3001. Odisea final

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #ciencia ficción

 

Frank Poole, subcomandante de la nave Discovery que en el año 2001 partió en misión secreta hacia Júpiter, es encontrado vagando por el espacio mil años después, en estado de hibernación. Frank tendrá que adaptarse a los increíbles cambios acontecidos durante el milenio. El momento cumbre será su reencuentro con su viejo amigo Dave Bowman, que ha sufrido una extraña simbiosis con el ordenador HAL... La Gran Muralla comienza a dar signos de inquietante actividad y la odisea iniciada mil años atrás se precipita a un desenlace tan sorprendente como estremecedor.

La conclusión de la célebre saga.

Arthur C. Clarke

3001. Odisea final

(Odisea espacial - 04)

ePUB v1.1

betatron
28.05.2012

Para Cherene, Támara y Melinda:

Que sean felices en un siglo

mucho mejor que el mío

Prólogo
Los primogénitos

Llámenlos los primogénitos. Aunque ni remotamente eran seres humanos, eran de carne y sangre y, cuando miraron hacia afuera, a través de las profundidades del espacio, sintieron pavor reverencial y curiosidad... y soledad. No bien poseyeron el poder, empezaron a buscar camaradería entre las estrellas.

En sus exploraciones se toparon con vida en muchas formas, y observaron la obra de la evolución en mil mundos. Vieron cuan a menudo los primeros chisporroteos tenues de inteligencia brillaban y se extinguían en la noche cósmica.

Y debido a que en toda la Galaxia no habían encontrado algo más precioso que la Mente, fomentaron su alborear por doquier. Se convirtieron en labradores en los campos de las estrellas: sembraban y, en ocasiones, cosechaban.

Y, en ocasiones, sin apasionamiento alguno, tenían que erradicar los cultivos desviados.

Los grandes dinosaurios habían desaparecido hacía ya mucho, su promesa matutina aniquilada por un mazazo al azar proveniente del espacio, cuando la nave de exploración ingresó en el Sistema Solar después de un viaje que ya había durado mil años. Pasó al lado de los congelados planetas exteriores, hizo una breve detención por encima de los desiertos del agonizante Marte, y pronto miró hacia la Tierra.

Extendiéndose por debajo de ellos, los exploradores vieron un mundo en el que pululaba la vida. Durante años estudiaron, recogieron, catalogaron. Cuando hubieron aprendido todo lo que pudieron, empezaron a introducir modificaciones. Manipularon, con irregular habilidad, el destino de muchas especies, tanto en tierra como en los mares. Pero cuál de sus experimentos iba a rendir frutos, no lo podrían saber hasta dentro de un millón de años cuando menos.

Eran pacientes, pero aún no eran inmortales. ¡Había tanto por hacer en ese universo de cien mil millones de soles, y otros mundos estaban llamando! Así que, una vez más, partieron hacia el abismo, conscientes de que nunca más volverían a esos parajes, y tampoco había necesidad de que lo hicieran: los servidores que habían dejado atrás harían el resto.

En la Tierra, los glaciares vinieron y se fueron, mientras que, por sobre ellos, la inmutable Luna todavía conservaba su secreto proveniente de las estrellas. Con ritmo aun menor que el del hielo polar, las mareas de civilización fluían y refluían de un punto al otro de la Galaxia. Extraños y hermosos y terribles imperios se alzaron y desplomaron, transmitiendo su sabiduría a sus sucesores.

Y ahora, allá afuera, entre las estrellas, la evolución se dirigía hacia nuevas metas. Hacía mucho que los primeros exploradores de la Tierra habían llegado hasta los límites que permitían la carne y la sangre.

No bien sus máquinas fueron mejores que sus cuerpos, ése fue el momento de mudar: primero el cerebro, y después los pensamientos solos; los transfirieron a relucientes hogares nuevos de metal y piedra preciosa: en ellos vagaron por la Galaxia. Ya no precisaban naves espaciales: ellos
eran
naves espaciales.

