¿Qué quieren los no muertos aparte de carne fresca? Los pocos supervivientes que quedan después de diez años de infierno en la Tierra, han quedado reducidos a la categoría de presas, en un mundo dominado por los zombies.
Océanos de sangre, extremidades esparcidas, violencia gratuita y caos, junto con momias vivientes, un druida tramposo y la tecnología armamentística más cool y el humor negro de David Wellington, con los zombies como protagonistas absolutos.
David Wellington
Zombie Planet
Trilogía Zombie 3
ePUB v1.0
Dirdam24.03.12
Título original: «Monster Planet: A Zombie Novel»
Fecha de salida original: octubre de 2005
Editorial: Timun Mas
Traducido por: Gabriela Ellena Castellotti
Publicación en España: 19 de enero de 2010
ISBN: 978-84-480-4023-9
Ayaan abrió la puerta de carga con una bota, y el aire seco del desierto se apoderó del interior del helicóptero. El aparato se bamboleaba y las soldados se agarraban a apoyos y cintas de nailon para mantener el equilibrio, pero Ayaan sencillamente cambiaba el peso de pie. La guerrera asomó la cabeza para mirar el cielo azul, sus rizos canosos ondeaban al viento. Su cara se arrugó al escudriñar las ardientes dunas. Había gente allí abajo, no podía discernir si viva o muerta, y avanzaban en dirección a su campamento. Por una vez no se trataba de una falsa alarma.
—Acércate un poco más —gritó ella.
Desde su puesto en los mandos, Osman no se volvió para responder, pero la tripulación lo oyó a través de sus auriculares.
—Por supuesto, chica. ¿Cuán cerca te gustaría? ¿Quieres olerlos?
Ayaan lo ignoró, para, en su lugar, volverse hacia Sarah. Ella le ofreció una cálida sonrisa a la joven y le hizo un gesto para que se aproximara.
—No te preocupes —le dijo ella—. No permitiré que te caigas.
Sarah fue hasta la puerta abierta del Mi-8 y se inclinó sobre los depósitos adicionales. Necesitaba tener una visualización mejor del ejército que había bajo ellos, sin la interferencia del fuselaje del helicóptero entre ella y la muchedumbre. Quince metros más abajo, brazos grises se estiraban hacia el helicóptero, como si pudieran cogerlo y hacerlo descender del cielo. Los muertos tienen una percepción de la profundidad nefasta.
—Necesito una estimación de sus fuerzas —exigió Ayaan—. ¿Son recientes?
Sarah estudiaba la muchedumbre a la par que Osman giraba en amplios círculos por encima de ellos. Este ejército había salido de la nada. Los muertos raramente anunciaban sus movimientos, pero un grupo de estas dimensiones requería cierto grado de coordinación. Los necrófagos descerebrados no trabajaban juntos a menos que alguna potente voluntad los estuviera dirigiendo. Para qué habían venido era un misterio. Lo que Sarah sabía era que Ayaan no lo permitiría. Este pequeño tramo de la costa de Egipto era su nación, tal vez la última nación de vivos que quedaba en la Tierra. No estaba por la labor de permitir que los muertos se apoderaran de ella. Ayaan siempre había profetizado que sucedería algo así. Durante años habían entrenado exactamente para este tipo de ataque, y finalmente, inevitablemente, había llegado. Se habían subido al helicóptero en el momento que recibieron los primeros informes de movimiento en el perímetro.
Ahora Ayaan quería la opinión de Sarah sobre cómo proceder. Sarah era más joven, acababa de dejar atrás la adolescencia, así que tenía mejor vista. También tenía otros sentidos de los que Ayaan carecía.
Tratando de ignorar el aullido del viento en el exterior del helicóptero, el resplandor del sol sobre la arena, Sarah se puso la capucha de su sudadera para cubrirse el pelo. Centró su atención en las partes de su ser que podían sentir muerte, tal como le habían enseñado. El vello de la nuca y los antebrazos. La sensible piel de detrás de las orejas.
