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Authors: Kerstin Gier

Zafiro (11 page)

—Ah, es usted —dijo Charlotte visiblemente decepcionada, y mister Marley se sonrojó.

Charlotte echó un vistazo al interior de la limusina por la puerta abierta.

Estaba vacía, a excepción del conductor y de... Xemerius. El chasco me animó un poco.

—Supongo que me has echado de menos, ¿no?

El coche arrancó, y Xemerius se repanchigó satisfecho en el asiento. Mister Marley había subido delante, y Charlotte, a mi lado, miraba en silencio por la ventanilla.

—Eso es bueno —dijo Xemerius sin esperar mi respuesta—. Pero imagino que entenderás que yo también tengo otras obligaciones y no puedo estar siempre pendiente de ti.

Puse los ojos en blanco, y Xemerius rió entre dientes. La verdad es que le había echado de menos. La clase se había alargado como un chicle, y para cuando mistress Counter se había puesto a disertar sobre las riquezas minerales del Báltico, ya había empezado a añorar a Xemerius y sus comentarios. Además, me hubiera gustado presentarle a Leslie, en la medida en que algo así fuera posible. De hecho, Leslie se había mostrado encantada con mis descripciones, aunque mis intentos de dibujarle no habían resultado muy favorecedores para el pobre daimon gárgola.

(«¿Qué es eso, pinzas de tender la ropa?», me había preguntado mi amiga señalando los cuernos.)

—¡Por fin un amigo invisible que puede serte útil! —había dicho entusiasmada —. Piénsalo un poco: al contrario que James, que se pasa el día en su nicho sin enterarse de nada y se dedica a quejarse de tus malos modales, esta gárgola puede espiar para ti y observar lo que ocurre detrás de las puertas.

La idea no se me había pasado por la cabeza, pero lo cierto es que, por la mañana, con la historia del ñoño... del cursi... vamos, con la expresión anticuada para designar un bolso, Xemerius me había sido de gran ayuda.

—Xemerius podría ser tu as en la manga —había opinado Leslie—. No un inútil demasiado susceptible como James.

Por desgracia, Leslie tenía razón en lo que se refería a James. James era...

¿Qué era en realidad? Si hubiera podido arrastrar cadenas o hacer que se movieran las lámparas del techo sin tocarlas, supongo que se le podría haber declarado oficialmente el fantasma de la escuela. James August Peregrin Pimplebottom era un apuesto joven de unos veinte años con peluca empolvada y levita floreada que llevaba muerto doscientos veintinueve años. En otro tiempo, la escuela había sido su hogar, y, como la mayoría de los espíritus, no quería aceptar que había muerto. Para él, los siglos de su vida de fantasma eran como un extraño sueño del que aún esperaba despertar. Leslie imaginaba que la parte de la luz seductora al final del túnel debía de haberle pillado dormido.

—James tampoco es tan inútil —había replicado yo. Al fin y al cabo, ayer mismo había decidido que James —como hijo del siglo XVIII— podía serme de gran ayuda, por ejemplo, como maestro de esgrima. Por unas horas había disfrutado viéndome manejar la espada con la misma habilidad que Gideon gracias a James. Pero, por desgracia, aquella decisión había resultado ser un craso error.

En nuestra primera y aparentemente última clase de esgrima de hacía un rato —durante el descanso del mediodía en el aula vacía—, Leslie se había retorcido de risa en el suelo mirándome. Claro que ella no podía ver los movimientos, en mi opinión muy profesionales, de James ni podía oír sus órdenes —« ¡Solo parar, miss Gwendolyn, solo parar! ¡Tercia! ¡Prima!

¡Tercia! ¡Quinta!»—, sino que solo veía cómo yo agitaba desesperadamente el brazo en el aire armada con el puntero de mistress Counter, luchando contra una espada invisible que se podía traspasar como el aire. Inútil y ridículo.

