Zigzag (24 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

No le sorprendía: ya los había visto varias veces hablando a solas en el laboratorio de Silberg, él mirándola con aquellos ojos acuosos de reptil, ella con su aspecto avinagrado de siempre, como si el mundo hubiese contraído con su excelsa persona una deuda remota que nunca hubiese cancelado del todo.
Pobre Rosalyn Reiter
. No le gustaba ver a Valente apoderándose con tanta facilidad de aquella mujer madura, feúcha y callada. Le daban ganas de darle un par de consejos a la historiadora alemana acerca de su maravilloso
latin lover
.

—Se toman muy en serio lo de buscar energía —ironizó ella.

—Muy energéticos ambos —sonrió Nadja.

Valente y Reiter trabajaban con Silberg para abrir cuerdas de tiempo en un período de unos sesenta mil millones de segundos atrás, con imágenes de la ciudad de Jerusalén. Si todo salía bien, la «Energía Jerusalén» podía volverse más importante que la «Jurásica». Mucho más importante para ellos, y para el resto de la humanidad.

Verían Jerusalén en tiempos de Cristo. Concretamente, en los últimos años de la vida de Jesús.

Quizá contemplaran algún acontecimiento histórico o bíblico.

Quizá el acontecimiento fuera muy especial.

Quizá (aunque la probabilidad en este caso era como la de acertar con una sola bala en una diana de un milímetro de anchura situada a mil kilómetros) pudieran verlo.

Ríete de los tiranosaurios, de Napoleón, de César y de Spielberg. Ríete de todo.

Elisa no había mentido a Maldonado (ahora comprendía el motivo de aquellas preguntas sobre sus creencias): era atea. Pero ¿qué ateo podía presumir de permanecer impasible ante la posibilidad, la simple posibilidad, de verlo siquiera un instante?

Quien así opine, que arroje la primera piedra.

Y uno de los responsables de que tal milagro pudiese producirse se encontraba en aquel momento empinando el culo forrado de bermudas rojas mientras su lengua, sin duda, saboreaba la boca que una historiadora madura y frustrada ponía a su disposición.

Nadja parecía divertidísima: miraba a Elisa con la mejilla apoyada en la toalla, todo el rostro colorado.

—La otra noche compartieron cama.

—¿En serio? —A Elisa la noticia le provocó emociones indefinidas. Turbulentos flashes de su visita a la casa de Valente y las amenazas que él le había dirigido durante la apuesta cruzaron por su cabeza. Imaginó a Valente dedicándose a humillar a Rosalyn Reiter.

—¡Por favor, no digas nada! —rió Nadja—. Me da vergüenza contártelo, porque no es de mi incumbencia...

—Ni de la mía —agregó Elisa apresuradamente.

—Fue el domingo por la noche. Oí ruidos raros y me levanté. Miré por la mirilla de la puerta de Ric... ¡y no estaba! Entonces miré en la habitación de Rosalyn... Y los vi a los dos.

—Nadja reía en voz baja mostrando sus dientes algo separados—. ¿Son así todos los hombres en España?

—¿Tú qué crees? —resopló Elisa, y su compañera estalló en carcajadas, quizá al ver lo seria que estaba ella—. Yo también vi algo anoche, te lo iba a contar... Alguien que caminaba por los pasillos. Al final era un soldado... Me dio un susto de muerte, el cabrón.

—¡No me digas! ¿También se tira a los soldados? —El rostro de la joven paleontóloga, a dos milímetros del suyo, estaba tan colorado que Elisa pensó que estallaría. Ella le arrojó un poco de arena al hombro.

—Cállate, rusa perversa. Voy a darme un chapuzón. Estos espectáculos me ponen caliente.

Caminó hasta la orilla sin mirar hacia la pareja tendida en la arena a treinta metros a su derecha.

Esa noche oyó ruidos. Pasos en el corredor.

Se levantó de un salto y se asomó por la mirilla. Nadie. Los pasos cesaron.

Cogió su reloj de pulsera de la mesilla y encendió la lucecita de la esfera: marcaba 1.12, aún temprano, pero ya tarde para los usos y costumbres del equipo científico de Nueva Nelson. Cenaban a las siete y a las nueve y media estaban todos en el sobre: las luces se apagaban a las diez. Pero ella seguía con insomnio. Pensaba en soldados que se movían sin hacer ruido, en soldados-sombra sin rostro deslizándose por los pasillos oscuros, cruzando por su mirilla... Y también pensaba en Valente y Reiter, aunque no sabía por qué.

Pasos. Ahora sí, muy claros. En el corredor.

Entreabrió la puerta y se asomó, volviendo la cabeza en ambas direcciones.

Nadie. El pasillo estaba vacío y la puerta de acceso a la segunda ala, cerrada. Los pasos habían vuelto a interrumpirse, pero se le ocurrió una posible solución.
Proceden del cuarto de él. O el de ella.