Cerró los ojos pero siguió mirando.
Lo que vio la asombró. La superficie que tenían debajo rebosaba de energía púrpura, oscuras manchas donde los muertos se reunían con su furia latente, fríos y hambrientos. Pero entre aquellas sombras ardían almenaras de luz dorada, más fuerte, más vital, con vida. Imposible. Los muertos y los vivos no podían trabajar codo con codo. Los muertos existían sólo para devorar vida. Y sin embargo, ella veía lo que veía. Cuando estaba intentando procesar qué significaba, vio una de las formas doradas moviéndose, levantando algo hasta su ojo. Algo que sujetaba con ambas manos. Abrió los ojos y divisó a un hombre vivo de piel clara apuntándola directamente con un rifle.
—¡Cuidado! —gritó en su micrófono, tan alto que incluso ella se estremeció. Antes de que nadie pudiera responder, una bala ascendió a toda velocidad a través del fuselaje del Mi-8, fallando por poco el pie de una de las soldados de Ayaan. La mujer chilló y retrocedió de un salto cuando los proyectiles de fuego automático rasgaron la fina piel de la tripa del helicóptero. Una luz cruzaba fugazmente el interior de la cabina cada vez que una bala la perforaba, atravesando el fresco y oscuro espacio. El ruido martilleaba por las chapas de la cubierta, golpeteaba el techo del helicóptero. Ayaan comenzó a vociferar órdenes, pero Osman se había adelantado a ella. El helicóptero dio media vuelta inclinándose con tanta fuerza que Sarah creyó oír la estructura deseando desmontarse. El piloto tiró de su palanca de mando y salieron despedidos por el aire como el corcho de una botella de champán, ganando altitud lo bastante rápido para que el estómago de Sarah se replegara en sí mismo como un animal herido. Se tragó el vómito que ascendía por su garganta y levantó una mano para intentar apartarse el sudor de la frente. Sin embargo, se detuvo a medio camino cuando vio que su mano estaba pegajosa de sangre.
Aterrorizada para mirar, demasiado asustada para no hacerlo, se dio media vuelta lentamente. El interior del helicóptero había quedado cubierto de rojo brillante. La sangre formaba charcos entre los asientos de la tripulación y se filtraba pausadamente a través de lo que tal vez eran cien agujeros de bala. Lo que quedaba de una mujer muerta estaba desparramado sobre la cubierta, una mano hecha añicos, sin dedos, estaba tan próxima a Sarah que podría haberse agachado y sujetarla. Sintió un perverso deseo de hacer exactamente eso.
Era Mariam. La francotiradora experta del escuadrón. Había sido Mariam. No lo sería por mucho tiempo.
La mano se agitó. Se cerró en un puño no muy apretado. La soldado muerta tenía convulsiones en la parte superior, sus hombros giraban cuando ella se sentó para mirar a Sarah con los ojos en blanco. Tenía la boca abierta, la sangre manaba entre sus dientes. La mayor parte del flanco izquierdo de su caja torácica había volado. Definitivamente no respiraba.
Podía suceder así de deprisa. Sarah ya había sido testigo de cómo se levantaban los muertos antes. Ayaan le había enseñado qué hacer al respecto. Sacó su pistola del bolsillo e hizo un disparo hacia la frente de la mujer muerta. La nueva necrófaga ya estaba arremetiendo contra ella cuando abrió fuego. Una pequeña erupción de sangre estalló en la sien derecha de la mujer. No era una ejecución definitiva. Podía sentir a la necrófaga acercarse a ella, aproximarse. Eran lentos pero implacables, un solo arañazo o mordisco bastarían. Sus dedos temblaron cuando levantó el arma e intentó apuntar.
Ayaan se abalanzó sobre Mariam y la cogió por el hombro y la cadera que le quedaba.
—¡Cúbrete! —le gritó a Sarah. Ella se protegió la cara y la cabeza de las zarpas mientras Ayaan empujaba a Mariam por la puerta abierta. Su cuerpo no muerto bajó girando para chocar contra la arena en medio del ejército que había en tierra.
