Yo soy Dios (3 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

El cabo apoyó la frente contra el cristal.

A ambos lados de la carretera se sucedían carteles publicitarios. A veces anunciaban productos que no conocía. El autocar era adelantado por coches deportivos, algunos modelos nunca los había visto. Un Ford Fairlane del 66 descapotable que venía en sentido contrario fue el único que la fortuna concedió a su memoria en ese momento. El tiempo, aunque poco, había pasado. Y junto al tiempo la vida, con todas las azarosas agarraderas que, día a día, ponía a disposición de quien quisiera escalarla.

Habían pasado dos años. Un parpadeo, un momento indescifrable en el cronómetro de la eternidad. Sin embargo, habían sido suficientes para borrarlo todo. Ahora, si levantaba la vista, frente a él sólo encontraba una pared lisa, con el único sostén de su rencor incitándolo a una escalada. Durante todos esos meses había logrado cultivarlo y alimentarlo, minuto a minuto, había conseguido que creciera y se transformara en odio en estado puro.

Y ahora volvía a casa.

No habría brazos abiertos ni palabras de gloria ni fanfarrias por el retorno del héroe. Nadie lo habría llamado así y, además, para todos, el héroe había muerto.

Había comenzado el viaje en Luisiana, donde un transporte del ejército lo dejó, sin ceremonia alguna, en la estación de autocares. De golpe se había encontrado solo, ya no era el protagonista de nada. Alrededor de él estaba el mundo, el verdadero, el mundo que no lo había esperado. Ya no estaban las paredes acogedoras del hospital. Mientras hacía cola para comprar el billete se había sentido como una figura para el casting de
Freaks
, la vieja película de Tod Browning. Y eso lo había hecho sonreír, el único modo de no hacer aquello que durante muchas noches había jurado que no volvería a hacer: llorar.

«Que tengas suerte, Wendell...»

—Dieciséis dólares.

De pronto, la voz del coronel Lensky se había transformado en la del taquillero que le mostraba el billete para la primera parte del viaje. Desde la aspillera de la taquilla, el hombre había mirado esa parte del rostro que Wendell ofrecía al mundo. El cabo había recibido la indiferencia que se merecía cualquier anónimo pasajero, lo que él deseaba.

Pero cuando había entregado al hombre el dinero que le pedía, y lo había hecho con la mano enfundada en un guante ligero de algodón, el tipo había levantado la vista; era delgado, con poco pelo, labios finos y ojos sin ningún brillo. Se había detenido un instante en su rostro y después había inclinado la cabeza. Su voz pareció llegar del mismo lugar de donde venía él, fuera cual fuere.

—¿Vietnam?

No contestó enseguida.

—Sí.

Una sorpresa: el de la taquilla le había devuelto el dinero.

No tomó en cuenta su perplejidad. Tal vez era algo esperado. Añadió unas pocas palabras que resolvieron el motivo de la sorpresa. Palabras que para ambos se transformaron en un largo discurso.

—Mañana hará dos años que perdí un hijo. Ten el dinero, creo que te servirá más que a la empresa.

El cabo se alejó con la misma sensación que tuviera cuando dejó a Jeff Anderson en el hospital. Dos hombres solos para siempre, uno en su silla de ruedas, el otro en su taquilla, en un ocaso destinado a ser eterno para ambos.

Mientras pensaba en esas cosas, había cambiado de autocar y de compañeros de viaje, y también de estado de ánimo. Lo único que no podía cambiar era su aspecto.

Lo había hecho con parsimonia porque no tenía ninguna prisa en llegar. Además, su cuerpo era de fácil cansancio y difícil tregua, un cuerpo con el que tenía que negociar. Eligió un motel de tercera, durmió poco y mal, haciendo rechinar los dientes y con las mandíbulas apretadas. Sus sueños recurrentes. Síndrome de shock postraumático, había diagnosticado alguien. La ciencia siempre encontraba el modo de que la destrucción de una persona de carne y hueso se volviera parte de una estadística. Pero el cabo había aprendido en carne propia que el cuerpo nunca acaba de acostumbrarse del todo al dolor. Sólo la mente logra a veces habituarse al horror. Y dentro de poco surgiría el modo de demostrarle a alguien todo lo que había recibido sobre la piel.

Kilómetro a kilómetro, Mississippi se había vuelto Tennessee y, por el sortilegio de las ruedas, se había transformado en Kentucky, hasta que sus ojos recibieron la promesa del paisaje familiar de Ohio. Los paisajes se habían sucedido ante sus ojos y su mente como lugares ajenos, una línea que un lápiz de color trazaba en el mapa de un territorio desconocido a medida que pasaba el tiempo. Al costado de la carretera veía el tendido de la electricidad y el teléfono. Llevaban palabras y energía por encima de su cabeza. Había casas y personas, como marionetas en un pequeño teatro, a quienes aquellos cables ayudaban a moverse e ilusionarse con la vida.

