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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (5 page)

Aparté con decisión la colcha de dibujos de la cama y me levanté. Como siempre, mi madre había preparado la ropa que debía ponerme. Un vestido con el cuerpo de tela vaquera y la falda de franela gris a cuadros. Me sentía incómoda con él, apretada, como si el vestido me atrapara en una fase que yo hacía tiempo que quería dejar atrás.

Me lo puse con desgana, luego avancé por el pasillo hasta la cocina. Mi madre había dejado sobre la mesa mi merienda, envuelta en unas servilletas de papel con el logo del pequeño local de la urbanización Marco Polo. Cuando llegó el momento de marcharme, me puse mi anorak rojo y cogí mi mochila de dibujos. Acaricié a los gatos y me despedí de ellos. Luego abrí la puerta y salí. En la escalera me detuve y vacilé, pensando en las palabras que mi madre me había repetido docenas de veces: «No debes irte nunca enfadada. ¡No sabemos si nos volveremos a ver!». Podía ponerse furiosa, era impulsiva y a veces se le escapaba la mano, pero a la hora de despedirse siempre se mostraba muy cariñosa. ¿Debía irme sin decirle una sola palabra? Me volví, pero me invadió la sensación de desengaño de la tarde anterior. Había decidido no darle nunca más un beso y castigarla con mi silencio. Además, ¿qué iba a pasar?

«¡Qué va a pasar!», murmuré a media voz. Las palabras resonaron por la escalera de baldosas grises. Me volví de nuevo y bajé las escaleras. ¿Qué va a pasar? La frase se convirtió en mi mantra durante el camino hasta la calle y, entre los bloques de viviendas, hasta el colegio. Mi mantra contra el miedo y contra la mala conciencia por no haberme despedido de mi madre.

Abandoné la urbanización, avancé a lo largo de su interminable valla y me detuve en el paso de cebra. Por delante de mí pasó traqueteando un tranvía lleno de gente que iba a trabajar. Mi ánimo decayó por completo. Todo a mi alrededor se me hacía de pronto demasiado grande. No podía olvidar la pelea con mi madre y me daba miedo pensar en la relación con mis padres separados y sus nuevas parejas, que no me aceptaban. Las buenas sensaciones que quería haber sentido aquel día dejaron paso a la certeza de que una vez más tendría que luchar por mi puesto en ese mundo. Y de que no iba a conseguir cambiar mi vida si un simple paso de cebra me parecía un obstáculo insalvable.

Me eché a llorar y sentí cómo me invadía el deseo de desaparecer, de disolverme en el aire. Dejé que el tráfico siguiera rodando ante mí, imaginando que en cuanto pisara la calzada un coche me atropellaba. Me arrastraría un par de metros y entonces estaría muerta. Mi mochila quedaría tirada junto a mi cuerpo inerte, y mi chaqueta roja sería una señal sobre el asfalto que gritaría: ¡Mirad lo que habéis hecho con esta niña! Mi madre bajaría de casa corriendo, lloraría a mi lado y reconocería todos sus errores. Sí, eso es lo que haría. ¡Seguro!

Como es natural no salté delante de ningún coche ni del tranvía. No me habría gustado llamar tanto la atención. En lugar de eso hice un esfuerzo, crucé por el paso de cebra y avancé por la calle Rennbahnweg en dirección al colegio, en la Brioschiweg. Tenía que pasar por un par de tranquilas callejas de pequeñas viviendas unifamiliares de los años cincuenta, que tenían modestos jardines en la entrada. En un barrio dominado por las construcciones industriales y las casas prefabricadas, resultaban anacrónicas y tranquilizadoras a la vez. Cuando giré por la Melangasse, me limpié las últimas lágrimas de la cara y seguí avanzando con la cabeza baja.

