1280 almas (13 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Intriga

—Usté... usté... —aparto las manos para mirarme—. ¿No va a matarme usté, señó Nick? ¿De verda?

—Me cago en la leche, ¿me estás llamando mentiroso? —dije—. Vamos, empieza a hablar y no me digas más que la verdad.

Me contó lo que había pasado, por qué había devuelto el cadáver de Tom Hauck a la granja.

Fue más o menos como me había figurado.

Se había encontrado el cadáver a primeras horas de la noche, mientras cazaba zarigueyas, y al principio había pensado en ir al pueblo para comunicármelo. Pero como había tanto bicho por allí, creyó que lo mejor era llevarse el cadáver consigo. Así que lo puso en su podrido carromato, junto con la escopeta, y se dirigió al pueblo.

Estaba ya a mitad de trayecto cuando se le ocurrió que a lo mejor no era conveniente que lo vieran llegar al pueblo con los restos; en realidad podía ser pero que muy malo que lo vieran con ellos incluso en el mismo barrio. Porque había mucha gente que podía pensar que tenía sobradas razones para cargarse a Tom. A fin de cuentas, Tom le había dado una paliza de miedo, y quería pegarle otra vez si volvía a echarle el guante. No iba a pasarlo muy bien mientras Tom andase por allí, así que no habría sido muy sorprendente que lo hubiese matado. Además, como tío John era de color, ni siquiera podía contar con la ventaja de la duda.

Tom Hauck no estaba nada bien visto, y la comunidad estaba hasta las pelotas de él. Pero, aún así; habrían ahorcado a tío John. Tal como se concebía el linchamiento, era una especie de deber cívico; parte del proceso de tener en un puño a la población de color.

Bueno, el caso es que el viejo tío John se había metido en un lío. No podía llevar el cadáver de Tom al pueblo, ni siquiera podía vérsele con él. Y como Tom era un blanco, tampoco podía tirar al fiambre a una zanja cualquiera. Tal como veía las cosas, sólo podía hacer una: lo único que aceptarían el fantasma blanco de Tom y el Dios Omnisciente en que le habían enseñado a creer. Llevaría el cadáver a la casa de este y lo dejaría allí.

—¿Verda que no pensé mal, señó Nick? ¿Entiende lo que pensé? Ahora sé que no estuvo bien, porque la seña Rose se ha puesto como se ha puesto, y...

—Bueno, deja ya de preocuparte por eso —dije—. La señora Rose se alteró por haber visto muerto a su marido y, por cierto, con un aspecto muy desagradable. Lo más seguro es que le cueste recuperarse, así que creo que lo mejor será trasladar el cadáver a algún otro sitio hasta que llegue el momento.

—Pe... pero usté dijo que podía irme, seño Nick. Usté dijo que le contase la verdá y...

—Si, señor, es lo mejor que podemos hacer —dije—. Así que date prisa y dale la vuelta al carromato.

Se quedó donde estaba, la cabeza vencida, la boca moviéndose como si quisiera decir algo. Se oyó un largo pedorreo de truenos y luego brillaron la hostia de relámpagos que iluminaron su cara durante unos segundos. Tuve que apartar la mirada.

—¿Me has oído, tío John? —dije—. ¿Has oído lo que te he dicho que hagas?

Vaciló, suspiró y subió al carromato.

—Si, claro que le he oído, señó Nick.

Volvimos a la casa. Se puso a llover mientras cargábamos el cadáver de Tom y dije a tío John que se quedara en el porche hasta que me vistiera y no se mojara más de lo que ya estaba.

—Es posible que tengas hambre —dije—. ¿Querés que te traiga una taza de achicoria caliente? ¿Un panecillo, alguna cosa?

—De verda que no, gracias —negó con la cabeza—. Seguro que la señá Rose no tendrá encendío el fuego a estas horas.

—Bueno, pues lo encendemos —dije—. No es ningún problema.

