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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (15 page)

Daniel parecía haberse propuesto jugar al escondite. Y no sólo él. La madre superiora tampoco estaba en su despacho. Audrey se alarmó al ocurrírsele que quizá hubiera ocurrido algo malo. Imaginó a la madre Victoria con Daniel en las urgencias de un hospital. La salud del viejo era muy frágil desde el incendio del convento.

Audrey quería descartar cuanto antes esa idea para no perder su recuperada tranquilidad, así es que decidió preguntar a alguna de las otras monjas. De vuelta por el corredor, se percató de que aún no había mirado en un sitio, la sala de terapia. Su puerta entreabierta dejaba ver su interior en completa oscuridad. Abrió un poco más la puerta y tanteó con la mano en busca del interruptor, hasta que consiguió encender la luz.

Daniel estaba allí, acurrucado en una esquina de la sala. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con su inseparable rosa aferrada entre ellos. Sollozaba débilmente, al tiempo que mecía su propio tronco hacia delante y hacia atrás.

–Auuudreyyy -dijo en un tono suplicante, aterrado-. Ayúuu… daaa… meee.

Todos los temores de Audrey volvieron de repente. La pared del fondo estaba llena de marcas de un color rojo oscuro. «Por favor, que no sea sangre…», imploró ella. Las marcas representaban siempre un círculo, una cruz, un cuadrado, una estrella de cinco puntas o tres líneas sinuosas verticales: los símbolos de las cartas Zener.

Una idea absurda cruzó la mente de Audrey. Metió la mano en su bolso y extrajo las cartas de su amigo Michael. En su esquina de la pared, Daniel seguía gimoteando, sin atreverse a levantarse del suelo. Las manos de Audrey sudaban. Le costó dar la vuelta a la primera carta. Mostraba un círculo, igual que el primer símbolo de la pared. La mano temblorosa de Audrey metió esta primera carta bajo el mazo, para dejar al descubierto la segunda. Un cuadrado. Audrey alzó los ojos hacia el muro.

–Dios mío…

Cerca de perder por completo el control de sus manos, empezó a pasar las cartas una tras otra, cada vez más deprisa. Ya no se molestaba en colocarlas al final del mazo. Simplemente iba dejándolas caer al suelo.

Revisó las veinticinco cartas Zener. Todos y cada uno de los símbolos pintados en la pared estaban en el orden exacto de las cartas del mazo. Todos. Sin excepción.

Habían pasado tres horas. Daniel estaba en su cama, bajo los cuidados de Audrey y la madre superiora.

–Ya tiene menos fiebre -dijo Audrey.

Era una noticia tranquilizadora, pero eso no disminuyó la angustia de la religiosa. El anciano tenía el rostro demacrado y no paraba de toser. Unos ojos sin brillo se veían apenas en el fondo de las cuencas oscuras. Audrey le había administrado un sedante fuerte, pero ni siquiera eso logró calmarle del todo. Agarraba las sábanas con los puños cerrados, justo por debajo de su barbilla. La maceta con su planta estaba a un lado, sobre la mesilla de noche.

El anciano no había dicho una sola palabra desde que Audrey consiguiera hacerlo reaccionar en la sala de terapia y sacarlo de ella. La madre superiora, que fue informada inmediatamente de lo ocurrido, había ordenado cerrar esa sala bajo llave. Al día siguiente, dos de las hermanas que se encargaban de los trabajos de mantenimiento de la residencia, harían desaparecer esos símbolos que parecían escritos con sangre. Cuando los vio, la religiosa no pudo evitar santiguarse y musitar una breve plegaria protectora. Notaba allí la intervención del Diablo, le confesó a Audrey, y ésta tuvo la clara impresión de que esa sospecha no era reciente, ni se debía sólo a lo ocurrido en la sala de terapia.

Descubrieron también manchas rojas en las manos de Daniel, que Audrey tomó en un primer momento por sangre, al igual que los dibujos de la pared. Afortunadamente se trataba de la pintura que Daniel había utilizado para dibujar los símbolos Zener. Encontraron un pincel y una lata medio vacía tirados en un rincón de la sala de terapia, que Daniel había cogido del cobertizo de las herramientas.

