Read 3.096 días Online

Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (7 page)

Pero en cuanto cerró la puerta la ilusión de seguridad se rompió como una pompa de jabón.

Aquella noche no dormí nada. No paré de dar vueltas, intranquila, sobre el fino colchón y con el vestido que no me había querido quitar. Ese vestido con el que me sentía tan incómoda era lo último que después de aquel día me quedó de mi vida anterior.

Capítulo 3. Vana esperanza de liberación. Las primeras semanas en el zulo

Las autoridades austríacas investigan la desaparición de una niña de diez años, Natascha Kampusch. La menor fue vista por última vez el 2 marzo. El camino hasta la escuela, en el que se le perdió la pista, es bastante largo. Al parecer una niña vestida con un anorak rojo fue obligada a entrar en una furgoneta blanca.»

Aktenzeichen XY ungelöst,

emisión del 27 de marzo de 1998.

Ya había oído al secuestrador mucho antes de que al día siguiente entrara en el escondrijo. En aquel momento no sabía lo bien controlado que tenía el acceso, pero basándome en lo despacio que se acercaban los ruidos deduje que necesitaba mucho tiempo para abrir el zulo.

Me encontraba en un rincón, con la mirada clavada en la puerta, cuando entró en la estancia de apenas cinco metros cuadrados. Me pareció más joven que el día del secuestro: un hombre delgado, de rasgos suaves y juveniles, con el pelo castaño peinado con raya, como si fuera el alumno modelo de un instituto del extrarradio. Su rostro era delicado y a primera vista no reflejaba ninguna maldad. Sólo si se le observaba durante un rato se notaba el atisbo de locura que se escondía tras esa fachada provinciana. Más tarde quedaría surcada de arrugas.

Enseguida lo acribillé a preguntas:

«¿Cuándo me vas a liberar?»

«¿Por qué me retienes?»

«¿Qué vas a hacer conmigo?»

Él respondió con monosílabos y registró cada uno de mis movimientos como si vigilara a un animal enjaulado: no me dio la espalda en ningún momento, me obligó a mantener siempre un metro de distancia con respecto a él.

Intenté amenazarle: «¡Como no me dejes marchar ahora mismo te vas a meter en serios problemas! ¡La policía lleva tiempo buscándome, me va a encontrar, enseguida estará aquí! ¡Vas a ir a la cárcel! No es eso lo que quieres, ¿no?».

«¡Déjame ir y todo saldrá bien!»

«Por favor, ¿vas a dejar que me vaya?»

Me prometió que me dejaría libre muy pronto. Y como si con eso hubiera respondido a todas mis preguntas, dio media vuelta, quitó el pomo de la puerta y cerró por fuera.

Yo agucé el oído desesperada, con la esperanza de que regresara de nuevo. Nada. Estaba totalmente aislada del mundo exterior. No llegaba ningún ruido de la calle, no entraba nada de luz por las rendijas de los paneles de la pared. El aire era húmedo y me cubría con una película de la que no me podía desprender. El único sonido que me acompañaba era el chirrido del ventilador que, a través de un tubo que cruzaba el garaje, hacía llegar aire desde el tejado hasta el sótano. Ese sonido era una auténtica tortura: día y noche zumbando en esa diminuta habitación, hasta que se hizo insoportable y tuve que ponerme las manos en las orejas para no oírlo. Cuando el ventilador se calentó, empezó a oler mal y las aspas se doblaron. El chirrido que emitía se hizo más lento, pero se añadió un ruido nuevo. Toe. Toe. Toe. Y entremedias otra vez el chirrido. Había días en que ese torturador sonido llenaba cada rincón no sólo de la habitación, sino también de mi cabeza.

Durante mis primeros días en aquel sótano el secuestrador dejó la luz siempre encendida. Yo se lo había pedido, pues me daba miedo estar sola en la total oscuridad en que se sumía el zulo en cuanto él desenroscaba la bombilla. Pero casi era igual de malo estar todo el rato con aquel destello. La luminosidad me hacía daño en los ojos y me producía un estado de vigilia artificial del que no podía salir: incluso cuando me echaba la manta por encima de la cabeza para amortiguar la luz, mi sueño era superficial e intranquilo. El miedo y la luz brillante sólo me permitían un ligero adormecimiento del que siempre me despertaba sobresaltada pensando que era la luz del sol. Pues con la luz artificial de aquel sótano herméticamente cerrado ya no había diferencia entre el día y la noche.

Hoy sé que un método de tortura muy extendido, y que en algunos países aún se emplea, consiste en mantener a los presos con luz artificial todo el día. Las plantas sometidas al efecto continuado de la luz se marchitan, los animales mueren. Para las personas se trata de una pérfida tortura, más eficaz que la violencia física: los biorritmos y el patrón de sueño se ven tan alterados que el cuerpo reacciona con una profunda fatiga y a los pocos días el cerebro deja de funcionar correctamente. Igual de eficaz e inhumana es la tortura mediante el empleo de sonidos permanentes de los que no se puede escapar. Como el chirrido del ventilador.