—Gracias, pero creo que no, señó Nick. No... no tengo hambre.

Entré en la casa, me sequé con una toalla que me tendió Rose y me sentí la mar de bien cuando me puse la ropa. Mientras me vestía me acosaba a preguntas: qué íbamos a hacer, que iba a hacer yo y tal. Le pregunté que qué pensaba; si se creería segura habiendo alguien que supiese lo que tío John sabía.

—Bueno... —se humedeció los labios, los ojos apartados de los míos—. Podemos darle dinero, ¿no? Los dos podemos. Así... bueno, así no tendrá ganas de decir nada, ¿no crees?

—Bebe de vez en cuando —dije—. No se puede decir lo que un tipo hace cuando bebe demasiado.

—Pero él...

—Y es un tipo que cree mucho en la religión. No me sorprendería que creyera que debe rezar por nosotros.

—Puedes mandarlo a alguna parte —dijo Rose—. Ponerlo en un tren y enviarlo al norte.

—¿Y no podría hablar allí? ¿No se sentiría más libre de hacerlo estando lejos de nosotros que estando aquí?

Me reí, le hice una mueca y te pregunté de qué tenía miedo.

—Pensaba que eras una tía con el coño bien plantado. Al fin y al cabo no te molestó lo que le pasó a Tom.

—¡Porque odiaba al muy hijo de puta! Y no es lo mismo con tío John, un pobre negro que se ha limitado a hacer lo que ha creído mejor.

—Puede que Tom hiciera también lo mejor que sabía hacer. Me pregunto si no lo habremos superado nosotros.

—¡Pero... pero Nick! Ya sabes como era ese bastardo.

Dije que sí, que lo sabía, pero que no sabía de nadie que hubiera matado a la mujer de Tom, y que Tom se hubiera acostado con la prenda antes y después del hecho. Entonces me eché a reír y la atajé antes de que me interrumpiera.

—Pero estamos en una situación bien distinta, querida —dije—. Y tú estabas al tanto antes de que ocurriera. No es algo que hayas sabido después, así que dime, bueno, que es lo que puedo hacer al respecto, porque no lo he organizado yo.

—Nick... —me rozó el brazo un tanto asustada—. Lamento haber perdido la cabeza hace un rato, cariño. Creo que no puedo culparte por haberme hecho daño.

—No se trata de eso —dije—. Lo que pasa es que estoy un poco cansado de hacer cosas que todo el mundo sabe que voy a hacer, cosas que realmente se quiere y espera que yo haga, cosas por las que he de cargar con todas las culpas.

Comprendió; por lo menos dijo que lo comprendía. Me abrazó y se estuvo así durante un rato y hablamos durante un par de minutos de lo que había que hacer. Entonces me fui porque tenía toda una noche de trabajo por delante.

Hice que tío John se internara por los plantíos, hasta unos cinco kilómetros detrás de la granja. Dejamos allí el cadáver de Tom, junto a unos árboles y tío Tom y yo nos refugiamos donde pudimos a unos metros de distancia.

Se sentó al pie de un árbol, las piernas demasiado temblorosas para sostenerle. Yo me guarecí a unos metros de él y abrí la cámara de la escopeta. Parecía limpia, lo suficientemente limpia para funcionar. Soplé un par de veces para asegurarme y entonces la cargué con los cartuchos que había cogido de los bolsillos de Tom.

Tío John me observaba, y en sus ojos se reflejaban todas las súplicas y plegarias del mundo. Cerré la cámara, apunté y él se puso a llorar otra vez. Arrugó el ceño un tanto irritado.

—Bueno, ¿por qué te pones así ahora? —dije—. Sabías que no iba a tener mas remedio que hacerlo cuando esto acabase.

—No, señó, yo le creí a usted, señó Nick. Usté es distinto de los demás blancos. Yo creí todo lo que usté me dijo.

—Bueno, pues el caso es que creo que mientes, tío John —dije— y me duele oírte. Porque en la Biblia se dice que mentir es un pecado.

