Zafiro (5 page)

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Authors: Kerstin Gier

Ese «nuestra» me hizo sentir una punzada en el corazón, y me puso furiosa.

—¡Yo soy la única que no tiene ni idea de qué va todo esto!

Gideon suspiró.

—Ya he tratado de explicártelo antes. Ahora posiblemente no tengas ni idea de nada y seas totalmente... inocente, pero nadie sabe lo que harás en el futuro. No olvides que también entonces podrás viajar al pasado, y de ese modo podrías informar a Lucy y a Paul de nuestra visita. —Calló un momento—. Hummm... habrías podido informar.

Puse los ojos en blanco.

—¡Y tú exactamente igual! Y, bien mirado, ¿por qué tiene que ser precisamente uno de nosotros? ¿No podría Margret Tilney haberse dejado un mensaje a sí misma en el pasado? ¿Y los Vigilantes? Podrían haber entregado una carta a uno de los viajeros del tiempo, de cualquier época a cualquier época...

—¿Quééé...? —inquirió la gárgola, que ahora volaba sobre nosotros—.

¿Alguien puede explicarme de qué están hablando? No entiendo ni una palabra.

—Seguro que hay unas cuantas posibilidades de explicarlo... —contestó Gideon, y aflojó aún más el paso—, pero hoy he tenido la sensación de que Lucy y Paul, de algún modo, digamos que te han impresionado. —Se quedó parado, me soltó el brazo y me miró con aire muy serio—. Si yo no hubiera estado allí, habrías hablado con ellos, habrías escuchado sus falsas historias, tal vez incluso les habrías entregado voluntariamente tu sangre para el cronógrafo robado.

—No, no lo habría hecho —le contradije—. Pero sí que me habría gustado oír lo que querían decirnos. No me produjeron ninguna mala impresión.

Gideon asintió con la cabeza.

—¿Ves? Eso es exactamente lo que quería decir. Gwendolyn, esas personas se proponen destruir un secreto que ha sido protegido durante cientos de años. Quieren hacerse con algo que no les pertenece. Y para eso, lo único que les falta es nuestra sangre. No creo que se detengan ante nada para conseguirla.

Se apartó un rizo castaño de la frente e inconscientemente contuve el aliento.

¡Dios mío, qué guapo era! Esos ojos verdes, la hermosa curva que dibujaban sus labios, la piel pálida, todo en él era sencillamente perfecto.

Además, olía tan bien que por un segundo estuve jugando con la idea de dejar caer sin más mi cabeza sobre su pecho. Pero naturalmente no lo hice.

—Tal vez hayas olvidado que nosotros también queremos su sangre. Y fuiste tú quien apuntó con una pistola a la cabeza de Lucy, y no al revés —dije—.

Ella no llevaba ningún arma.

Entre las cejas de Gideon se formó una arruga de enfado.

—Gwendolyn, por favor, no seas tan ingenua. Está bien claro que nos tendieron una emboscada. Lucy y Paul tenían refuerzos armados, ¡eran al menos cuatro contra uno!

—¡Contra dos! —grité—. ¡Yo también estaba allí!

—Cinco, si se cuenta a lady Tilney. Sin mi pistola, probablemente ahora estaríamos muertos. O como mínimo, habrían podido extraernos sangre a la fuerza, porque estaban allí para eso. ¿Y tú querías hablar con ellos?

Me mordí el labio.

—¿Hola? —intervino la gárgola—. ¿Por casualidad alguien se acuerda de mí?

¡Todo esto es un galimatías!

—Comprendo que estés desconcertada —dijo Gideon, ahora con un tono mucho más suave pero con un inequívoco aire de superioridad—. En los últimos días sencillamente has descubierto y vivido demasiadas cosas para las que no estabas en absoluto preparada. ¿Cómo vas a comprender de qué va este asunto? Lo que tienes que hacer es irte a casa a dormir. De modo que deja que acabemos con esto cuanto antes. —Volvió a cogerme del brazo y tiró de mí—. Yo hablo y tú confirmas mi historia, ¿de acuerdo?

