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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (13 page)

–¿Quieres jugar a un juego, Daniel?

Audrey no mostró la menor alegría al decir esto, pero el anciano respondió de todos modos con entusiasmo:

–¡Sí!

Hacía tiempo que Audrey no entraba en la sala que la madre superiora había acondicionado para servir de consultorio. La encontró deprimente, como de costumbre, con sus muebles baratos y sus paredes llenas de manchas de humedad. Pero Audrey creyó que era mejor poner allí en práctica el método EMDR. En el jardín habría demasiadas distracciones para Daniel y, sobre todo, demasiadas miradas curiosas.

–Siéntate, Daniel.

Ella se sentó a su vez en la otra única silla que había en la habitación. Ambos quedaron separados por una pequeña mesa de colegio que, junto con las dos sillas, constituía todo el mobiliario de la sala. Entre Daniel y Audrey quedó también la rosa de él, de la que nunca se separaba desde el incendio y que había colocado ahora sobre sus piernas.

–Este juego es muy divertido y muy simple -dijo Audrey mientras sacaba un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta-. Sólo tienes que seguir con los ojos este bolígrafo e ir respondiendo a las preguntas que yo te haga. ¿De acuerdo, Daniel?

–Eso no parece… divertido.

–Lo es, créeme. ¿Estás listo?

–Bueno.

Audrey colocó su bolígrafo frente a los ojos de Daniel, y después empezó a moverlo de un lado a otro; primero despacio, y luego cada vez más rápidamente.

–Habíame de tus pesadillas. Porque sigues teniendo pesadillas, ¿verdad? – Audrey lo sabía por la madre supe-riora.

Daniel dejó de seguir el bolígrafo con la mirada, que posó sobre la planta de su regazo.

–No pierdas de vista el bolígrafo. Las pesadillas, Daniel. Habíame de ellas.

–Esto no es… divertido.

Audrey tiró con rabia el bolígrafo sobre la minúscula mesa. Hoy no tenía paciencia para nada. Y la poca que aún le quedaba fue consumida por lo que ocurrió justo en ese momento. La luz de la bombilla desnuda que colgaba del techo vaciló hasta extinguirse por completo. En la oscuridad en que la sala quedó sumida, Audrey gritó con exasperación:

–¡Maldita bombilla!

El problema no era la bombilla, sino la instalación eléctrica. El día menos pensado saldría todo ardiendo, como el convento en el que Daniel estuvo a punto de morir.

La luz regresó. Aunque precedida por breves ráfagas de iluminación y oscuridad alternas. Así estaba mejor, se dijo Audrey, que vio cómo Daniel la observaba con cierta cautela.

–Siento haber gritado, Daniel. Hoy no tengo un buen día. ¿Te parece bien si lo intentamos de otro modo? – Él asintió-. Muy bien. Voy a golpearme en los muslos con las manos. Y quiero que tú hagas lo mismo usando, cada vez, la mano contraria a la mía. ¿Me entiendes?

Por la expresión de Daniel, estaba claro que no había entendido nada. Audrey suspiró de nuevo. Le quedara o no paciencia, tendría que sacarla de algún sitio, o perdería al anciano quizá para siempre.

–No… entiendo -confirmó Daniel.

Audrey apartó la mesa y movió su silla para colocarse justo enfrente de él.

–No te preocupes. Vamos a hacer una prueba. Yo me golpeo con la mano derecha
(clap),
y tú te golpeas, ¿con qué mano…?

En vez de contestar, Daniel se golpeó también el muslo. Lo hizo con la mano correcta, la izquierda, aunque Audrey le dio una pequeña ayuda al negar con la cabeza cuando Daniel iba a hacerlo con la otra. Ella siguió hablando:

–Ahora yo golpeo con mi izquierda
(clap),
y tú golpeas con…

–¿Mi… derecha?
(clap).

