Zigzag (42 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Se pasó una mano por el ondulado pelo negro y respiró hondo. Ya había contado lo peor y se sentía más tranquila.

—Por supuesto, no fue una vida fácil. Sabíamos que no podíamos confiar en las entrevistas médicas de Eagle, pero por suerte empezaron a hacerse cada vez más esporádicas. Nos dejaban en paz, como si no les importáramos. De vez en cuando yo recibía mensajes de David en forma de libros de texto con notas ocultas en la encuadernación. Él las llamaba «conclusiones». Eran noticias escuetas sobre si la investigación avanzaba o no... Pero nunca supe qué clase de investigación llevaba a cabo. Supongo que nos lo explicará ahora... —Miró a Blanes, que asintió—. Pasó el tiempo, procuré seguir viviendo. Los sueños, las pesadillas, estaban ahí, pero David insistía en que debíamos comportarnos como si no supiéramos nada... Creo que he soportado estos últimos años porque a veces tenía la esperanza de que todo acabara pronto... Compré un cuchillo, no para atacar ni defenderme, ahora lo sé, sino para evitar sufrir cuando me llegara el turno... Pero al cabo de los años terminé creyendo que estaba a salvo, que lo peor había pasado... —Ahogó un sollozo—. Y hoy por la mañana, mientras daba clase, leí lo de Marini en el periódico. Estuve esperando la llamada todo el día. Al fin sonó el teléfono y escuché a David decir: «Zigzag». Supe entonces que todo había empezado otra vez. Eso es todo, Víctor. Al menos todo lo que yo sé.

Hizo una pausa, pero fue como si continuara hablando. Nadie se movió ni intervino. Los cuatro seguían sentados a la mesa, alrededor de la luz del flexo. Elisa volvió la cabeza hacia Blanes, luego hacia Jacqueline Clissot.

—Ahora me gustaría saber quién de vosotros nos ha traicionado —dijo en otro tono.

Blanes y Jacqueline intercambiaron una mirada.

—Nadie traicionó a nadie, Elisa —dijo Blanes—. Eagle se enteró de la reunión, y punto.

—No es eso lo que dice Harrison.

—Miente.

¿O mientes tú?
Sin dejar de mirar a su antiguo profesor, Elisa se despejó el cabello de la cara y se secó las lágrimas que habían fluido mientras revivía aquellos recuerdos. Confiaba en que Blanes no hubiese sido tan estúpido.
De cualquier forma, ya no tiene remedio.

Blanes tomó la palabra con cierto apresuramiento.

—Lo más importante ahora es poneros al corriente de lo que sabemos. Reinhard y yo nos hemos enterado de varias cosas: proceden de informes confidenciales que han sido filtrados, datos secretos pero verificables...

—Nos están escuchando, David —advirtió Elisa.

—Ya lo sé, y no importa: no son ellos quienes más me preocupan. Voy a contaros lo que ignoráis. No quisimos deciros nada hasta no tener pruebas, y ni siquiera tenemos muchas aún, pero la muerte de Sergio lo ha precipitado todo. Sobre esa muerte solo poseemos noticias dispersas, aunque creo que no difiere del resto. Empecemos por ti, Jacqueline. —Hizo un gesto hacia la paleontóloga—. A Jacqueline le lavaron el cerebro por primera vez al salir de Nueva Nelson. Estuvo un mes en la base de Eagle en el Egeo, donde se dedicaron a despojarla de los recuerdos mediante drogas e hipnosis. Pero tras su segunda... ¿Cómo las llaman...? «Reintegración»... Tras su segunda reintegración, en 2012, empezó a recordar.

—Para mi desgracia —repuso Clissot.

—No, no para tu desgracia —corrigió Blanes—. La mentira te hubiera hecho más daño. —Se volvió hacia los demás—. Al principio Jacqueline veía imágenes dispersas, fragmentadas... Luego, cuando le enviamos los primeros informes de las autopsias, recordó cosas concretas. Por ejemplo, los hallazgos en el cadáver de Rosalyn Reiter. ¿Por qué no nos hablas de eso, Jacqueline?