Pero la era de las entidades-máquina pasó con celeridad. En su incesante experimentación habían aprendido a acumular conocimientos en la estructura del espacio en sí, y a conservar sus pensamientos eternamente en congeladas mallas de luz.

En consecuencia, ya como energía pura, ahora se transformaron a sí mismos. En miles de mundos, las cascaras vacías que habían descartado se contraían espasmódicamente un tiempo, siguiendo una vesánica danza de muerte; después se desintegraban, convirtiéndose en polvo.

Ahora eran Señores de la Galaxia y podían desplazarse a voluntad entre las estrellas o sumergirse como sutil vaho a través de los intersticios mismos del espacio. Aunque estaban libres, por fin, de la tiranía de la materia, no habían olvidado del todo su origen, en el tibio légamo de un mar fenecido. Y sus maravillosos instrumentos todavía continuaban funcionando, vigilando los experimentos comenzados tantas eras atrás.

Pero esos experimentos ya no eran siempre obedientes a los mandatos de sus creadores: al igual que todas las cosas materiales, no eran inmunes a las corrupciones del Tiempo y de su paciente, insomne servidora, Entropía.

Y, en ocasiones, descubrían y buscaban metas propias.

I. Ciudad de las estrellas
1. Arreador de cometas

El capitán Dimitri Chandler [M2973.04.21/93.106// Marte//Acad Espacial3005] —o "Dim" para sus amigos más apreciados— estaba comprensiblemente molesto: el mensaje de la Tierra había tardado seis horas en llegar al remolcador espacial
Goliath
, que aquí estaba más allá de la órbita de Neptuno. Si hubiera llegado diez minutos más tarde, Chandler podría haber respondido:

—Lo siento, no puedo partir ahora: acabamos de empezar el despliegue de la pantalla solar.

La excusa habría sido perfectamente válida: envolver el núcleo de un cometa con una lámina de película reflectora de nada más que unas moléculas de espesor, pero de kilómetros de lado, no era la clase de trabajo que se podía abandonar cuando estaba semicompletado. Así y todo, sería buena idea obedecer esa ridícula solicitud: a Chandler ya no lo apreciaban en las regiones que daban hacia el Sol, aunque no por culpa de él. La recolección del hielo de los anillos de Saturno y su posterior acarreo hacia Venus y Mercurio, donde se lo necesitaba realmente, había comenzado en la década del 2700: tres siglos atrás. El capitán Chandler nunca logró ver diferencia real alguna en las imágenes de "antes y después" que los conservacionistas solares siempre estaban mostrando para respaldar sus acusaciones de vandalismo celeste, pero el gran público, todavía sensible a los desastres ecológicos de siglos anteriores, había opinado de manera diferente, y la propuesta de "No tocar Saturno" se había aprobado por considerable mayoría. Como resultado, Chandler ya no era un Cuatrero de los Anillos, sino un Arreador de Cometas,

Así que ahí estaba, a una apreciable fracción de la distancia a Alfa del Centauro, reuniendo trozos rezagados provenientes del Cinturón de Kuiper. Por cierto que aquí había suficiente hielo como para cubrir a Mercurio y Venus con océanos de kilómetros de profundidad, pero podría llevar siglos extinguir las erupciones volcánicas de esos planetas y hacer que fueran aptos para habitarlos. Los conservacionistas solares, claro está, todavía protestaban contra esto, aunque ya no con tanto entusiasmo: los millones de muertos causados por la ola sísmica que generó el asteroide que se estrelló en el Pacífico en 2034 —¡qué irónico que el impacto, de haberse producido en tierra firme, habría ocasionado mucho menos daño!— les habían recordado a todas las generaciones futuras que la especie humana tenía demasiados huevos en una sola y frágil canasta.