Cuando Leslie se había cansado de reír, había propuesto que mejor que James me enseñara otra cosa, y excepcionalmente James se había mostrado de acuerdo. La esgrima, y de hecho todos los tipos de lucha, eran cosa de hombres, había declarado; en su opinión, lo más peligroso que las chicas podían blandir era una aguja de coser.

—Sin duda el mundo sería un lugar mejor si también los hombres se atuvieran a esa norma —había replicado Leslie—; pero mientras no lo hagan, las mujeres deben estar preparadas. —Y James casi se había desmayado del susto cuando Leslie había sacado de su cartera un cuchillo de veinte centímetros y había añadido—: Con esto te podrás defender mejor si vuelves a encontrarte en el pasado con algún desgraciado que quiera ponerte la mano encima.

—Eso parece un...

—… cuchillo de cocina japonés. Corta las verduras y el pescado crudo como si fueran mantequilla.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Solo es para un caso de emergencia —había precisado mi amiga—. Para que te sientas un poco más segura. Es lo mejor que he podido conseguir con tantas prisas y sin permiso de armas.

Ahora el cuchillo estaba guardado en mi cartera, en un estuche de gafas de la madre de Leslie convertido en una funda para armas, junto con un rollo de cinta adhesiva que, en opinión de Leslie, también podía resultarme muy útil.

El conductor tomó una curva a gran velocidad, y Xemerius, que no había podido sujetarse a tiempo, resbaló sobre el fino tapizado de cuero y topó contra Charlotte. Rápidamente se incorporó y comentó, sacudiendo las alas: —Rígida como una columna de iglesia. —Y mirándola de reojo, añadió—: ¿Vamos a tener que cargar todo el día con ella?

—Sí, por desgracia —dije.

—¿Por desgracia qué? —preguntó Charlotte.

—Por desgracia he vuelto a saltarme la comida —contesté.

—Es culpa tuya —replicó Charlotte—. Pero, para serte sincera, creo que no te iría mal perder un par de quilos. Al fin y al cabo, te tiene que entrar el vestido que madame Rossini hizo para mí.

Apretó los labios un instante, y sentí que algo parecido a la compasión que brotaba en mí. Probablemente Charlotte estaba entusiasmada con la idea de llevar los vestidos de madame Rossini, y entonces había llegado yo y lo había echado todo por tierra. No intencionadamente, claro, pero de todos modos lo había hecho.

—Tengo el vestido que me puse para visitar al conde de Saint Germain en casa, en el armario —dije—. Si quieres, te lo doy. Podrías ponértelo para el próximo baile de disfraces de Cynthia; ¡seguro que los dejarías a todos con la boca abierta!

—Ese vestido no te pertenece —dijo Charlotte en tono seco—. Es propiedad de los Vigilantes, no puedes disponer de él a tu antojo. No se le ha perdido nada en el armario ropero de tu casa.

Volvió a mirar por la ventanilla.

—Gruñona repelente —dijo Xemerius.

La verdad es que Charlotte no era de esas personas que hacen amigos dondequiera que van. Pero, a pesar de que no me lo ponía fácil, ese ambiente gélido me resultaba opresivo, de modo que lo intenté de nuevo.

—¿Charlotte...?

—Llegaremos enseguida —me interrumpió—. Estoy tan emocionada... Tal vez veamos a alguno de los miembros del Círculo Interno. —De pronto su cara malhumorada se iluminó—. Quiero decir, aparte de los que ya conocemos.

Es tremendamente excitante. En los próximos días, en Temple, podrás tropezarte en cada esquina con auténticas leyendas vivientes. Políticos famosos, premios Nóbel y reconocidos científicos visitarán estas sagradas salas sin que el mundo se entere. Estará Koppe Jötland; oh, y también Jonathan Reeves-Haviland... Me encantaría estrecharle la mano.