No recuerdo qué fue lo que me hizo levantar la cabeza. ¿Un ruido? ¿Un pájaro? En cualquier caso, mi mirada se posó en una furgoneta blanca. Estaba en la zona de aparcamiento del lado derecho de la calle y no parecía encajar mucho en aquel entorno tan tranquilo. Delante de la furgoneta vi un hombre de pie. Era delgado, no muy alto y miraba indeciso a su alrededor: como si esperara algo pero no supiera qué.

Ralenticé mis pasos y me estiré. El miedo que yo no podía entender volvió de pronto y se me puso carne de gallina. Enseguida tuve el impulso de cambiarme de acera. Una rápida serie de imágenes y frases pasó por mi cabeza: No hables con desconocidos… No te subas al coche de un extraño… Secuestros, abusos, todas las historias de niñas secuestradas que había visto en televisión. Pero si quería ser de verdad una adulta no debía ceder ante ese impulso. Tenía que seguir andando. ¿Qué me iba a pasar? El camino hasta el colegio era mi primer examen. Iba a aprobarlo sin desviarme de mi camino.

Echando la vista atrás no sé decir muy bien por qué al ver la furgoneta saltaron enseguida todas las alarmas en mi interior: pudo ser la intuición, pero tal vez también el exceso de noticias sobre abusos que habíamos tenido como consecuencia del «caso Groër». Este cardenal fue acusado en 1995 de abuso sexual de menores, la reacción del Vaticano aportó tema de debate a los medios de comunicación y desató un movimiento popular de recogida de firmas para la reforma de la Iglesia en Austria. A ello se añadieron todos los relatos sobre niñas secuestradas y asesinadas que había visto en las noticias de la televisión alemana. Pero probablemente me habría dado miedo cualquier hombre que me hubiera encontrado en la calle en una situación poco habitual. Ser secuestrada era para mí una posibilidad realista, pero en el fondo pensaba que era algo que ocurría en la televisión. No en mi barrio.

Cuando estaba a unos dos metros de distancia, el hombre me miró a los ojos. En ese momento desaparecieron todos mis miedos. Tenía los ojos azules y, con su melena algo larga, parecía un estudiante de una vieja serie de los años setenta. Su mirada se diluía de una forma extraña en el vacío. Es un pobre hombre, pensé, parecía tan desvalido que tuve el deseo espontáneo de ayudarle. Puede sonar extraño, pero fue como una forma de aferrarse a la fe infantil en la bondad de las personas. Cuando me miró por primera vez de frente aquella mañana, parecía perdido y muy frágil.

Sí. Iba a pasar esa prueba. Pasaría por delante de ese hombre por el estrecho espacio que quedaba en la acera. No me gustaba acercarme a la gente y decidí evitarle lo suficiente para no entrar en contacto con él.

Todo ocurrió muy deprisa.

En el momento en que pasaba con la mirada puesta en el suelo por delante de ese hombre, él me cogió por la cintura, me levantó por los aires y me metió por la puerta abierta de su furgoneta. Todo ocurrió en un solo movimiento, como si fuera la escena de una coreografía que hubiéramos ensayado los dos juntos. Una coreografía del horror.

¿Grité? Creo que no. Aunque todo en mí era un único grito. Pugnaba por salir, pero se quedaba en lo más profundo de mi garganta: un grito mudo, como si se hubiera hecho realidad una de esas pesadillas en las que se quiere gritar, pero no se oye un solo tono; en las que se quiere correr, pero las piernas se mueven como si se hundieran en arenas movedizas.

¿Opuse resistencia? ¿Intenté arruinar su perfecta puesta en escena? Debí resistirme, pues al día siguiente tenía un ojo morado. No puedo recordar el dolor de un golpe, pero sí la sensación de una impotencia paralizante. El secuestrador lo tenía fácil conmigo. Él media 1,72 metros aproximadamente, yo sólo 1,50. Estaba gorda y no era demasiado ágil, y además la mochila limitaba mi libertad de movimiento. Todo había durado tan sólo unos segundos.