—¿También es un pecao matar a la gente, señó Nick? Un pecao peor que mentir. Y usté... usté...

—Te voy a decir una cosa, tío John —dije—. Te voy a decir una cosa y espero que te tranquilice. Todos los hombres matan lo que aman.

—Uste... usté no me ama, señó Nick...

Le dije que decía la puta verdá, toda toda la verda. Yo solo me amaba a mí mismo y estaba dispuesto a hacer lo que fuera. Y que tenía que seguir mintiendo, valiéndome de chanchullos, bebiendo whisky, jodiendo con tías y yendo a la iglesia los domingos con las demás personas respetables.

—Y aún te diré algo mas —dije—, algo más sensato que todas las tonterías que he leído. Es mejor el ciego, tío John, es mejor el ciego que se mea por la ventana que el listillo que lo engaña para que lo haga. ¿Sabes quien es el listillo, tío John? Bueno, pues se parece a mucha gente, se parece a todos, a todos los hijos de puta que se vuelven cuando cae una moneda al suelo, a todos los cabrones que plantifican sus huevos con un dedo en el culo y otro en la boca creyendo que no les pasará nada, a todos los chuloputas que piensan que la orina se les volverá limonada, a todas las almas cándidas hechas al parecer imagen y semejanza de Dios y a quienes lamentaría profundamente encontrarme en una noche oscura. Incluso a ti, particularmente a ti, tío John; a la gente que se queda oliendo la mierda con la boca abierta y hace como que se sorprende cuando uno mete en ella una boñiga. Sí, no puedes menos de ser lo que eres, apenas un pobre y viejo negro. Porque esto es lo que dices tú, tío John. Pero, ¿sabes lo que yo digo? Yo digo que te den por el culo. Que no tienes más remedio que ser lo que eres y que yo no puedo evitar el ser lo que soy; y sabes jodidamente bien lo que soy y lo que tiene que ocurrir. Sabes rematadamente bien que no tienes amigos blancos. Debes saber condenadamente bien que no vas a tener ninguno porque apestas, tío John, y porque vas por el mundo pidiendo que te jodan bien jodido. ¿Cómo se puede tener un amigo así?

Le vacié los dos cañones de la escopeta. Casi quedó partido en dos.

XV

Yo quería que pareciera que tío John había disparado a Tom con su propia arma y que Tom le había quitado la escopeta y había disparado sobre tío John. O al revés. De todos modos, cuando me puse a pensar en ello, después me pareció que la gente no iba a verlo de aquella manera. Lo que significaba que serían proclives a buscar al verdadero asesino. Y me quedé muy preocupado durante un buen rato. Pero no tuve verdaderos motivos para ello. Por absurdo que fuera, teniendo en cuenta que tío John había muerto casi dos días después que Tom y contando con la evidencia de que los dos habían muerto en el momento de recibir los tiros, resultó que nadie pensó en ello. A ninguno le preocupó cómo un muerto podía haber matado a un vivo.

Claro que ambos cadáveres estaban empapados y llenos de barro, tanto que no se podía decir a primera vista cuando habían muerto; y que en Potts County no estábamos preparados técnicamente para hacer exámenes científicos y llevar a cabo investigaciones. Si las cosas parecen haber ocurrido de cierta manera, la gente cree generalmente que han ocurrido así. Y ni Tom Hauck ni tío John eran individuos por los que nadie quisiera armar jaleo.

La verdad es que no había nadie a quien le importase un bledo ninguno de los dos. Por lo que a Tom respecta, era un caso palmario de indiferencia absoluta. ¿Y a quién le importaba que hubiera un tipo de color más o menos, salvo a algún que otro tipo de color? ¿Y a quién le preocupaba que se preocupasen estos?

Pero creo que me estoy adelantando un poco...

Puse la escopeta entre Tom y tío John. Dejé entonces el caballo y el carromato de Tom donde estaban ellos, y crucé los plantíos camino de la granja de Hauck.