Ayaan y Mariam se conocían desde que eran colegialas, desde antes de que les viniera la regla. Desde antes de tener que aprender cómo disparar. Nadie dijo una palabra de protesta o indignación. La cosa que Ayaan había tirado por los aires ya no era Mariam, y todas lo sabían. Así era ahora esa clase de mundo, y así había sido durante doce duros años.
Osman continuó ascendiendo hasta que estuvieron fuera del alcance de las armas de fuego. Los muertos seguían intentando coger el helicóptero, pero los vivos dejaron de disparar y ellos estuvieron a salvo de nuevo.
—Armas de fuego —dijo Ayaan, moviendo la mandíbula para destaponarse los oídos—. Los muertos no disparan.
Sarah se armó de valor. Tenía que participar en esta conversación.
—También había vivos ahí abajo. Tal vez un tercio del total. Todos llevaban rifles. No puedo decir que sepa cómo lo hacen.
Ayaan asintió.
—Sabíamos que tenía que haber uno de ellos dándole un apoyo cercano. —Uno de ellos. Un
khasiis.
La palabra somalí significaba «monstruo». Los angloparlantes utilizaban la palabra
lich
. Los muertos no tan descerebrados. Cuando un necrófago se las arreglaba para mantener su intelecto después de la muerte, también tenía tendencia a desarrollar ciertas facultades nuevas. Aprendían a ver la energía de los muertos, igual que Sarah había hecho. Algunos de ellos aprendían a controlar a otros no muertos, a comunicarse con ellos telepáticamente y someterlos a sus monstruosas voluntades. Ayaan tenía experiencia con los
liches
. Había tenido que disparar a uno en la cabeza un año atrás, uno llamado Gary. Gary no sólo había sobrevivido al disparo, además había esclavizado una ciudad entera. Había sido necesario un verdadero infierno para acabar con Gary, y Ayaan había perdido muchos amigos en el proceso. Uno de esos amigos había sido el padre de Sarah.
—Debe de haber un objetivo de alto nivel en las proximidades —dijo Ayaan.
—«Alto nivel» es correcto si puede superar su instinto natural de devorar a los vivos. —Fathia, la segunda al mando de Ayaan, apoyó la barbilla en la culata de su rifle de asalto y pareció asustarse—. Gary podía hacer eso, durante breves periodos. Pero incluso él tenía límites. Si este ejército lleva en marcha mucho tiempo, avanzando juntos, necesitaría de un
khasiis
más poderoso que Gary. Y sólo hay uno de ese tipo del que tengamos conocimiento.
—El Ruso —dijo Ayaan. Sus ojos se entrecerraron en delgadas y furiosas líneas—. El Zarevich.
Sarah sabía que tenía que ser cierto. Pero ¿qué podría estar haciendo el monstruo más preeminente en Egipto? Todo el mundo conocía la historia del chico
lich
. Había resultado herido en un accidente de tráfico, un atropello con fuga, en la época en la que todavía había coches. Había languidecido en un estado semicomatoso durante años en una cama de hospital, medio muerto incluso antes de que la Epidemia estallara. Cuando los muertos se levantaron, el chico fue abandonado donde estaba, sólo para morir y despertar con su intelecto intacto, y con nuevos sentidos y destrezas, nuevos poderes sobrenaturales que nadie había visto antes.
Se decía que tenía un ejército de muertos y un culto de vivos, y que en algunas partes de Siberia estaba considerado la Segunda Llegada de Jesucristo. Las historias sobre él siempre versaban en torno a su crueldad y su poder. Lo retrataban como un demonio. Por su parte, él sólo afirmaba ser un zarevich, un Príncipe de los Muertos. Todo el mundo conocía estas historias, pero nadie había imaginado que llegaría tan lejos.
—Ha venido aquí en persona —dijo Ayaan—. Está aquí ahora. —Sus fríos ojos se iluminaron, pero no se volvieron más cálidos—. Ha cometido un error.