En el momento en que se cerró la puerta de la furgoneta a mis espaldas fui consciente de que había sido secuestrada y podía morir. Ante mis ojos pasaron las imágenes del funeral por Jennifer, que en enero había sido violada y asesinada en un coche cuando intentaba escapar. Las imágenes del horror de los padres de Carla, que fue encontrada inconsciente en un lago y murió cinco días más tarde. Entonces me había preguntado cómo sería eso de morir y qué ocurriría después. Si se sentiría dolor justo antes y si sería verdad que se ve una luz.

Las imágenes se mezclaron con una serie de ideas que me cruzaron por la mente. ¿Estaba ocurriendo todo aquello en realidad? ¿A mí?, preguntaba una voz. ¡Qué idea más tonta secuestrar a un niño, eso no funciona nunca!, decía otra. ¿Por qué yo? Soy pequeña y gorda, no respondo al perfil de la presa ideal de un secuestrador, suplicaba otra más. La voz del secuestrador me devolvió a la realidad. Me ordenó que me sentara en el suelo de la parte trasera de la furgoneta y me recomendó que no me moviera. Si no seguía sus indicaciones podía pasarme algo malo. Luego saltó por encima de los asientos hacia delante y arrancó.

Como no había ninguna separación entre los asientos delanteros y la zona de carga, podía verle por detrás. Y podía oír cómo tecleaba nervioso varios números en su teléfono móvil. Pero era evidente que no localizaba a nadie.

Mientras tanto seguían amontonándose las preguntas en mi cabeza: ¿Va a pedir un rescate? ¿Quién lo va a pagar? ¿Adónde me lleva? ¿Qué coche es éste? ¿Qué hora es? Los cristales de la furgoneta estaban pintados casi hasta arriba, donde quedaba una pequeña franja transparente Desde el suelo no podía ver hacia dónde nos dirigíamos, y no me atreví a estirar el cuello para mirar a través del parabrisas. El viaje se me hizo largo, parecíamos ir sin rumbo fijo. Enseguida perdí la noción del tiempo y el espacio. Pero las copas de los árboles y los postes de la luz que pasaban repetidas veces ante mí me daban la sensación de que estábamos dando vueltas por el barrio.

Hablar. Tienes que hablar con él. Pero ¿cómo? ¿Cómo se habla con un secuestrador? Los secuestradores no merecen ningún respeto, no me parecía adecuado seguir unas normas de cortesía. Venga: el trato que tenía reservado para las personas cercanas a mí.

Aunque parezca absurdo, primero le pregunté qué número calzaba. Eso lo había aprendido en series de televisión como Aktenzeichen XY ungelöst. Hay que poder describir al secuestrador lo mejor posible, cualquier pequeño detalle era importante. Pero, como es natural, no recibí respuesta alguna. En su lugar el hombre me ordenó con brusquedad que me callara, así no me pasaría nada. Todavía hoy sigo sin saber cómo tuve el valor de pasar por alto sus indicaciones. Tal vez porque estaba segura de que en cualquier caso iba a morir, de que la situación no podía empeorar.

«¿Vas a abusar de mí?», fue lo siguiente que le pregunté.

Esta vez sí recibí una respuesta. «Eres demasiado joven para eso —dijo—. Yo nunca haría algo así.» Luego volvió a llamar por teléfono. Una vez que hubo colgado, dijo: «Ahora te llevaré a un bosque y te entregaré a los otros. Entonces ya no tendré nada que ver con todo este asunto». Esa frase la repitió varias veces, deprisa y muy inquieto: «Te entregaré y ya no tendré nada que ver contigo. No volveremos a vernos nunca más».