"Bueno", se dijo Chandler, "pasarán cincuenta años antes de que este paquete en particular llegue a destino, así que la demora de una semana apenas si significaría mucha diferencia. Pero todos los cálculos sobre rotación, centro de masa y vectores de impulsión se tendrían que rehacer y retransmitir a Marte para que los corroboren." Era una buena idea hacer las sumas con cuidado, antes de empujar miles de millones de toneladas de hielo a lo largo de una órbita que podría ponerlo a una distancia tal que bombardeara la Tierra con granizo.

Tal como lo había hecho tantas veces antes, la mirada del capitán Chandler erró hacia la antigua fotografía que tenía sobre el escritorio: mostraba un vapor de tres mástiles, empequeñecido en comparación con la montaña de hielo que se alzaba amenazador a su lado, tal como, por cierto, la
Goliath
estaba empequeñecida en ese mismo instante.

Qué increíble, había pensado Chandler a menudo, que nada más que un solo período largo de vida salvara el abismo entre esa primitiva
Discovery
y la nave homónima que había viajado a Júpiter. ¿Y qué habrían pensado aquellos exploradores antárticos de antaño de la vista que él tenía desde su puente?

Ciertamente se habrían sentido desorientados, pues la muralla de hielo al lado de la cual flotaba la
Goliath
se extendía hacia arriba y hacia abajo hasta donde alcanzaba la vista. Y era un hielo de aspecto extraño, carente por completo de los azules y blancos inmaculados de los gélidos mares polares. De hecho, parecía estar sucio, y lo estaba en verdad, ya que nada más que el noventa por ciento era agua-hielo; el resto era una mescolanza de compuestos de carbono y azufre, la mayor parte de los cuales sólo era estable a temperaturas que no superaran mucho el cero absoluto. Descongelarlos podría producir desagradables sorpresas: tal como había dicho un astroquímico, en un ahora famoso comentario: "Los cometas tienen mal aliento".

—Capitán a todo el personal —anunció Chandler—. Hubo un ligero cambio de programa: se nos pidió que demoremos las operaciones para investigar un blanco que captó el radar de Guardián Espacial.

—¿Dieron detalles? —preguntó alguien, cuando se hubo acallado el coro de quejidos que se hizo oír por el intercomunicador de la nave.

—No muchos, pero infiero que se trata de otro proyecto de la Comisión del Milenio que se olvidaron de cancelar.

Más quejidos: la tripulación estaba sinceramente hastiada de todos los festejos planeados para celebrar el fin de los 2000. Hubo un suspiro general de alivio cuando el 1 de enero de 3001 transcurrió sin novedad, y la especie humana pudo reanudar sus actividades normales.

—De todos modos, es probable que sea otra falsa alarma como la última. Volveremos al trabajo lo más pronto que podamos. Capitán fuera.

Ésa era la tercera búsqueda inútil en la que había intervenido durante su carrera, pensó Chandler de mal humor. A pesar de los siglos de exploración, el Sistema Solar todavía podía producir sorpresas, y era de suponer que Guardián Espacial tenía buenos motivos para hacer ese pedido. Chandler sólo albergaba la esperanza de que algún idiota imaginativo no hubiera avistado, una vez más, el mítico Asteroide Dorado. Si existía en verdad —cosa que Chandler no creía en absoluto—, no sería más que una curiosidad mineralógica: tendría mucho menos valor real que el hielo que ahora estaban empujando en dirección del Sol, para dar vida a mundos estériles.

Había una posibilidad, empero, a la que Chandler sí tomaba en serio: la especie humana ya había esparcido sus sondas robot a través de un volumen de espacio de cien años luz de ancho... y el monolito de Tycho era recordatorio suficiente de que civilizaciones mucho más antiguas ya se habían dedicado a actividades similares. Muy bien podría haber otros artefactos alienígenas en el Sistema Solar, o en viaje hacia él. El capitán Chandler sospechaba que Guardián Espacial tenía algo así en mente. Caso contrario, difícilmente habría hecho salir de curso a un remolcador espacial Clase I para ir a perseguir una señal no identificada de radar.

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