Cada tanto se preguntaba qué energía y qué palabras necesitaba él en ese momento. Tal vez, cuando había estado echado en la camilla del coronel Lensky, todas las palabras ya habían sido pronunciadas y todas las fuerzas evocadas e invocadas. Era una liturgia quirúrgica que el coronel había celebrado en vano, porque la razón del cabo la había rechazado tal como un creyente rechaza una práctica pagana. Había escondido su pequeña fe en un rincón seguro de su mente, un lugar donde nadie pudiese arañarla o anularla.

Lo que había ocurrido no se podía cambiar ni anular.

Sólo recompensar.

La suave inercia del autocar que frenaba lo trajo a la realidad. El tiempo indicaba un ahora sin salvación, y el lugar estaba indicado en un cartel que confirmaba que habían llegado a Florence. Si se la juzgaba por el extrarradio, la ciudad era como cualquier otra, sin pretensiones de parentesco con su homónima de Italia. Había mirado un folleto de viajes una noche, en la cama y con Karen. Fotos y ojos y páginas y manos ansiosas.

Francia, España, Italia...

Florence, Florencia, la italiana, era la ciudad en que se habían centrado más que en otras. Karen le había explicado cosas que él desconocía sobre ese lugar, y lo había hecho soñar con cosas que no imaginaba que pudieran ser soñadas. En aquella época aún creía que las experiencias no costaban nada, antes de aprender que pueden tener un precio muy alto.

A veces, el de la vida.

A una Florence había llegado, después de todo. Con la ironía de una existencia que no agota sus reservas. Pero nada era como debería haber sido. Se acordó de las palabras de Ben, el hombre que para él más se había parecido a un padre.

«El tiempo es un naufragio, y sólo sale a flote lo que de verdad tiene valor.»

El suyo, su tiempo, se había mostrado sólo como la burlona agarradera de una balsa, un cansador atracadero en la realidad después de haberse hundido en su pequeña utopía privada.

El conductor llevó el dócil vehículo hasta la parte central de la estación de autocares. Se detuvo con una sacudida junto a una marquesina carcomida por el óxido y con las indicaciones desteñidas.

El cabo se quedó sentado en su butaca, a la espera de que bajaran los otros pasajeros. Una mujer Con apariencia mexicana, que tenía en brazos a una niña dormida, tuvo dificultades para moverse con la maleta que llevaba en la mano libre. Nadie hizo el menor gesto de ayudarla. El muchacho que estaba a su derecha recogió su bolso y no se resistió a la tentación de lanzarle una última mirada.

El cabo había decidido llegar a Chillicothe hacia la noche y prefería tomarse un descanso antes de atravesar la frontera del estado. Florence era un sitio como cualquier otro y por tanto era el sitio justo. En ese momento, cualquier sitio lo era. Desde allí trataría de llegar a su destino en autoestop, no obstante las complicaciones que tenía esta elección: para cualquier persona sería difícil aceptarlo en su coche.

La gente solía asociar la destrucción física con una propensión a la maldad, en modo directamente proporcional. No pensaban que el mal, para alimentarse, debe ser seductor e irresistible; debe atraer al mundo que lo rodea con la imponencia de la belleza y la promesa de una sonrisa. Y él ahora se sentía como el cromo que faltaba para completar el álbum de los monstruos.

El conductor echó un vistazo al espejo interior y se volvió con rapidez. El cabo no se preguntó si era una invitación a que bajase, o si el conductor sólo estaba comprobando si era verdad lo que acababa de entrever. En todo caso era a él a quien correspondía la iniciativa; se levantó y cogió el morral del portaequipajes. Se lo cargó a la espalda, cuidando de sostener la correa de lona con la mano protegida por el guante para evitar abrasiones.

Recorrió el pasillo mientras el conductor, un tipo al que asociaba curiosamente con Sandy Koufax, el pitcher de los Dodgers, parecía estudiar a fondo el salpicadero.

El cabo bajó unos pocos e interminables escalones y se encontró otra vez solo, en una plaza, bajo un sol que era el mismo en todas partes del mundo.

Miró a un lado y otro.

En el otro extremo de la plaza, dividida en dos por la carretera, había una estación de servicio de la Gulf, con un bar y cafetería y un aparcamiento que compartía con el Open Inn, un motel de aspecto destartalado que prometía cuartos libres y sueño profundo.

Arregló el morral con sus pertenencias y se dirigió al motel, dispuesto a comprar un poco de hospitalidad sin discutir el precio.

Mientras se quedara, sería un nuevo vecino de Florence, Kentucky.