Para tratarse de Charlotte, parecía realmente entusiasmada. Yo, en cambio, no tenía ni idea de quién era esa gente. Dirigí una mirada interrogativa a Xemerius, pero el daimon gárgola se limitó a encogerse de hombros.

—Nunca he oído hablar de esos figurones,
sorry
—dijo.

—No se puede saber todo —repliqué yo con una sonrisa comprensiva.

Charlotte suspiró.

—No, pero a nadie le hace daño leer de vez en cuando un diario serio o mirar una revista de información general para informarse sobre la política mundial actual. Claro que para eso también hay que hacer funcionar el cerebro... o al menos tenerlo.

Como decía, no lo ponía fácil.

La limusina se había detenido y mister Marley fue a abrir la puerta del coche. Por el lado de Charlotte, por cierto.

—Mister Giordano las espera en el Antiguo Refectorio —dijo mister Marley, y tuve la impresión de que le costaba esfuerzo reprimir la palabra «sir»—.

Debo acompañarlas allí.

—Conozco el camino —respondió Charlotte, y se volvió hacia mí—. ¡Ven!

Debes de tener alguna cosa que hace que todo el mundo te esté dando órdenes continuamente —dijo Xemerius—. ¿Puedo ir contigo?

—Sí, por favor —dije, mientras nos adentrábamos en las estrechas callejuelas de Temple—. Me siento mejor cuando estás cerca.

—¿Me comprarás un perro?

—¡No!

—Pero te gusto, ¿verdad? ¡Creo que tendré que hacerme de rogar más a menudo!

—O ser útil —repliqué, y pensé en las palabras de Leslie. «Xemerius podría ser tu as en la manga.» Tenía razón. ¿Quién podía imaginar que tenía un amigo que era capaz de deslizarse a través de las paredes?

—Acelera un poco, ¿quieres? —dijo Charlotte. Ella y mister Marley iban unos metros por delante de nosotros, y en ese momento me llamó la atención cuánto se parecían. —Sí, señorita Rottenmeier —dije.

Meet the time as it seeks us.

(«Encontremos el tiempo como nos busca.»)

The Tragedy of Cymbeline
, William Shakespeare

5

Para abreviar: la clase con Charlotte y mister Giordano resultó mucho más horrible aún de lo que había imaginado. El motivo principal fue que trataban de explicármelo todo al mismo tiempo: mientras yo (vestida con un miriñaque a rayas rojo cereza, que encajaba de maravilla con mi blusa color puré de patatas de la escuela) luchaba por dominar los pasos del minué, debía comprender simultáneamente hasta qué punto se distanciaban las posturas de los whigs y las de los tories, cómo se sostenía un abanico y cuál era la diferencia entre «alteza», «serenísima» e «ilustrísima». Al cabo de una hora y diecisiete formas diferentes de abrir un abanico, tenía un intenso dolor de cabeza y ya no sabía dónde estaba la derecha y dónde la izquierda. Mi intento de relajar los ánimos con una broma —«¿No podríamos disfrutar de un serenísimo descanso, ilustrísimas?»— tampoco fue bien recibido. «Eso no tiene gracia, ignorante criatura», me espetó Giordano con voz engolada.

El Antiguo Refectorio consistía en una gran sala situada en la planta baja con ventanas altas que daban a un patio interior. A excepción de un piano de cola y unas pocas sillas pegadas a la pared, no había ningún mobiliario.

Por eso Xemerius se colgó, como hacía a menudo, cabeza abajo de una araña y replegó cuidadosamente sus alas a la espalda.

Mister Giordano se había presentado con las palabras: «Giordano, Giordano a secas, por favor. Doctor en historia, famoso creador de moda, maestro de reiki, diseñador de joyas creativo, conocido coreógrafo, adepto de tercer grado y especialista en los siglos XVIII y XIX».

—Pero ¿qué es todo este rollo? —dijo Xemerius—. A este tipo le falta un tornillo.

