Ariane.

Maurice se había quedado, como parte del pago de la deuda, con su bonito piso en Acrópolis, pero los intereses del resto crecían a tal velocidad que en poco tiempo, a falta de algo mejor, se quedaría también con sus cojones, por el simple placer de oírlo cantar con voz de soprano.

Se vistió lo mejor que pudo, tras encontrar un pantalón y una camisa no entre las prendas limpias, sino entre las menos sucias. Recogió de debajo de la cama los calcetines del día anterior; no tenía ni menor idea de cómo habían llegado hasta allí. No recordaba siquiera haberse desvestido. El espejo del armario le devolvió una imagen con ropa que no era mucho mejor que la del cuarto de baño.

Cuarenta años. Y se hallaba en ese estado. Si no cambiaba pronto en breve se convertiría en un vagabundo. No tendría dinero ni para comprarse hojas de afeitar. Siempre que antes no interviniera Maurice para resolver el asunto por él...

Sin embargo, la noche anterior había sentido muy cerca la buena fortuna. Pierrot le había dado los números, y por lo general los números de Pierrot le daban suerte. Un par de veces había salido del casino con una sonrisa de oreja a oreja gracias a Rain Boy. Pero sus ganancias se habían esfumado en un abrir y cerrar de ojos, como todo el dinero ganado sin esfuerzo.

Había cambiado el cheque de Bikjalo a un tipo que conocía, que rondaba por los alrededores del casino a la espera de tíos como él, hombres con una luz febril en los ojos, acostumbrados a seguir el rebote de la bola en la ruleta. El hombre se había quedado con una buena tajada de «comisión», como la llamaba ese rufián, pero a continuación Laurent había entrado en el salón de juego con las mejores intenciones, sin saber que estaba a punto de pavimentar un nuevo tramo del camino al infierno.

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