Ya era muy tarde, aunque debería decir muy temprano. Faltaría aproximadamente una hora para que amaneciese. Enganché el caballo sin pasar por la casa y me encaminé al pueblo.

La puerta del establo de alquiler estaba abierta. El mozo roncaba en un henil como una sierra circular. Sobre un barril de arena ardía una lámpara que iluminaba con luz parpadeante la fila de pesebres. Puse en su sitio el caballo y el carruaje, sin hacer ruido apenas, y el mozo siguió roncando. Así que salí otra vez a la oscuridad, a la oscuridad y la lluvia.

No había nadie en la calle, claro. Aunque no hubiera estado lloviendo, no habría habido nadie fuera a aquellas horas. Llegué al palacio de justicia, me quité las botas y me deslicé escaleras arriba hasta mi cama.

El calor seco me sentó de maravilla después de haber llevado las ropas mojadas; además, me parece que estaba horrorosamente cansado. Porque me quedé dormido enseguida en vez de cabecear durante quince o veinte minutos, como me acostumbraba a ocurrir. Entonces me dio la sensación de que nada mas apoyar la cabeza en la almohada Myra se ponía a gritar y a zarandearme.

—¡Nick! ¡Sal de la cama, Nick Corey! ¡Santo Dios! ¿Es que quieres pasarte durmiendo toda la noche y todo el día?

—¿Por qué no? —murmuré agarrándome a la almohada—. Me parece una idea excelente.

—¡He dicho que te levantes! Es casi mediodía y Rose está al teléfono.

Dejé que me levantara y hablé con Rose durante un par de minutos. Dije que lamentaba saber que Tom no había llegado a casa todavía, y que posiblemente saldría a buscarlo, aunque no sabía con seguridad si el sol brillaría y si no se pondría a llover otra vez.

—Sí que lo haré, Rose —dije—, así que no te preocupes más. Creo que empezaré a buscarlo hoy aunque se ponga a llover otra vez y me ponga perdida la ropa como anoche, por no hablar de coger un resfriado. Y si no salgo hoy lo haré mañana con toda seguridad.

Colgué y me di la vuelta.

Myra me miraba con la frente arrugada, la boca tensa y una expresión de disgusto. Me señaló la mesa y me dijo que me sentara, por el amor de Dios.

—Te vas a tomar el desayuno y vas a salir de aquí enseguida. ¡Empieza a cumplir con tu deber, para variar!

—¿Yo? —dije—. Siempre cumplo con mi deber.

—¿Tú? ¡So imbécil, gilipollas, abúlico! ¡Tú no haces nada!

—Bueno, en eso consiste mi deber —dije—. En no hacer nada, quiero decir. Por eso me votan los electores.

Se dio la vuelta con tanta rapidez que sus faldas giraron sobre su eje y fue a la cocina. Me senté a la mesa. Miré el reloj y vi que eran casi las doce, prácticamente la hora de comer, así que apenas tomé unos huevos con jamón, menudillos con salsa y siete u ocho bizcochos, además de una tarrina de melocotón con nata.

Tomaba la tercera taza de café cuando volvió a entrar Myra. Se puso a retirar los platos murmurando para sí y le pregunté si pasaba algo.

—Si pasa —dije— no tienes más que decírmelo, porque dos cabezas son mejor que una.

—¡So puerco...! ¿Es que no te vas a ir nunca? —gritó—. ¿cómo es que estás todavía sentado?

—Toma, estoy tomando café —dije—. Si miras bien verás que no miento.

—¡Pues... pues te lo llevas! ¡Y te lo tomas en otra parte!

—¿Quieres decir que me lleve la mesa? —dije.

—¡Exacto! Vamos, anda y vete, por el amor de Dios.

Dije que me encantaba hacer favores, pero que si lo pensaba bien se daría cuenta de que no tenía demasiado sentido el que me llevara la mesa.

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