Yo soy Dios (49 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Deambuló por las habitaciones, a la espera de que las paredes hablaran.

Ni siquiera sabía qué estaba buscando, pero sabía que era algo que no había visto antes en ese lugar, una sugerencia que le había sido susurrada al oído y que ella no había comprendido o descifrado. Sólo tenía que relajarse y olvidar todo lo demás para recordar ese intangible. Cogió la única silla de la mesa y la llevó al centro de la cocina. Se sentó con las piernas separadas, los brazos apoyados sobre la tela áspera de los vaqueros, y comenzó a mirarlo todo.

En el bolsillo de su chaqueta sonó el teléfono.

Tuvo el impulso de apagarlo sin siquiera comprobar quién la llamaba, pero, con un suspiro, aceptó la llamada. Oyó la voz excitada de Russell.

—Vivien, ¡por fin! Soy Russell. Lo he encontrado.

La comunicación tenía interferencias y ella no lograba oír bien.

—Cálmate. Habla con calma. ¿Qué has encontrado?

Él empezó a hablar con claridad y al fin Vivien comprendió a qué se refería.

—El hombre que todos estos años se hizo pasar por Wendell Johnson, en realidad se llamaba Matt Corey. Nació en Chillicothe, Ohio. Y tenía un hijo; tengo su nombre y una foto.

—¿Estás trastornado? ¿Cómo lo has hecho?

—Es una historia larga para contarla por teléfono. ¿Dónde estás ahora?

—En la vivienda de Wend... —Se interrumpió. Había decidido concederle a Russell el beneficio de la duda—. En el apartamento del tal Matt Corey, en la Broadway, en Williamsburg. ¿Y tú?

—Hace un cuarto de hora he aterrizado en el aeropuerto La Guardia. Ahora estoy en la vía rápida de Brooklyn dirección sur. En diez minutos estaré contigo.

—Bien. Date prisa. Te espero.

Increíble. Vivien trató de volver a sentarse pero le dio la sensación de que sus piernas empezarían a moverse solas por los nervios.

Se incorporó y se movió en un apartamento que ya conocía de memoria. Russell había sabido llegar, él solo, hasta allí donde Vivien había fracasado. Pero no sentía rabia ni envidia, sólo alivio por la gente inocente que quizá se salvaría, y admiración por lo que Russell había conseguido. Tampoco se sentía humillada, y enseguida se dio cuenta del porqué. Porque Russell no era un hombre cualquiera: era precisamente Russell. La ansiedad volvió a corroerla. Solamente se encontraba placer en el éxito de otra persona cuando se la amaba. Y ella sabía que estaba enamorada de ese hombre. Sí, antes o después lograría quitárselo de la cabeza, pero necesitaría mucho tiempo y mucha voluntad.

Esperó, con un poco de ironía, que la búsqueda de un nuevo empleo le ocupara la mayor parte del tiempo. Se dirigió al dormitorio, encendió la luz, y una vez más lo recorrió todo con la mirada, en esa casa sin espejos ni cuadros en las paredes.

Una idea llegó a la velocidad que sólo el pensamiento y la luz pueden tener: «Sin cuadros en las paredes.»

Cuando estaba con Richard, su antiguo novio, había aprendido a conocer a los artistas. Él era arquitecto y también un aceptable pintor. Sus muchos cuadros colgados en la casa de ambos lo demostraban. Pero también exponían el natural narcisismo que distinguía a los artistas en general, muchas veces en una medida inversamente proporcional a su talento. Le parecía raro que ese hombre, el tal Matt Corey, hubiera hecho todos esos dibujos y a lo largo de los años no hubiese tenido la tentación de colgar por lo menos uno.

A menos que...

Dio un par de pasos y se acercó al banco adosado a la pared. Cogió la gran carpeta gris. La abrió y recorrió con rapidez los dibujos realizados sobre el inusual soporte de plástico transparente

«Constelación de Karen. Constelación de la Belleza. Constelación del Final...»

Hasta que encontró lo que buscaba. El timbre sonó en el momento en que lo estaba sacando de la pila. Dejó el dibujo sobre la mesa de madera y se dirigió hacia la puerta esperando que no fuese Judith con un suplemento de recriminaciones. Era Russell: tenía un aspecto espantoso, sin afeitarse, el pelo revuelto y la ropa arrugada. En la mano derecha sostenía un objeto que parecía un cartel enrollado.

Pensó dos cosas al mismo tiempo: que él era guapísimo y que ella era una idiota.

Lo cogió por el brazo y tiró de él hacia el interior.

—Ven. Entra.

Cuando cerró la puerta, Vivien confundió el ruido del picaporte con la voz nerviosa de Russell.

—Tienes que ver una cosa...

—Un momento. Antes deja que compruebe algo.

Volvió a la habitación seguida por un Russell que no entendía nada. Cogió la hoja de plástico delineada en azul donde el pintor había proyectado la que, según él, era la «Constelación de la Ira». El dibujo estaba compuesto por una serie de puntos blancos cada tanto coincidentes con puntos rojos.