—¡Sí, lo has dicho al menos veinte veces! —repliqué irritada, y me planté ante un cartel de latón con la inscripción «
Ladies
»—. Pouedes empezar sin mí, tengo que ir al lavabo desde junio de 1912.

Gideon me soltó.

—¿Encontrarás el camino sola?

—Naturalmente —repliqué, aunque no estaba del todo segura de si podía confiar en mi sentido de la orientación. Esa casa tenía demasiados pasillos, escaleras, rincones y puertas.

—¡Muy bien! Ya nos hemos deshecho del pastor de cabras —dijo la gárgola —. ¡Ahora podrás explicarme con calma de qué va toda esta historia!

Esperé a que Gideon doblara la esquina, y luego abrí la puerta de los lavabos y le chillé a la gárgola:

—¡Venga, entra ahí!

—¿Cómo dices? —La gárgola me miró ofendida—. ¿En los lavabos? Vamos, encuentro que esto es un poco...

—Me importa un pepino cómo lo encuentres. ¡No existen muchos lugares donde se pueda hablar con calma con un daimon, y no quiero arriesgarme a que nadie nos oiga, de modo que entra de una vez!

La gárgola se tapó la nariz y me siguió a regañadientes a los lavabos. Solo olía débilmente a desinfectante y a limón. Eché una rápida ojeada al cubículo. No había nadie.

—Bien, ahora vas a escucharme con atención: sé que probablemente no me desharé de ti con facilidad, pero, si quieres quedarte conmigo, tendrás que atenerte a unas cuantas normas, ¿está claro?

—No hurgarse la nariz, no utilizar palabras soeces, no asustar a los perros... —recitó la gárgola.

—¿Qué? No, lo que me gustaría es que respetaras mi espacio. Me gustaría estar sola por las noches y en el baño, y en el caso de que alguien volviera a besarme —al llegar a este punto tuve que tragar saliva—, me gustaría no tener ningún espectador, ¿está claro?

—Pssst —soltó la gárgola—. ¡Y eso lo dice alguien que me ha arrastrado a un retrete!

—Bien, ¿estamos de acuerdo? ¿Respetarás mi espacio?

—De ningún modo quiero verte mientras te duchas, o, ¡puaj, Dios me libre!, mientras te besan —dijo la gárgola enfáticamente—. Te aseguro que no tienes por qué preocuparte por eso. Y por regla general encuentro más bien aburrido observar a la gente mientras duerme. Con esos ronquidos y babeos, por no hablar de todo lo demás...

—Además, no te pondrás a cotorrear mientras yo esté en la escuela o cuando esté hablando con alguien y, por favor, ¡si tienes que cantar, hazlo cuando yo no esté presente!

—También puedo imitar muy bien una trompeta —dijo la gárgola—. O una corneta de postillón. ¿Tienes perro?

—¡No!

Respiré hondo. Necesitaría unos nervios de acero para aguantar a ese tipo.

—¿No puedes conseguir uno? En caso de urgencia también serviría un gato, aunque los gatos son siempre tan arrogantes... y además no se dejan importunar. Algunos pájaros también pueden verme. ¿Tienes un pájaro?

—Mi abuela no soporta a los animales de compañía —contesté, y me reprimí para no añadir que seguramente también tenía algo contra los daimones de compañía—. Muy bien, ahora empecemos otra vez desde el principio: me llamo Gwendolyn Sheperd. Me alegro de conocerte.

—Xemerius —dijo la gárgola con una sonrisa resplandeciente—. Encantado. — Trepó al lavabo y me miró a los ojos—. ¡De verdad! ¡Muy, pero que muy encantado! ¿Me comprarás un gato?

—No. Y ahora, fuera de aquí, ¡tengo que utilizar el lavabo! —Uf.

Xemerius salió precipitadamente por la puerta sin abrirla, y luego le oí cantar otra vez en el pasillo «
Friends Will Be Friends
».