Obedeciendo a un súbito impulso (
qué niña eres, le diría su
madre
), salió al pasillo sin vestirse. Se detuvo primero en la puerta contigua, la de Nadja, y se asomó a la mirilla. Nadja se encontraba en la cama: su pelo blanco, bajo la luz de los focos del exterior, era tan visible como una señal de carretera. La postura del cuerpo, con las sábanas arrolladas a las piernas, apuntaba a que llevaba cierto rato durmiendo. Parecía un feto encogido en el útero. Elisa sonrió. Recordó una conversación que habían mantenido el fin de semana, en la playa.

—Me gustaría ser madre —había declarado Nadja en uno de sus «arranques» sinceros.

—¿Qué es eso?

—Algo que nos ocurre a las paleontólogas de vez en cuando. Consiste en criar un embrión en el vientre tras ser fecundadas por un macho.

—Yo he decidido ser zángano —repuso ella, adormilada sobre la toalla.

—¿En serio no te gustaría tener hijos, Elisa?

La pregunta le pareció increíble. Y le pareció increíble que le pareciera increíble.

—Aún no me lo he planteado —contestó, pero Nadja creyó que bromeaba.

—Oye, que no es un problema matemático. O quieres o no quieres.

Elisa se había mordido el labio, como hacía cuando calculaba.

—No, no quiero —había respondido al fin, tras largo silencio, y Nadja había movido la cabeza, esa suave cabeza de cabellos de ángel que tenía.

—Hazme un favor —le había dicho—: antes de morirte lega tu cráneo a la Universidad de Montpellier. Jacqueline y yo disfrutaremos estudiándolo, te lo juro. No hay muchos ejemplares de
fisicus extravagantissimus
hembra.

Volvió a la realidad: estaba en el pasillo, de madrugada, vestida tan solo con las bragas, espiando a sus compañeros.
Imagínate que se levanten y descubran a la
fisicus extravagantissimus
hembra en bragas espiándolos por la mirilla
. Los pasos ya no se escuchaban. Sin dejar de sonreír, avanzó de puntillas hasta la habitación de Ric Valente. El suelo metálico le ofreció un contraste de frescor en los pies para la calidez que sentía por todo el cuerpo. Se asomó a la mirilla.

Todas sus ideas preconcebidas se esfumaron. Bajo la claridad que penetraba por la ventana distinguió perfectamente la flaca silueta de Valente Sharpe estirada en la cama, su huesuda espalda, la blancura del calzoncillo.

Se quedó mirándolo un instante. Luego se dirigió a la última habitación. Aquel bulto acurrucado bajo las sábanas tenía que ser Rosalyn, incluso creyó ver mechas de su cabello castaño.

Sacudió la cabeza y regresó a su cuarto, preguntándose qué había pretendido contemplar.
Mirona
. Comprendió que el impresionante esfuerzo exigido por su primer trabajo en la isla estaba cobrándose un precio. En su vida normal sabía cómo resolver aquellas situaciones de desgaste: daba paseos, hacía deporte o, si precisaba llegar más lejos, se entregaba a sus fantasías eróticas a solas. Pero en el mundo de Nueva Nelson, con aquella ausencia de intimidad, se sentía un tanto desorientada. Se acostó boca arriba y respiró hondo. Ya no había pasos.,, No había ruidos. Aguzando el oído podía llegar a escuchar el mar, pero no quería. Tras pensarlo un instante, se metió bajo las sábanas pese al calor que sentía. Pero no buscaba abrigarse.

Volvió a tomar aire, cerró los ojos y dejó que la fantasía la llevara por donde quisiera.

Sospechaba por dónde la llevaría.

Valente seguía pareciéndole Valente Sharpe: un chico estúpido, vacuo, una mente brillante en el cuerpo de un niño enfermizo, un hijo de papá. Sin embargo, de manera irremediable, su fantasía (probablemente también enfermiza, supuso) la arrastraba del pelo hacia él. Era la primera vez que le sucedía, estaba sorprendida.

Fisicus calentissimus.

Se lo imaginó entrando en su cuarto en aquel momento. Podía verlo con claridad, ahora que tenía los ojos cerrados. Introdujo las manos bajo las sábanas y se bajó las bragas. Pero a él ese gesto de sumisión le pareció poco. Ella accedió a quitárselas del todo, hizo una bola con ellas y las arrojó al suelo. Imaginó que ni aun así su Valente Sharpe de fantasía quedaría satisfecho.
Pero te jodes, porque no pienso apartar la sábana
. Se llevó una mano allí abajo, al centro de aquel lugar tórrido y exigente, y comenzó a removerse y jadear. Sospechó lo que él haría: mirarla con absoluto desprecio. Y ella le diría...

En ese instante los pasos sonaron junto a su cama.

El incipiente placer le estalló en el cerebro como una filigrana de cristal pisoteada por un elefante adulto.

Abrió los ojos exhalando un gemido.

No había nadie.

El susto, clavado de aquella forma en mitad de su excitación sexual, había sido de tal naturaleza que casi se alegró de seguir con vida: esa clase de sustos que son como un acceso de fiebres palúdicas y te dejan rígido y helado. En algún sitio había leído, incluso, que podían llegar a matarte de un infarto por joven que fueras y saludables que tuvieras las arterias.