Clissot apoyaba los codos en la mesa y juntaba las yemas de los dedos contemplándose las manos bajo la luz del flexo como si se tratase de una frágil obra de arte. Entonces hizo algo que a Elisa, de alguna manera, le provocó escalofríos: sonrió. Estuvo sonriendo todo el tiempo que duró su intervención, con una tensa y desagradable mueca.

—Bien, yo no disponía en la isla de los medios necesarios para realizar una autopsia, pero, en efecto, encontré... cosas. Al principio, lo esperable: eritemas intensos y escaras debido a la ley de Joule, ya sabéis, el intenso calor producido por el paso de una corriente eléctrica... En la mano derecha tenía la marca de los cables, había metalizaciones y precipitados en la piel... Todo eso era lo normal ante una descarga de quinientos voltios. Pero bajo las quemaduras hallé destrozos no achacables a la electricidad: mutilaciones, áreas del cuerpo que habían sido cortadas o arrancadas... Y había detalles aún más raros en el estado de conservación del cadáver... Quise comentárselo a Carter, y entonces vino la explosión. Me sorprendió regresando a los barracones, de modo que no sufrí ningún daño. Incluso colaboré en la evacuación del resto del equipo.

—Sigue —la invitó Blanes.

—Antes de marcharnos, Carter me pidió que le echara un vistazo a... a lo que había en la despensa. Soy antropóloga forense, pero al ver aquello perdí la noción de mí misma. Fue como si un velo me nublara. Así estuve hasta que los informes de David me hicieron recordar. —Jacqueline dibujaba círculos sobre la mesa mientras sonreía. Parecía divertirle la conversación—. Por ejemplo: vi la mitad de una cara en el suelo, creo que era la de Cheryl, y la habían seccionado a trozos, capa a capa, como si... como si fueran las páginas despegadas de un libro. Jamás había visto eso en mi vida, ni sé qué clase de cosa pudo hacerlo. Desde luego, no un cuchillo ni un hacha. ¿Ric Valente? No... No sé quién pudo hacer eso... ni quién arrancó sus vísceras y empapó con sangre las cuatro paredes, el suelo y el techo
por completo
, como una decoración... No sé quién lo hizo, ni cómo... pero, desde luego, no era alguien cualquiera... —Guardó silencio.

—Entonces te envié los informes de Craig y Nadja —la animó a seguir Blanes.

—Sí, había más cosas. El cerebro de Colin, por ejemplo, fue extirpado y cortado en capas. Las vísceras habían sido arrancadas y sustituidas por partes amputadas de sus extremidades, como si... como si se tratara de un juego, y toda su sangre se hallaba esparcida por el salón de la casa, que además presentaba destrozos considerables. En cuanto a Nadja, su cabeza había sido
tallada
. Los bordes de su cráneo fueron como limados hasta hacerlos irreconocibles... Ninguna máquina puede lograr eso en tan poco tiempo. Es como el efecto que causa el agua en la roca: requiere años. Cosas así de curiosas...

—También había sorpresas en los análisis, ¿no es cierto? —señaló Blanes cuando el silencio volvió a posarse en los labios de Jacqueline. La paleontóloga asintió.