Permanecí mucho más tiempo en el lavabo del que necesitaba en realidad.

Me lavé cuidadosamente las manos y me mojé bien la cara con agua fría, con la esperanza de aclarar las ideas. Pero no conseguí detener la vorágine de pensamientos que se agitaban en mi mente. Me contemplé el cabello en el espejo —ahora parecía que unos cuervos hubieran anidado en él—, y traté de alisármelo con los dedos para animarme un poco. Como lo habría hecho mi amiga Leslie si hubiera estado conmigo.

«Solo un par de horas más y habrá acabado, Gwendolyn. Y por cierto, para lo espantosamente cansada y hambrienta que estás, no tienes tan mal aspecto.» En el espejo, unos grandes ojos rodeados de marcadas ojeras me miraron con aire escéptico.

«Está bien, es mentira —reconocí—. Tienes un aspecto horrible. Pero, bien mirado, lo has tenido mucho peor. Por ejemplo, cuando pasaste la varicela.

¡De modo que arriba esos ánimos! Lo conseguirás.» Fuera, en el pasillo, Xemerius se había colgado como un murciélago de una araña del techo.

—Un poco siniestro todo esto —opinó—. Acaba de pasar un caballero templario manco; ¿le conoces?

—Gracias a Dios, no —respondí—. Ven, tenemos que seguir por aquí.

—¿Me explicas eso de los viajes en el tiempo?

—Ni yo lo entiendo.

—¿Me compras un gato?

—No.

—Si quieres, yo sé dónde se pueden encontrar gratis. ¡Eh, en esa armadura hay una persona escondida!

Dirigí una mirada furtiva a la armadura, y de hecho tuve la impresión de que veía brillar un par de ojos tras la visera cerrada. Se trataba de la misma armadura a la que ayer había golpeado cordialmente en el hombro, creyendo, naturalmente, que era solo de adorno.

De algún modo, parecía que hubieran pasado siglos desde ayer.

Al llegar a la Sala del Dragón me encontré con mistress Jenkins, la secretaria. La mujer llevaba una bandeja en las manos y me agradeció que le aguantara la puerta.

—Solo hay té y galletas, tesoro —me dijo con una sonrisa de disculpa—.

Mistress Mallory hace rato que se ha ido a casa y tengo que echar una ojeada en la cocina para ver si aún puedo prepararles algo, chicos hambrientos.

Yo asentí educadamente con la cabeza, pero estaba segura de que cualquiera que se esforzara un poco habría podido oír gruñir mi estómago: «¿Y no sería más sencillo que encargaras algo del restaurante chino?».

En la sala ya nos estaban esperando el tío de Gideon, Falk, que, con sus ojos ambarinos y su melena gris, siempre me recordaba a un lobo; el doctor White, muy rígido y con cara de malhumor, con su eterno traje negro, y, para mi sorpresa, también mi profesor de inglés e historia, mister Whitman, también llamado Ardilla. Aquello me hizo sentir doblemente incómoda, y, presa de los nervios, empecé a tirar de la cinta azul cielo de mi vestido. Esa misma mañana mister Whitman nos había cogido a mi amiga Leslie y a mí haciendo novillos y nos había echado un sermón, y además, había confiscado las investigaciones de Leslie. Hasta ese momento mi amiga y yo solo suponíamos que podía pertenecer al Círculo Interno de los Vigilantes, pero su presencia aquí parecía confirmar oficialmente nuestras sospechas.

—Ah, por fin has llegado, Gwendolyn —dijo Falk de Villiers amablemente pero sin sonreír.

El tío de Gideon parecía necesitar un buen afeitado, aunque tal vez pertenecía a ese tipo de hombres que se afeitan por las mañanas y por la noche ya tienen una barba de tres días. Posiblemente se debiera a esa sombra oscura en torno a su boca, pero lo cierto era que parecía bastante más tenso y serio que ayer o incluso que al mediodía. Como un nervioso jefe de la manada.