–¡Eso es! Y empezamos de nuevo. Derecha
(clap),
izquierda
(clap),
derecha
(clap)…

–Esto es… divertido.

–¿No te lo había dicho? Un poco más rápido… Muy bien. Y ahora vamos a complicar el juego. Tienes que contestarme sin parar de golpearte en los muslos, ¿de acuerdo?

(clap) (clap) (clap) (clap)

–Cuéntame tu última pesadilla.

(clap) (clap) (clap) (clap)

Transcurrió un minuto completo antes de que Daniel respondiera:

–Había… una mon… taña. Yo no quería ir… hacia allí, pero él me… obligó. Encontré… una… pluma. Era muy… grande y… blanca. Tenía… sangre.

–Habíame de la montaña, Daniel. ¿Qué había en ella?

(clap) (clap) (clap) (clap)

–¿Daniel? – insistió Audrey.

(clap) (clap) (clap) (clap)

–Al… mas. Almas de… ino… centes. Caían… al fuego.

–¿Qué había en el fuego, Daniel? ¿Quién estaba allí?

(clap) (clap) (clap) (clap)

(clap) (clap)

Los golpes en los muslos se detuvieron. De nuevo vaciló la luz de la bombilla del techo, antes de que una completa negrura los envolviera por segunda vez.

–¡Y se hizo la oscuridad! ¿Tienes miedo a la oscuridad, Audrey?… ¡BUUU!

Audrey sintió un aliento cálido a escasos centímetros de su propia boca. El susto le hizo echarse con violencia hacia atrás. A punto estuvo de caerse de la silla, de espaldas. La luz se encendió durante un segundo, para volver a apagarse. Le dio tiempo a ver que Daniel la miraba fijamente, con una sonrisa maligna en los labios. Sólo que aquel ya no era Daniel…

–¡Tú!

–Eres muy curiosa, Audrey. Y ya sabes lo que dicen: la curiosidad mató al gato.

Otra vez, Audrey era testigo de esa transformación radical de Daniel, que le hacía a éste capaz de expresarse sin vacilaciones y de un modo demasiado elaborado para él. Resultaba sobrecogedor. Y más entonces, a oscuras. Audrey trató de recomponerse y vencer el impulso de salir de la habitación porque, si lo hacía, quizá perdiera el enlace. Pero no le resultó fácil resistir la idea de marcharse. Aquel otro Daniel le daba miedo. Racionalmente se decía que eso resultaba absurdo, que Daniel no era más que un hombre cuya mente estaba enferma y que ese otro ser no era más que algo creado por el anciano para conseguir superar una realidad que temía o detestaba. Pero no era eso lo que ella sentía. Y a Audrey nunca le habían fallado sus intuiciones. Adivinó que Zach ocultaba algo esa noche terrible de Harvard, cuando aquel pobre guardia murió entre llamas, gritando de pánico y dolor. Audrey presentía ahora algo que era incapaz de racionalizar en pensamientos, pero que le causaba tanto vértigo como mirar a una sima sin fondo.

–No me das miedo -dijo Audrey. Su voz era firme, a pesar de las dudas.

–Sí que te lo doy. Pero sabes que no debes mostrarte frágil. Eres una chica lista, Audrey. Eso es lo que más me gusta de ti.

Las dos últimas frases encendieron una luz roja en el fondo de la memoria de Audrey, aunque no acertaba a saber por qué. Cuando ella habló de nuevo, se mostró menos firme de lo que hubiera deseado:

–Daniel no te necesita.

Esto iba a dirigido al Daniel que se escondía tras aquella otra personalidad. Audrey deseaba hacer creer al verdadero Daniel que no le hacían falta máscaras, que con su ayuda podía superar lo que quiera que fuese. Regresaba a su labor de psiquiatra, olvidando qué la había traído hoy a aquí.

–Daniel no me necesita, es verdad. Pero tú sí.

–¿Y para qué podría necesitarte yo?