Se incorporó conteniendo el aliento. La puerta de su habitación seguía cerrada. No había oído en ningún momento que se hubiese abierto. Pero los pasos —de eso estaba segura— habían sonado dentro de su habitación. Sin embargo, no había nadie.

—¿Hola...? —le preguntó a los muertos.

Los muertos respondieron. Con más pasos.

Estaban en el baño.

En aquel momento Elisa pensó que no podía llegar a sentir más miedo del que ya tenía. Que jamás sentiría más miedo que entonces.

Luego comprobó que aquel pensamiento había sido el más erróneo que jamás había tenido hasta entonces.

Pero eso lo supo luego.

—¿ Sí?

Nadie respondió. Los pasos iban y venían. ¿Se equivocaba? No: sonaban dentro del cuarto de baño. Carecía de lámpara en la mesilla, y de todas formas las luces de las habitaciones recortaban de noche, salvo las de los baños. Tendría que levantarse a oscuras e ir hacia allí para encenderla.

Ahora ya no los oía: habían vuelto a detenerse.

De repente le pareció que era una completa idiota. ¿Quién demonios podía haberse metido en su cuarto de baño? ¿Y quién aguardaría allí sin luz, sin hablar, pero moviéndose? No cabía duda de que los pasos procedían de otro lugar del barracón y reverberaban en las paredes.

Pese a aquella conclusión «tranquilizadora», el proceso de apartar la sábana, levantarse (
ni soñar con perder tiempo en ponerte las bragas, además, si se trata de un muerto, ¿qué coño te importa estar en pelotas?
) y caminar hasta el baño le pareció poco menos que una misión astronáutica. Descubrió que la puerta del baño, que no podía ver desde la cama, estaba cerrada y la mirilla se hallaba completamente negra. Tendría que abrirla y encender, a su vez, la luz del interior.

Movió el picaporte.

Mientras abría la puerta con terrible lentitud, revelando porciones crecientes de la negrura interior, se escuchaba a sí misma jadear. Jadeaba como si aún siguiera en la cama con su fantasía privada... No, qué más quisiera ella: jadeaba como un tren a vapor. Ríete de como había jadeado antes, mientras se hacía una de sus pajas-de-salir-del-paso.
Ríete, fisicus extravagantissimus
...

Abrió la puerta del todo.

Lo supo incluso antes de encender la luz. Estaba vacío, claro.

Respiró aliviada, sin saber qué había esperado encontrar. Volvió a oír los pasos, pero esa vez claramente remotos, quizá en el ala de los dormitorios de profesores.

Por un instante se quedó allí de pie, desnuda, en el umbral del baño iluminado, preguntándose cómo era posible que hubiesen sonado junto a su cama momentos antes. Sabía que sus sentidos no la habían engañado, y no iba a poder dormir hasta encontrar una solución lógica para aquel enigma, aunque solo fuera por el deseo de no parecer idiota.

Al fin dio con una posible causa: se agachó y apoyó la oreja en el suelo de metal. Creyó escuchar los pasos con más intensidad y dedujo que no se equivocaba.

Existía un lugar en toda la estación donde ella aún no había estado: la despensa. Se hallaba bajo tierra. En Nueva Nelson era muy importante ahorrar energía y espacio, y el almacenamiento de víveres en el subsuelo cumplía aquel doble objetivo, ya que, debido a la fresca temperatura subterránea, los refrigeradores trabajaran a mínima potencia y ciertos alimentos podían conservarse sin necesidad de frío adicional. Cheryl Ross empleaba algunas noches en visitarla (se accedía por una trampilla en la cocina) para hacer una lista de todo lo que era necesario reponer. La cámara de los refrigeradores se hallaba cerca de su habitación, y los pasos de quien allí estuviera debían de transmitirse con facilidad debido al revestimiento metálico de las paredes. Había creído que sonaban dentro, y en realidad sonaban
debajo
.

Tenía que ser eso: la señora Ross estaría en la despensa.

Cuando se sintió lo bastante tranquila, apagó la luz del baño, cerró la puerta y regresó a la cama. Antes buscó las bragas y se las puso. Estaba extenuada. Tras aquel susto, el tan ansiado sueño se dignaba acercarse a ella.

Pero mientras su vigilia se consumía como una vela agotada, segundos antes de que un torbellino la arrastrara por fin a la negrura, le pareció distinguir algo.

Una sombra deslizándose por la mirilla de su puerta.

16

De:
[email protected]

Para:
[email protected]

Enviado: viernes, 16 de septiembre de 2005

Asunto: hola

Hola, mamá. Solo unas líneas para decirte que estoy bien. Lamento no poder escribir (ni llamar) más a menudo, pero el trabajo aquí en Zurich es intenso. Lo cual me agrada (ya me conoces), así que no me quejaré. Todo lo que hago y veo es maravilloso. El profesor Blanes es extraordinario, y mis compañeros también. En estos días estamos a punto de obtener ciertos resultados, de modo que, por favor, no te inquietes si tardo en volver a comunicarme contigo.

Cuídate. Un beso. Saluda a Víctor de mi parte, si te llama.

Eli.

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