Mister Whitman, al menos, me guiñó un ojo, y el doctor White gruñó algo incomprensible de lo que solo entendí «mujeres» y «puntualidad».

Como siempre, junto al doctor White se encontraba el joven fantasma rubio Robert, que, cuando entré en la sala, me dirigió una sonrisa radiante y fue el único que en realidad pareció alegrarse de verme. Robert era el hijo del doctor White. A los siete años se había ahogado en una piscina y desde entonces seguía en espíritu a su padre a dondequiera que fuera.

Naturalmente, nadie podía verlo aparte de mí, y como el doctor White siempre estaba a su lado, aún no había tenido ocasión de mantener una conversación en toda regla con él, por ejemplo sobre por qué seguía vagando por la tierra convertido en fantasma.

Gideon estaba apoyado, con los brazos cruzados, contra una de las paredes decoradas con tallas artísticas de la sala. Su mirada me estudió brevemente y luego se perdió en las galletas de mistress Jenkins. Supongo que su estómago gruñía tan alto como el mío.

Xemerius, que se había colado en la habitación antes de que yo entrara, miraba a su alrededor con aire de aprobación.

—Caramba, no está mal esta cueva...

Dio una vuelta al recinto, admirando las tallas, que tampoco yo me cansaba de ver. Sobre todo me tenía fascinada la de la sirena que nadaba sobre el sofá. Cada una de sus escamas estaba trabajada hasta el mínimo detalle, y sus aletas centelleaban en todos los tonos del azul. La sala debía su nombre a un enorme dragón que serpenteaba entre las arañas que colgaban del alto techo y parecía tan real que daba la sensación de que en cualquier momento podía desplegar las alas y salir volando.

Al ver a Xemerius, el joven fantasma abrió unos ojos como platos y se ocultó detrás de las piernas del doctor White.

Me hubiera gustado decirle «No hace nada, solo quiere jugar» (con la esperanza de que fuera así realmente), pero hablar con un fantasma sobre un daimon en una habitación llena de gente que no podía ver ni al uno ni al otro no era lo más recomendable.

—Voy a ver si encuentro algo más de comer en la cocina —dijo mistress Jenkins.

—Hace rato que debería haberse ido a casa, mistress Jenkins —dijo Falk de Villiers—. Últimamente hace demasiadas horas extra.

—Sí, váyase a casa —le ordenó con brusquedad el doctor White—. Nadie va a morirse de hambre.

¡Yo iba a morirme de hambre! Y estaba segura de que Gideon pensaba lo mismo. Cuando nuestras miradas se cruzaron, vi que sonreía.

—Pero unas galletas no son precisamente lo que se entiende por una cena saludable para unos niños —replicó mistress Jenkins, aunque lo dijo muy bajito.

Naturalmente, Gideon y yo ya no éramos unos niños, pero de todos modos me parecía que teníamos derecho a disfrutar de una comida decente. Era una lástima que mistress Jenkins fuera la única que compartía mi opinión, porque por desgracia no pintaba gran cosa. En la puerta tropezó con mister George, que seguía sin aliento y además iba cargado con dos pesados tomos encuadernados en cuero.

—Ah, mistress Jenkins —dijo—. Muchas gracias por el té. Ya puede irse y, por favor, cierre el despacho antes de marcharse.

Mistress Jenkins esbozó una mueca de disgusto, pero se limitó a responder cortésmente:

—Hasta mañana, pues.

Mister George cerró la puerta tras ella lanzando un sonoro resoplido y colocó los pesados libros sobre la mesa.

—Bueno, aquí estoy. Ya podemos empezar. Con solo cuatro miembros del Círculo Interior no estamos capacitados para tomar ninguna decisión, pero mañana estaremos prácticamente al completo. Sinclair y Hawkins, como era de esperar, no podrán acudir; los dos me han transferido su derecho a voto. Hoy solo se trata de fijar a grandes rasgos la dirección que seguir.

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