—La total ausencia de glucógeno en las muestras de hígado, el hallazgo de un páncreas sin autolisis y la ausencia de lipoides en las cápsulas suprarrenales indicaban una agonía muy lenta. El nivel de catecolaminas en las muestras de sangre también apuntaba a lo mismo. No sé si esto es muy técnico para ti, Víctor... Cuando un individuo es sometido a tortura se produce un violento estrés en el organismo, y unas glándulas que tenemos sobre los riñones, las cápsulas suprarrenales, segregan sustancias llamadas catecolaminas, que provocan taquicardia, aumento de la tensión arterial y otros cambios físicos destinados a protegernos. La cuantía de estas hormonas en sangre puede revelar, en cierta medida, el grado de sufrimiento soportado y su duración. Pero los análisis practicados a los restos de Colin y Nadja arrojaban resultados inconcebibles: tan solo ciertos prisioneros de guerra sometidos a torturas muy prolongadas podían compararse... El tejido glandular suprarrenal se hallaba hipertrófico y parecía haber estado trabajando al límite de manera crónica, lo que indica un sufrimiento de... quizá semanas, quizá meses.

Víctor tragó saliva.

—Esto sí que no lo entiendo. —Miró a los demás, desconcertado.

—No se corresponde con la rapidez de las muertes, en efecto —asintió Blanes, como participando de su asombro—. Por ejemplo, Cheryl Ross llevaba en la despensa apenas dos horas. Stevenson, el soldado que halló los restos junto con Craig, no se había movido de las inmediaciones de la trampilla y no vio ni oyó nada extraño durante esas dos horas... Pero Elisa ha contado que era posible escuchar los pasos de alguien que caminara por la despensa en plena noche. ¿Cómo se las arregló Valente para entrar sin ser visto y hacerle a Ross todo lo que se supone que le hizo con tanta rapidez y en completo silencio? Además, no se han hallado huellas de supuestos agresores, ni armas de ningún tipo. Y no hay testigos de los asesinatos, ni
uno
solo, y no me refiero únicamente a testigos oculares: nadie ha oído gritos o ruidos, ni siquiera en el caso de Nadja, que murió salvajemente en cuestión de minutos dentro de un apartamento de paredes delgadas.

Elisa escuchaba con suma atención. Algunas de las cosas que Blanes estaba contando también eran nuevas para ella.

—Sin embargo... —Blanes se inclinó sobre la mesa sin dejar de mirar a Víctor. La luz del flexo subrayaba sus facciones—.
Todas
las personas que han contemplado al menos una de las escenas del crimen, todas sin excepción, incluyendo autoridades y especialistas, han sufrido una especie de «shock». Se le llama así, aunque se ignora de qué se trata exactamente: los síntomas van desde un estado de enajenación transitoria, como el de Stevenson y Craig en la despensa, por ejemplo, o ansiedad repentina, como la de Reinhard en la trampilla, hasta una psicosis que no responde a los tratamientos habituales...

—Pero los crímenes han sido atroces —objetó Víctor—. Me parece natural que...

—No. —Las miradas giraron hacia Jacqueline Clissot— Yo soy forense, Víctor, pero cuando bajé a esa despensa y vi los restos de Cheryl quedé completamente trastornada.

—Lo que queremos dejar claro es que
no depende
al cien por cien del horror que han contemplado —puntualizó Blanes—. Son reacciones completamente inusuales, incluso después de visiones tan traumáticas como ésas. Piensa, por ejemplo, en los soldados. Eran gente con experiencia...

—Comprendo —dijo Víctor—. Es raro pero no imposible.

—Ya sé que no es imposible —convino Blanes mirando a Víctor con los párpados entornados—. Aún no te he contado lo
imposible
. Ahora lo haré.

Harrison sabía que la perfección significaba protección.

Podría afirmarse que, en su caso, se trataba de deformación profesional, pero aquellos que lo conocían más profundamente (hasta el punto en que Harrison se dejaba conocer) hubiesen dudado entre el huevo y la gallina. ¿Era la profesión la que marcaba el carácter? ¿O el carácter había dejado la impronta en el oficio?