Me sentía como conservada viva en una cámara acorazada subterránea. Mi prisión no era totalmente rectangular. Medía unos 2,70 metros de largo por 1,80 de ancho y apenas 2,40 de alto. Once metros cúbicos y medio de aire agobiante. Ni cinco metros cuadrados de suelo, en los que yo iba de un lado a otro como un tigre enjaulado, siempre de una pared a otra. Seis pasos cortos para ir y seis para volver: eso es lo que medía de largo. Cuatro pasos para ir y cuatro para volver: eso es lo que medía de ancho. Con veinte pasos podía dar la vuelta entera al zulo.

Sólo mientras andaba conseguía atenuar el pánico. En cuanto me detenía, en cuanto cesaba el sonido de mis pisadas en el suelo, el temor volvía a apoderarse de mí. Estaba mareada y tenía miedo de volverme loca. ¿Qué me iba a pasar? Veintiuno, veintidós… sesenta. Seis adelante, cuatro a la izquierda. Cuatro a la derecha, seis atrás.

La idea de que sería imposible salir de allí me atormentaba cada vez más. Al mismo tiempo sabía que no debía dejarme vencer por el miedo, que tenía que hacer algo. Cogí una de las botellas de agua mineral en las que el secuestrador me había llevado agua fresca del grifo y golpeé las paredes con todas mis fuerzas. Al principio de forma rítmica y enérgica, hasta que se me cansó el brazo. Al final era tan sólo un golpeteo desesperado en el que se mezclaban mis gritos de auxilio. Hasta que se me cayó la botella de la mano.

No vino nadie. Nadie me había oído, tal vez ni siquiera el propio secuestrador. Caí rendida sobre el colchón y me acurruqué como un pequeño animal. Mis gritos se convirtieron en sollozos. El llanto sustituyó a la desesperación al menos por un instante y me tranquilicé. Me acordé de cuando, de pequeña, lloraba por cosas sin importancia… y enseguida se me olvidaba el motivo de mi llanto.

El día anterior, por la tarde, mi madre había avisado a la policía. Al no llegar yo a casa a la hora acordada había llamado al colegio. Nadie tenía una explicación para mi desaparición. Al día siguiente la policía inició las tareas de búsqueda. Sé por periódicos antiguos que un centenar de policías rastrearon con perros los alrededores del colegio y de la urbanización. No encontraron pistas que permitieran reducir el radio de actuación. Se peinaron patios traseros, calles laterales y zonas verdes, lo mismo que la orilla del Danubio. Se emplearon helicópteros, se colgaron carteles en todas las escuelas. Cada poco aparecían personas que creían haberme visto en distintos lugares. Pero ninguna pista conducía hasta mí.

Durante los primeros días de cautiverio intenté imaginar lo que estaba haciendo mi madre en esos momentos. Cómo me buscaba por todas partes y cómo sus esperanzas iban reduciéndose día a día. La echaba tanto de menos que la añoranza amenazaba con desgarrarme por dentro. Habría dado cualquier cosa por tenerla a mi lado con su fortaleza y su valor. Más tarde he conocido con sorpresa la importancia que, en la interpretación de mi caso, atribuyeron los medios a la discusión con mi madre. Como si mi marcha sin despedirme fuera una señal que dijera algo de mi relación con ella. Aunque durante la difícil separación de mis padres había sentido rechazo y desprecio, cualquiera debería tener claro que en una situación extrema un niño llama automáticamente a su madre. Yo estaba desprotegida sin mi madre, sin mi padre, y me daba una pena horrible saber que no tenían noticias mías. Hubo días en que la preocupación por mis padres me perturbaba más que mi propio miedo. Pasaba horas pensando cómo podía hacerles saber que estaba viva. Para que no desesperaran. Y para que no dejaran de buscarme.

Al comienzo de mi cautiverio esperaba cada día, cada hora, que se abriera la puerta y viniera alguien a rescatarme. La esperanza de que no pudieran hacerme desaparecer tan fácilmente me sostuvo durante las interminables horas en el sótano. Pero pasaban los días y nadie llegaba. Excepto el secuestrador.

Ahora parece evidente que había planeado el secuestro durante un tiempo: por qué si no iba a haber estado años construyendo un escondrijo que sólo se abría desde fuera y era lo suficientemente grande para que en él pudiera sobrevivir una persona. Como pude comprobar repetidas veces a los largo de mis años de cautiverio, el secuestrador era un hombre paranoide, temeroso, convencido de que el mundo era malvado y la gente le perseguía. También es posible que construyera aquel zulo como un bunker en previsión de que se produjera un ataque nuclear o la tercera guerra mundial, o como un refugio para escapar de todos aquellos que supuestamente le perseguían.

Qué variante es la correcta es una pregunta que hoy ya nadie puede responder. Incluso las manifestaciones de su antiguo compañero de trabajo Ernst Holzapfel dejan claro que ambas explicaciones son posibles. Este declaró que el secuestrador le había preguntado en cierta ocasión cómo podía insonorizar una habitación para que el ruido de una taladradora no se oyera por toda la casa.