–Para descubrir la verdad, por supuesto. ¿Hay algo más importante que la verdad? No. Por eso VERITAS es el lema de Harvard.

–¡Qué sabrás tú de Harvard!

Audrey dijo esto con furia. Sentía deseos de lanzarse sobre su interlocutor y hacerle daño. Ésa era la expresión: «hacerle daño». No le parecía bastante abofetearle simplemente, o algo similar. En la oscuridad en la que no podía ver al Daniel ingenuo e inocente, resultaba fácil imaginarse al ser despreciable dueño de esa voz. Y odiarle.

–¿Qué sé yo de Harvard?… Todo, Audrey. Lo sé todo. Los remordimientos son algo terrible, ¿verdad? – Hizo una breve pausa en la que se escuchó una casi imperceptible pero malévola risilla-. ¿Sabes que tenía dos hijas?

Audrey dejó de respirar. Y creyó que no conseguiría empezar de nuevo a hacerlo.

–¿De quién… estás… hablando?

Sus palabras vacilaron, como solía a ocurrirle a Daniel. La respuesta a su pregunta sólo podía ser una, pero quería oírla. Lo necesitaba, para que ya no le cupieran dudas de que estaba ocurriendo algo insólito.

–Hablo del guardia al que prendisteis fuego en el Harvard Hall, claro está. Se llamaba Abraham, por si quieres saberlo. A sus hijas no les dejaron ver el cadáver. No querían que dos niñas virginales tuvieran aquella horrenda visión como última imagen de su querido papá. Qué atentos, ¿no te parece?

La luz regresó. Audrey dio un salto en la silla cuando lo hizo. Su corazón latía tan deprisa que el pecho comenzaba a resentirse. Notaba las venas del cuello hinchadas y palpitantes.

–¿Ya… no… jugamos? – preguntó Daniel. El verdadero.

–No, Daniel. Creo que el juego se ha acabado por hoy.

Audrey estaba en su despacho. Se le había pasado por la cabeza tomarse un Jack Daniel's -también allí guardaba una botella-, pero no lo hizo. Había aprendido la lección de la otra noche. Llevaba sentada en su butaca más de dos horas. Pensando. Se incorporó y pulsó el botón del intercomunicador.

–¿Sí?

–Toma nota, Susan.

–Antes, te recuerdo que tienes una cita a las tres, con la señora Steiner.

Sin prestar atención al tono mordaz de su secretaria, Audrey continuó:

–Busca el número del Departamento de Física de Harvard, y ponte en contacto con el profesor McGale, Michael W. McGale. Haz todo lo posible para concertarme una cita con él cuanto antes. Para hoy mismo, si es posible.

–Pero, Audrey…

–¡Haz lo que te he dicho!

–Bien. Profesor Michael W. McGale del Departamento de Física de Harvard. Para hoy mismo, si es posible. ¿Algo más?

Susan estaba dolida y Audrey se dio cuenta de ello.

–No.

Capítulo 11

Boston.

Audrey aguardaba frente a la puerta del despacho del profesor Michael W. McGale, en el segundo piso del Laboratorio Jefferson, en Harvard. Susan, su secretaria, le había conseguido una cita para esa misma tarde, y Audrey estaba tan impaciente por hablar con él que había llegado con media hora de antelación.

Era la primera vez que pisaba el campus de Harvard desde que se graduó. En todos los años que habían pasado, siempre evitó volver. Y este día había entrado en la universidad por el norte, intencionadamente, para no pasar junto al Old Yard y el Harvard Hall. Habría podido hablar con el científico por teléfono, pero era mejor tratar en persona ciertos asuntos; eso le hizo decidirse por una entrevista cara a cara, aunque tuviera que volver a Harvard para ello.

–¿Audrey, Audrey Barrett? ¿Eres tú? ¡Claro que eres tú! No has cambiado nada.

–¿Michael?