En silencio, por desgracia, no pude dejar de darle la razón. Mister Giordano, perdón, Giordano a secas, recordaba terriblemente a uno de esos vendedores pasados de vueltas de los canales de televenta, que siempre hablan como si llevaran una pinza en la nariz y se comportan como si en ese preciso momento un caniche les estuviera mordiendo las pantorrillas por debajo de la mesa. Esperaba que en cualquier instante sus (¿operados?) labios se deformaran en una sonrisa y dijera: «Y ahora, queridos telespectadores, pasemos a nuestro modelo Brigitte, una elegante fuente de interior que proporcionará un toque distinguido a su hogar, un pequeño oasis de felicidad por solo veintisiete libras, una verdadera ganga, no lo dejen escapar, yo mismo tengo dos en casa...».

Pero en lugar de eso dijo (sin sonrisa):

—¡Mi querida Charlotte! Hola hola. —Y besó el aire a la derecha y a la izquierda de sus orejas—. Me he enterado de lo ocurrido, ¡y me parece incre-í-ble! ¡Todos estos años de entrenamiento y todo ese talento desperdiciados! Es una desgracia, un escándalo que clama al cielo, y tan injusto... Y esa es ella, ¿no? La suplente.

Me examinó de arriba abajo, frunciendo sus carnosos labios. Yo no pude sino mirarle a mi vez, absolutamente fascinada. El tipo llevaba un peculiar peinado complicadísimo que tenía que haber sido fijado con cantidades ingentes de gel y laca para mantenerse firme sobre su cabeza. Unas finas barbas negras cruzaban la mitad inferior de su cara como ríos en un mapa.

Tenía las cejas estaban depiladas y subrayadas con una especie de rotulador negro, y si no me equivocaba, se había empolvado la nariz.

—¿Y esto debe adaptarse como un guante a una
soirée
del año 1782 en el tiempo que queda hasta pasado mañana por la noche? —inquirió.

Con «esto» debía de referirse a mí. Con «soirée» a alguna otra cosa. La pregunta era a qué.

—Oye, oye, Labios de Morcilla te ha ofendido —dijo Xemerius—. Si estás buscando algún insulto que lanzarle a la cabeza, estoy a tu disposición para soplártelo.

La verdad es que Labios de Morcilla tampoco estaba mal.

—Una
soirée
es una recepción nocturna mortalmente aburrida —continuó Xemerius—. Lo digo por si no lo sabes. La gente se reúne después de la cena, tocan algunas piezas en el pianoforte y tratan de no dormirse.

—¡Ah, gracias! —respondí.

—Aún no puedo creer que realmente quieran arriesgarse a hacerlo —dijo Charlotte mientras colgaba su abrigo de una silla—. Va contra todas las reglas de la discreción dejar suelta a Gwendolyn entre la gente. Basta con mirarla para ver enseguida que hay algo que no encaja en ella.

—¡No hace falta que lo digas! —exclamó Labios de Morcilla—. Pero el conde es conocido por sus arranques excéntricos. Mira, ahí está la leyenda de tu sustituta. Espeluznante. Léela, ya verás.

¿Mi qué? Hasta ese momento yo pensaba que las leyendas se limitaban al ámbito de los cuentos. O a los mapas.

Charlotte revolvió en una carpeta que estaba colocada sobre el piano de cola.

—¿Se supone que representa a la pupila del vizconde de Batten? ¿Y Gideon es el hijo de este? ¿No es un poco arriesgado? Podría estar presente alguien que conociera al vizconde y a su familia. ¿Por qué no han optado por un vizconde francés en el exilio?

Giordano suspiró.

—No funcionaría debido a sus escasos conocimientos de idiomas. Tal vez el conde solo quiera ponernos a prueba. Tendremos que demostrarle que podemos convertir milagrosamente a esta chica en una dama del siglo XVIII. ¡Sencillamente, es nuestro deber hacerlo! —dijo retorciéndose las manos.

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