El propio Harrison ignoraba la respuesta. En él, las esferas laboral y afectiva se superponían. Se había casado y divorciado, llevaba veinte años coordinando la seguridad de proyectos científicos, había tenido una hija que ahora vivía lejos y a la que nunca veía, y todo esto le hacía ser más consciente de su «sacrificio». Tal conciencia de «sacrificio» era lo que le convertía en el sujeto ideal para el cargo que desempeñaba. Harrison sabía que estaba haciendo «el bien»: lo suyo era proteger. Si no dormía, si no se alimentaba, si envejecía de golpe quince años o si carecía de tiempo libre, todo eso le hacía pensar que era el precio que pagaba por «proteger» a otros. Se trataba de un papel que la mayoría de la gente rechazaba en el gran teatro del mundo, y Harrison había decidido interpretarlo.

«Sin fisuras.» Sus superiores lo definían así: un hombre sin fisuras. Con independencia de lo que aquella frase significara para cada cual, en Harrison era sinónimo de blindaje. Todos los perros terminan pareciéndose a sus amos, y todos los hombres, a sus trabajos. Como director de seguridad de proyectos de Eagle Group, Harrison sabía que su meta no era otra que crear un blindaje seguro, acorazado. Nada puede penetrar, nada puede salir.

Todo había ido bien hasta que, diez años antes, Zigzag se había colado por una brecha.

Pensaba en eso mientras abandonaba la casa de Soto del Real aquella madrugada, acompañado de tres hombres. La noche de marzo era más fría en la sierra madrileña que en la ciudad, pero resultaba menos desapacible de lo que Harrison estaba acostumbrado a soportar, y el interior del vehículo en que penetró la hizo aún más confortable. Era un Mercedes Benz S-Class W Special de carrocería tan negra y reluciente como el zapato de tacón de aguja de un travesti, reforzada con cristales enladrillados de policarbonato y doble escudo de Kevlar. Una bala de rifle de nueve gramos y medio disparada a novecientos metros por segundo en dirección a la cabeza de cualquiera de sus ocupantes no lograría mucho más que una avispa kamikaze lanzándose contra la ventanilla. Una granada, una mina o un mortero lo dejarían inservible, pero nadie en su interior sufriría lesiones graves. En aquel búnker con ruedas, Harrison se encontraba razonablemente bien. No seguro del todo («la seguridad consiste en pensar que nunca estás seguro del todo», repetía a sus discípulos), pero razonablemente bien, que es a lo que cualquier hombre razonable puede aspirar.

El conductor arrancó de inmediato, maniobró con habilidad entre los otros dos coches y la furgoneta aparcados frente a la casa y se deslizó por la noche en un silencio de nave espacial. Eran las dos menos cuarto, las estrellas brillaban en el cielo, la carretera estaba vacía y los cálculos más pesimistas auguraban que en cuestión de media hora llegarían al aeropuerto, con tiempo de sobra para dar la bienvenida al recién llegado.

Harrison pensaba.

Tras unos cuantos minutos de viaje en una inmovilidad casi estatuaria, sacó una mano del confortable bolsillo del abrigo.

—Dame el monitor.

El hombre que se hallaba a su izquierda le entregó un objeto semejante a una lámina de chocolate belga. Era un receptor de pantalla plana en TFT de cinco pulgadas con una resolución capaz de hacer creer al usuario que tenía un cine en la palma de la mano. El menú ofrecía una cuádruple elección: ordenador, televisión, GPS o videoconferencias. Harrison escogió esta última y apoyó el índice en la opción «Sistemas Integrados». Se oyó un pitido y acto seguido apareció la pequeña habitación en forma de ele donde se encontraban los cuatro científicos charlando alrededor de la mesa. Pese a la luz mortecina del lugar, la imagen poseía una nitidez extraordinaria y podían advertirse las diferentes tonalidades de la ropa y el cabello de cada uno. También el sonido era asombroso. Harrison podía escoger entre dos clases de ángulos debido a las dos cámaras ocultas que se hallaban filmando. Pero en ninguno de los dos podía ver el rostro de Elisa Robledo de frente, de modo que se contentó con el que mostraba su perfil derecho.

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