Él sí que había cambiado. Para empezar, debía de pesar veinte kilos más que la última vez que lo vio. Y una nueva barba espesa le cubría gran parte de la cara. Audrey y él se conocieron en sus tiempos de estudiantes. Michael formaba parte de un grupo amplio de personas con las que ella se relacionaba, aunque no al mismo nivel que con Leo o Zach. Después de lo ocurrido aquella fatídica noche, Audrey dejó de ver a casi todas ellas. Además, Zach la abandonó, y Leo fue alejándose progresivamente, quizá como un modo de expiación. Audrey se enteró de su muerte, años después, sólo porque la madre de Leo se lo dijo a la suya. Estas razones y otras hicieron que acabara teniendo una relación más estrecha con Michael McGale, que era entonces un brillante joven con deseos de convertirse en físico. El había logrado ese objetivo, además de una plaza de profesor en el Departamento de Física de Harvard.

–Estoy un poco más gordo de lo que recordabas, ¿verdad?

–Un poco, sí.

–Los
cheeseburgers
son mi perdición… ¿Llevas mucho tiempo esperándome?

–Quince minutos.

Entraron en el pequeño despacho de Michael. Audrey esperaba encontrarse con la típica guarida de un genio de la ciencia, llena de artefactos y papeles por todos lados, con estanterías a punto de romperse bajo el peso de los libros. Pero encontró justo lo contrario: un espacio ordenado al milímetro, con una mesa en la que no había un solo papel fuera de su lugar y cuyos únicos artefactos eran un monitor plano de ordenador y una fotografía de familia feliz. Audrey la cogió, aunque tuvo que dejarla rápidamente otra vez sobre la mesa. Los temblores que comenzaron en su mano, al verla de cerca, le impidieron sostenerla por más tiempo.

–Es una foto genial, ¿eh? – dijo Michael, que no se percató del cambio en el ánimo de su vieja amiga-. Nos la sacaron en el parque de atracciones de Coney Island. El pequeño Michael va a romper muchos corazones cuando sea mayor, ¿verdad? Se nota que ha salido a su madre… Por cierto, ¿qué tal está tu…?

Audrey le cortó.

–Tengo un poco de prisa, Michael.

Ella sabía lo que iba a preguntarle, y no podría soportar dar explicaciones sobre ese tema.

–Sí, claro. Perdona. Mi mujer, Karen, dice que tengo incontinencia verbal, y tiene toda la razón… Bien. Pues tú dirás.

Los dos se habían sentado. Una luz agradable entraba por la ventana a su izquierda. Los días pueden ser luminosos aunque uno tenga el alma a oscuras. A Audrey le parecía que eso era tremendamente injusto.

–Estoy tratando a un paciente retrasado mental que estuvo a punto de perder la vida en un incendio. Presenta varios síntomas de estrés postraumático: pesadillas relacionadas con el fuego, insomnio, cosas por el estilo. Yo he empezado un tratamiento psicológico, además de recomendar la administración de antidepresivos y calmantes y… -Michael se removió en su silla, a la vez que tosía ligeramente. Audrey estaba dando rodeos-. De acuerdo, Michael. Lo diré de un modo claro: mi paciente sabe cosas que no puede saber.

–Ya. ¿Y qué explicación le das tú a eso? Porque imagino que tienes una teoría. Si no, no estarías aquí, ¿me equivoco?

Michael no se equivocaba, aunque Audrey no diría algo tan categórico como que «tenía una teoría». Era más apropiado decir que se le había ocurrido una explicación plausible y quería confirmar con Michael hasta qué punto podía ser o no válida.

–Creo que mi paciente puede ser telépata. En una de sus personalidades, al menos. Le he estado dando muchas vueltas y no se me ocurre otra cosa. Lo que él sabe sólo lo conocen tres personas. Una, lleva años muerta. Otra debe de estar en algún lugar de África, probablemente trabajando como mercenario. Y apostaría mi vida a que mi paciente nunca llegó a conocer a ninguna de las dos.

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