En cualquier caso, el secuestrador no se comportaba conmigo como un hombre que hubiera preparado durante años el rapto de un niño y que, una vez conseguido, viera su deseo hecho realidad. Al contrario. Parecía alguien a quien un conocido ha dejado por sorpresa un bebé y no sabe muy bien cómo atender sus necesidades.

Durante mis primeros días en el zulo el secuestrador me trató como si fuera una niña muy pequeña. Eso en parte no me vino mal, al fin y al cabo yo había retrocedido interiormente al nivel emocional de un niño de jardín de infancia: me daba de comer todo lo que le pedía. Y yo me comportaba como cuando se visita a una tía abuela lejana y se la convence de que el chocolate es el desayuno más sano. Ya el primer día me preguntó qué quería comer. Yo le pedí té de frutas y un bollo. Y al cabo de un rato volvió con un termo lleno de té de escaramujo y un bollo de la panadería más conocida de la zona. La inscripción de la bolsa de papel confirmó mis sospechas de que estábamos en algún punto de Strasshof. En otra ocasión le pedí barritas saladas con mostaza y miel. También este «encargo» fue atendido al instante. Me resultaba muy extraño que ese hombre cumpliera todos mis deseos cuando, en realidad, me lo había quitado todo.

Pero su tendencia a tratarme como una niña pequeña tenía también su lado negativo. Me pelaba las naranjas y me las metía gajo a gajo en la boca, como si yo no pudiera comer sola. Cuando una vez le pedí un chicle, se opuso por miedo a que me ahogara. Por las noches me abría la boca y me limpiaba los dientes como si tuviera tres años y no pudiera agarrar el cepillo. Al cabo de unos días me cogió bruscamente la mano, me la sujetó con fuerza y me cortó las uñas.

Me sentí humillada, como si me hubiera arrebatado la poca dignidad que intentaba mantener en aquella situación. Al mismo tiempo sabía que yo misma me había situado en ese nivel que en cierto modo me protegía. Pues ya el primer día pude comprobar cómo el secuestrador, en su paranoia, dudaba entre tratarme como una niña pequeña o como una persona independiente.

Me metí en mi papel, y cuando el secuestrador regresó al zulo para llevarme comida hice todo lo posible para que se quedara. Le rogué. Le supliqué. Intenté llamar su atención, que se ocupara de mí, que jugara conmigo. Estar sola en el escondrijo me estaba volviendo loca.

Así fue como unos días más tarde estaba yo allí, sentada con mi secuestrador, jugando a las damas chinas. La situación me parecía irreal, como de una película absurda: fuera, en el mundo exterior, nadie podría creer que la víctima de un secuestro hiciera todo lo posible para jugar a las damas chinas con su secuestrador. Pero el mundo exterior ya no era mi mundo. Yo era una niña y estaba sola, y sólo existía una persona que podía salvarme de la agobiante soledad: la misma que me había impuesto esa soledad.

Me senté en el colchón con el secuestrador, tiré los dados y moví las fichas. Miraba fijamente el dibujo del tablero, las pequeñas fichas de colores, intentaba olvidarme de lo que me rodeaba e imaginarme a mi secuestrador como un amigo paternal que se toma su tiempo para jugar con un niño. Cuanto más conseguía dejarme atrapar por el juego, menor era mi pánico. Sabía que éste me acechaba desde todos los rincones, siempre dispuesto a asaltarme. Cuando estaba a punto de ganar una partida, cometía un error de forma disimulada para retrasar el temido momento de quedarme sola.

En esos primeros días la presencia del secuestrador me parecía una garantía de que me iba a librar del peor desenlace. Pues en todas sus visitas hablaba de sus supuestos colaboradores, con los que había hablado tan nervioso ya durante el secuestro y que le habrían hecho el «encargo». Yo seguía pensando que tenía que tratarse de una red de pederastas. El mismo murmuró algo de unos hombres que iban a venir a fotografiarme y «a hacer otras cosas conmigo», lo que confirmaba mis temores. A veces se me pasaba por la cabeza que la historia que me estaba contando no encajaba del todo, que tal vez esos malvados hombres no existieran. Probablemente se había inventado a aquellos cómplices para atemorizarme. Pero no lo podía saber con certeza, y aunque fueran inventados cumplían su misión: yo vivía con el miedo continuo a que en cualquier momento apareciera en el sótano una horda de hombres horribles y se abalanzara sobre mí.

Las imágenes y los relatos que había visto en los últimos meses en los medios de comunicación se concretaron en escenarios cada vez más terribles. Intenté no pensar en ello… pero al mismo tiempo imaginaba todo lo que los secuestradores harían conmigo. Qué objetos utilizarían. Si lo harían allí mismo, en el sótano, o me llevarían a un chalé, una sauna o una buhardilla, como en el último caso que había saltado a los medios de comunicación.

Other books

The Remote Seduction by Kane, Joany
Slay Belles by Nancy Martin
Without Mercy by Belinda Boring
The Betsy (1971) by Robbins, Harold
Reaching the Edge by Jennifer Comeaux
Kimber by Sarah Denier
(in)visible by Talie D. Hawkins