Seguida por la mirada curiosa de Russell, se acercó al mapa de Nueva York clavado en la pared y apoyó el dibujo encima. Encajaban exactamente. Pero, mientras los puntos blancos parecían puestos al azar y algunos se perdían en el río y el mar, los puntos rojos estaban todos en tierra firme y tenían una colocación geográfica precisa.

Vivien susurró, casi para sí misma:

—Es una nota, un recordatorio.

Y, sin separar el dibujo del mapa, se volvió hacia Russell, que ahora estaba a su lado. Él también había empezado a entender, aun cuando no tenía idea de cómo Vivien había llegado a esa conclusión.

—Matt Corey no tenía ninguna pretensión artística. Sabía muy bien que no tenía talento para eso. De allí que no haya colgado ni siquiera un dibujo. Sólo los hizo para esconderse dentro de ese mapa. Y estoy segura de que los puntos rojos corresponden a todos los lugares donde escondió las bombas.

Dejó caer esa terrible idea y cuando miró nuevamente el mapa de la ciudad, sintió que palidecía. No logró contener una exclamación de angustia.

—¡Oh, Dios mío!

Cuando volvió a poner la plantilla sobre el mapa, Vivien esperaba haberse equivocado. Pero sólo obtuvo confirmación. Trató de controlar la exasperación recorriendo el mapa con los dedos. Se acercó casi hasta tocar la pared con la cara.

—También hay bombas en Joy.

—¿Qué es Joy?

—Ahora no. Debemos irnos, ¡rápido!

—Pero yo...

—Me lo contarás de camino. Ahora no tenemos un minuto que perder.

Un segundo después ya estaba en la puerta. La sostuvo abierta para que saliera Russell.

—Date prisa. Es un código de máxima alerta.

Mientras esperaban el ascensor, Vivien sintió que su cerebro trabajaba como nunca antes. Era debido al apremio o por efecto de la píldora que le había dado el doctor Savine, pero el origen de esa lucidez ahora no le importaba. Trató de recordar con precisión las palabras que el hombre de la chaqueta verde había pronunciado en el confesionario.

«La santidad está al final del camino. Por eso no descansaré el domingo.»

Eso quería decir que el siguiente atentado estaba programado para el domingo siguiente. Por tanto, había tiempo para intervenir, si es que su hipótesis sobre el dibujo en la lámina de plástico era acertada. Pero en la lista estaba Joy, y en eso no podía permitirse correr riesgos. La comunidad debía ser evacuada con la mayor premura. No podía perder a su hermana y su sobrina casi al mismo tiempo.

Salieron a la calle y corrieron hacia al coche. Russell jadeaba detrás de ella. Su aspecto desastrado debía de corresponderse con su estado físico. Vivien pensó que tendría tiempo de reponerse un poco durante el trayecto al Bronx.

Trató de llamar por teléfono al padre McKean, pero lo tenía desconectado. Se preguntó por qué, puesto que a esa hora ya debería haber regresado a Joy desde Saint John. Tal vez, después de la experiencia de un rato antes deseaba que el teléfono fuera sólo un objeto inanimado en el fondo de su bolsillo. Intentó llamar al número de John Kortighan, pero nadie atendió. Y con cada tono, Vivien perdía un año de vida.

Puso la luz giratoria en el techo y arrancó a toda velocidad, haciendo chirriar los neumáticos. No quería llamar al número de la comunidad para no alarmar a los chicos. Tampoco podía llamar a Sundance, porque los huéspedes de Joy no tenían derecho a usar teléfono móvil.

Mientras se adentraba en la calle a la máxima velocidad que le permitía el tráfico, Vivien se dirigió a Russell, que iba cogido a la agarradera del copiloto sobre la ventanilla. La concentración en conducir era en ese momento un simple reflejo instintivo. La curiosidad que sentía era uno de los pocos rasgos humanos que le quedaban.

—Bien, entonces ¿qué has encontrado?

—¿No es mejor que te concentres en conducir?

—Puedo conducir y escucharte al mismo tiempo.

Russell pareció resignarse a pasar la prueba, tratando de ser lo más sintético que pudiera.

—Ni siquiera podría explicarte bien cómo lo he logrado, lo cierto es que he llegado hasta el nombre de este Matt Corey. Era el Little Boss que vimos en la foto, en Hornell. Fue camarada de armas de Wendell Johnson en Vietnam. Durante muchos años Matt Corey fue dado por muerto, cuando en realidad estaba vivo y había adoptado el nombre de su amigo.

Vivien formuló la pregunta más importante.

—¿Y su hijo?

—Ya no vive en Chillicothe. Se llama Manuel Swanson y no sé dónde está ahora, pero en una época hizo sus pinitos en el mundo del espectáculo.

Alzó el cartel enrollado que llevaba en la mano izquierda.

—He logrado hacerme con un anuncio.

—Déjame verlo.

Durante toda la conversación, Russell no había podido apartar la mirada de la calle, donde el XC60 se deslizaba en una especie de
slalom
entre los otros coches en movimiento, que se apartaban y reducían la velocidad para dejarle paso.