3

Más allá de cualquier promesa, el motel era un lugar común de turismo a bajo precio. El color era el de la necesidad sin el gusto del placer. El hombre que estaba detrás del mostrador de recepción, un tipo bajo y con sobrepeso, con una calvicie precoz compensada con largas patillas y bigotes, no había mostrado la menor reacción cuando el cabo le solicitó una habitación, aunque no le dio la llave antes de recibir el dinero. No entendió si era una práctica habitual o un tratamiento exclusivo reservado para él. En todo caso, no le importaba.

La habitación olía a humedad y muebles viejos, y la moqueta estaba rota y manchada. La ducha que se había dado, escondido detrás de una cortina de plástico a los improbables ojos de quien quisiera espiarlo, fue una alternancia sin control de agua fría y caliente. El televisor funcionaba por momentos y, finalmente, decidió dejarlo sintonizado en el canal local, donde las imágenes y el sonido eran más nítidos. Estaban emitiendo un viejo episodio de
The Green Hornet
, una serie con Van Williams y Bruce Lee, que mucho tiempo atrás se había mantenido en antena durante un año.

Ahora estaba echado en la cama, desnudo y con los ojos cerrados. Un susurro lejano le traía fragmentos de las palabras de los dos héroes enmascarados y vestidos de manera irreprochable, empeñados en la lucha contra el crimen. Había apartado el cubrecama pero se había tapado con la sábana, para no ver de golpe el espectáculo de su cuerpo cuando abriera los ojos.

Siempre tenía la tentación de cubrirse la cara con la sábana, como se hace con los cadáveres. Había visto muchos cuerpos así, sobre la tierra, con una lona manchada de sangre cubriéndoles la cara, no por piedad sino para evitar que los supervivientes tuviesen una imagen clara de lo que podría ocurrirle a cualquiera de ellos en el momento menos pensado. Había visto a muchos muertos, hasta llegar él mismo a formar parte de esa legión aun estando vivo. La guerra le había enseñado a matar y permitido hacerlo sin acusaciones ni remordimientos por el simple hecho de llevar un uniforme. Ahora, todo lo que quedaba de aquel uniforme era una chaqueta verde que guardaba al fondo del morral. Y las reglas eran otra vez las de siempre.

Pero no para él.

Sin proponérselo, los hombres que lo habían enviado a afrontar la guerra y sus ritos tribales le habían regalado algo que antes sólo había tenido como una ilusión: la libertad.

Incluso la de seguir matando.

La idea lo hizo sonreír y siguió tendido en aquella cama que, sin amabilidad alguna, había acogido muchos otros cuerpos. En esas horas insomnes, con el solo vehículo de sus ojos cerrados, volvió a otros tiempos, a cuando todavía de noche...

dormía profundamente, como sólo los jóvenes duermen después de un día de trabajo. Un ruido sordo lo había despertado de golpe
,
después la puerta se había abierto llevándole a la cara un soplo de aire y una luz que lo enfocaba. Entre el resplandor había entrevisto la amenaza bruñida del cañón de un fusil a un palmo de su cara. Detrás de esa luz había sombras, como en su cerebro aún empañado por efecto del sueño
.

Una de las sombras se había convertido en una voz, dura y precisa
.


No te muevas, cagarruta, o será la última cosa que hagas en tu vida
.

Unas manos ásperas lo habían vuelto boca abajo sobre la cama. Sin amabilidad le habían colocado los brazos a la espalda
.

Había sentido el sonido metálico de las esposas y desde ese momento sus movimientos y su vida dejaron de pertenecerle
.


Ya has estado en el reformatorio. ¿Conoces todo ese rollo de tus derechos?


Sí. —Tenía la boca empastada y el monosílabo le salió con dificultad
.


Entonces hazte cuenta de que te los he leído. —La voz se había dirigido a la otra sombra con tono autoritario—: Will, echa un vistazo por ahí
.

Mientras tenía la cara apretada contra la almohada, había oído los ruidos de un registro policial Cajones abiertos y cerrados. Objetos que caen. Rumor de ropa tirada o volando. Sus pocas cosas estaban siendo inspeccionadas con mano experta pero sin cuidado alguno
.

Finalmente, otra voz, con algo de júbilo en el tono
.


¡Eh, jefe! ¿Qué tenemos aquí?

Había sentido unos pasos que se acercaban y la presión en la espalda se había relajado un poco. Cuatro manos ásperas lo sentaron en la cama. Ante sus ojos, la linterna iluminaba una bolsita de plástico transparente, llena de hierba
.


Nos hacemos un porrito de vez en cuando, ¿eh? O a lo mejor también vendes esta mierda. ¿Sabes que te has buscado problemas, chico?

En ese momento se había encendido la luz de la habitación, dejando la linterna como un simple accesorio. Tenía ante sí al sheriff Duane Westlake en persona. Detrás de él, seco y larguirucho, con algo de barba en las mejillas picadas de viruelas, estaba Will Farland, uno de sus ayudantes. La sonrisa burlona que había compuesto era una mueca sin alegría y lo único que lograba era reafirmar la expresión malvada de sus ojos
.

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