Si lo que quería era meterme miedo, no podía haber encontrado palabras más adecuadas: su anuncio de entregarme a «los otros» me dejó sin respiración, me quedé petrificada. No necesitaba explicar nada más, yo sabía lo que quería decir: las redes de pornografía infantil llevaban meses siendo noticia en los medios de comunicación. Desde el verano anterior apenas pasaba una semana en la que no se hablara de tipos que secuestraban a menores y abusaban de ellos mientras lo grababan. Pude verlo con toda claridad en mi mente: grupos de hombres que me arrastraban hasta un sótano y me agarraban por todas partes mientras otros hacían fotos. Hasta ese momento estaba convencida de que iba a morir enseguida. La nueva amenaza me parecía algo aún peor.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que nos detuvimos. Estábamos en un bosque de pinos como otros tantos de las afueras de Viena. El secuestrador apagó el motor y volvió a llamar por teléfono. Algo parecía haber salido mal. «¡No han venido, no están aquí!», protestaba. Se le veía atemorizado, acorralado. Pero tal vez se tratara sólo de un truco: tal vez quería que me aliara con él frente a esos «otros» a los que debía entregarme y que le habían dejado colgado. Tal vez se lo había inventado para meterme más miedo y paralizarme.

El secuestrador se bajó del coche y me ordenó que no me moviera del sitio. Yo le obedecí sin decir nada. ¿No había querido Jennifer escapar de un coche así? ¿Cómo lo había intentado? ¿Y qué había hecho mal? Todo se entremezclaba en mi cabeza. Si no había cerrado la puerta tal vez pudiera empujarla. Pero ¿luego? Dos pasos y estaría encima de mí. Yo no corría mucho. No tenía ni idea de qué bosque era aquél ni hacia dónde debía correr. Y además estaban los «otros», los que debían recogerme y que podían aparecer por cualquier sitio. Pude ver cómo corrían detrás de mí, me alcanzaban y me tiraban al suelo. Y luego vi mi cadáver en ese bosque, medio enterrado debajo de un pino.

Pensé en mis padres. Mi madre iría por la tarde al colegio a recogerme, y la profesora le diría: «¡Pero si Natascha no ha venido hoy!». Mi madre estaría desesperada, y yo no tenía ninguna posibilidad de protegerla. Se me partía el corazón pensando que ella estaba en el colegio, pero yo no.

¿Qué va a pasar? Aquella mañana me había marchado sin una palabra de despedida, sin un beso. «¡No sabemos si nos volveremos a ver!»

Las palabras de mi secuestrador me hicieron estremecer. «No van a venir.» Luego subió al coche, arrancó el motor y nos pusimos en marcha. Gracias a las fachadas y tejados de las casas que podía ver por la pequeña rendija de las ventanillas laterales, esta vez sí pude reconocer hacia dónde conducía el coche: regresamos a las afueras de la ciudad y luego tomamos la carretera principal en dirección a Gänsendorf. «¿Adónde vamos?», le pregunté.

«A Strasshof», dijo el secuestrador con total sinceridad.

Cuando cruzamos Süssenbrunn sentí una profunda tristeza. Pasamos por delante de la vieja tienda de mi abuela, que la había traspasado hacía poco tiempo. Tres semanas antes había estado allí, sentada a su escritorio, liquidando sus deberes burocráticos. Pude verla ante mí y quise gritar, pero sólo pude soltar un débil gemido cuando pasamos ante la calleja que llevaba hasta la casa de mi abuela. Allí había vivido los momentos más felices de mi infancia.

El vehículo se detuvo ante un garaje. El secuestrador me ordenó que siguiera tumbada en el suelo de la furgoneta, y apagó el motor. Luego se bajó, cogió una manta azul, me la echó por encima y me envolvió con ella. Yo apenas podía respirar, me vi inmersa en la más completa oscuridad. Cuando me sacó del coche como si fuera un paquete, se apoderó de mí el pánico. Tenía que escapar de aquella manta. Y tenía que hacer pis.

Mi voz sonó apagada y extraña bajo la manta cuando le pedí que me dejara en el suelo y me permitiera ir al baño. Se detuvo un instarte, luego me liberó de la manta y me condujo por un vestíbulo hasta un pequeño aseo para invitados. Desde el pasillo pude echar un vistazo a las habitaciones anexas. Los muebles parecían caros y buenos, lo que me confirmaba que, en efecto, había sido víctima de un secuestro: en las películas de la televisión los criminales siempre tenían casas grandes con muebles valiosos.

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