Protestó.

—¿Es que estás loca? Estamos yendo a más de ciento sesenta kilómetros por hora. Nos mataremos y mataremos a otros.

Vivien alzó la voz:

—Te he dicho que me dejes verlo.

Russell desenrolló el cartel a regañadientes. Vivien lanzó una ojeada y leyó rápidamente las letras rojas que ilustraban la foto. Con tipografía ornamental, había un nombre y un adjetivo.

El fantástico

Míster Yo

Volvió a la conducción. Aprovechó un tramo sin vehículos para echar un segundo vistazo a la foto, esta vez más detenido. El corazón le dio un súbito vuelco. Se oyó murmurar una invocación desesperada.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Russell enrolló el cartel y lo arrojó sobre el asiento posterior; cayó al suelo entre los dos asientos.

—¿Qué pasa, Vivien? ¿Me puedes decir adónde vamos?

Como toda respuesta, ella pisó más el acelerador. Apenas había dejado atrás el puente sobre el Hutchinson, cuando el coche ya estaba en la calle Noventa y cinco a toda velocidad.

Vivien decidió satisfacer la curiosidad de Russell sólo para aplacar la ansiedad que le oprimía el pecho, mientras rezaba por haberse equivocado.

—Joy es una comunidad para toxicómanos. Allí está mi sobrina, la hija de mi hermana, que murió anoche. Y ahí hay bombas.

El dolor por fin expresado dio curso libre a las lágrimas. Un nudo le subió a la garganta. Se secó los ojos con el dorso de la mano.

—¡Maldita sea!

Russell no pidió más explicaciones. Vivien se refugió en la amargura y la acritud para reencontrar algo de lucidez. Después, cuando todo terminara, sabía que si no la escupía, esa rabia se habría transformado en veneno. Pero ahora necesitaba de ella, porque era el motor de su fuerza.

Cuando llegaron a Burr Avenue, redujo la velocidad y quitó la luz giratoria, para no ser precedida por ella y la sirena. Lanzó una mirada a Russell. Iba sentado en silencio, sin miedo y sin invadir su privacidad. Ella se lo agradeció mentalmente. Era un hombre que sabía hablar, pero también guardar silencio cuando era necesario.

Enfilaron la calle de tierra que llevaba a Joy. Esta vez, al contrario que en las otras, no dejó el coche en el aparcamiento. Estacionó a la derecha, en un claro oculto por un grupo de cipreses.

Vivien bajó y Russell la imitó.

—Espérame aquí.

—Ni hablar.

Al verlo tan decidido a no quedarse esperándola en el coche, Vivien se resignó. Sacó la pistola y la amartilló. Ese gesto para ella habitual y que constituía su seguridad, hizo que una sombra cruzara el rostro de Russell. Volvió a enfundarla.

—Quédate detrás de mí.

Vivien se acercó al edificio con precaución. A través de los matorrales, escondidos tras la vegetación, llegaron al frente de la casa rodeando el jardín. Cuando vio aparecer la fachada familiar de Joy sintió una punzada de angustia. Allí había traído a su sobrina, llena de confianza. Y ahora esa casa donde tantos chicos encontraban nuevas esperanzas para sus vidas, de un momento a otro podía transformarse en un lugar de muerte. Apretó el paso sin descuidar la prudencia. Cerca del edificio había dos chicos sentados en un banco. Eran Jubilee Manson y su sobrina.

Desde detrás de los matorrales, se levantó un poco y agitó un brazo para llamarles la atención. Apenas lo logró, les indicó que guardaran silencio llevándose el dedo índice a la boca.

Los chicos fueron hacia ella. El gesto imperioso y la actitud de Vivien hicieron que Sundance hablara con voz muy baja.

—¿Qué pasa, tía, qué te ocurre?

Enseguida su sobrina comprendió que no se trataba de una broma. Vivien consideró oportuno darles instrucciones.

—Ahora vosotros dos debéis hacer lo que os digo: reunid a los chicos y marchaos lo más lejos posible de la casa. ¿Me habéis entendido? Lo más lejos posible.

—Está bien.

—¿Dónde está el padre McKean?

Sundance señaló el ático.

—En su habitación, con John.

—¡Oh, no!

Como para sumar dramatismo a esa exclamación instintiva, en la casa se oyó el ruido seco e inconfundible de un disparo. Vivien se levantó de un salto y empuñó la pistola, como si los dos movimientos estuvieran enlazados entre sí.

—Marchaos de aquí. Rápido, venga.

Seguida por Russell, corrió hacia la casa como un rayo. Sus pasos crujían en la grava y en ese momento le pareció un ruido insoportable. Cruzó la entrada y se encontró ante un grupo de chicos que miraban hacia la parte de arriba de las escaleras. De allí había llegado el disparo.

Caras asombradas. Caras curiosas. Caras asustadas al verla llegar empuñando un arma. A pesar de que la conocían, Vivien creyó necesario identificarse para inspirar confianza a los chicos.

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