La madre superiora acarició con ternura la cabeza del anciano. Estaba sentada en una silla junto a la cama, mientras que Audrey permanecía de pie, reflexionando frenéticamente. Lo que había presenciado demostraba con total certeza que Daniel era telépata. Más aún, demostraba que tenía la capacidad de visión remota, como esos «espías psíquicos» de los que le habló su amigo Michael. Por eso consiguió adivinar las cartas Zener a distancia. Pero a Audrey no le parecía que esa explicación fuera suficiente. Su corazón insistía en que algo mucho más profundo se ocultaba bajo aquel hecho excepcional. Algo mucho más temible a lo que quizá ella misma había abierto la puerta. Puede que la madre superiora tuviera razón, que la mano del Demonio estuviera allí. Audrey no descartaba esa posibilidad. Ella creía en el Demonio igual que creía en Dios, porque estaba convencida de que la existencia de uno implicaba necesariamente la del otro. No había Bien sin Mal, blanco sin negro, luz sin oscuridad. Su formación académica y su mente racional nunca la habían apartado de esa creencia. Al contrario: le permitían distinguir con claridad la frontera entre las enfermedades mentales y las del alma. Daniel se hallaba justo en esa frontera. Audrey aún no estaba dispuesta a admitir que el anciano se hallara poseído, como pensaba la madre superiora. Porque a eso se refería la religiosa cuando hablaba de la intervención del Diablo, aunque se resistiera a decirlo tan claramente. Audrey, en cambio, necesitaba más pruebas. Incluso con sus presentimientos negativos, creía que todo lo ocurrido era aún explicable sin tener que apelar al Maligno. Aunque fuera recurriendo a causas extraordinarias.

–Yo… no… quería… -habló Daniel por fin.

–No te esfuerces, hijo mío -dijo la madre Victoria-. Descansa ahora.

Daniel necesitaba reposo. Audrey asintió con la cabeza al oír la recomendación de la superiora. Pero él siguió hablando.

–Había… muertos. Mu… chos… Muchos… muertos. La tierra… estaba… llena de… muertos. Plumas…

Daniel estaba describiendo otra de sus pesadillas, o quizá una especie de alucinación que tuvo cuando el otro Daniel tomó el control de su mente y de su cuerpo. El modo de expresarse del anciano era más inarticulado de lo habitual, seguramente por causa del sedante. Eso hacía muy difícil entenderle, pero Audrey recordaba que, en una visita anterior, el anciano se había ya referido a una pluma, blanca, grande y ensangrentada.

–¿Las plumas estaban manchadas de sangre, Daniel?

La monja dirigió a Audrey una mirada reprobadora.

–Daniel tiene que descansar.

–Las plumas eran… blancas… y negras. Alas… blancas… y negras. Sangre. Todos… muertos.

–¿De qué estás hablando, Daniel? – insistió Audrey.

–«Y comenzó a librarse una batalla en el Paraíso -respondió por él la madre superiora. Su voz resonó de un modo luctuoso en la habitación-. El arcángel Miguel y sus ángeles se dispusieron a combatir a la Bestia, y la Bestia y sus ángeles los atacaron…»

–«… pero la Bestia no era lo suficientemente poderosa, y todos los suyos perdieron su lugar en el Cielo» -terminó Audrey.

Sus padres la habían obligado durante años a leer todos los días fragmentos de los libros sagrados. Luego le hacían preguntas, y el castigo por no acertar en las respuestas era muy severo. Audrey todavía era capaz de recordar una infinidad de esos pasajes.

La chocante nueva pesadilla era un nudo más en la enredada madeja en que se había convertido el caso de Daniel. Todo aquello era muy difícil de asimilar para Audrey. Y había llegado, además, de un modo inesperado. El origen fue una inofensiva petición de ayuda de la madre superiora para un caso de estrés postraumático. Lo único que se salía entonces de lo común era que el paciente fuera retrasado mental. Su primer encuentro con Daniel, en el jardin de la residencia, fue intrascendente. Pero, en el segundo, la situación cambió… Todo empezó a cambiar al aparecer ese otro Daniel y mencionar la estatua de John Harvard. Desde ese momento, nada había vuelto a ser normal. Y lo ocurrido hoy sólo confirmaba que la realidad estaba desquiciándose. Audrey sentía que empezaba a perder el control. No sólo del tratamiento psicológico de su paciente, sino de todo; de ella misma, de su propia racionalidad. Se preguntó ahora si habría tenido en algún momento el menor control sobre lo que estaba ocurriendo con Daniel. No le llevó mucho tiempo contestarse, y la respuesta fue que no. Tenía la sensación, cada vez más fuerte, de que había empezado a girar una rueda de un modo ajeno a su voluntad, y de que ella misma y cuantos rodeaban a Daniel eran meros engranajes de ella. Lo que Audrey ignoraba por completo era adonde los llevaría eso.

–Debo irme -dijo la madre superiora, con resignación-. No puedo descuidar mis obligaciones por más tiempo. ¿Te importaría quedarte tú con él?

–En absoluto.

–Gracias, Audrey. Pero prométeme que hoy no le harás más preguntas.

–Lo prometo.

La religiosa besó la frente de Daniel antes de abandonar la habitación.

–Que Dios te proteja, hijo mío.

Capítulo 12

Roma.

Albert Cloister cruzó a paso ligero el patio que separaba la Biblioteca Apostólica del Archivo Secreto. Era una mañana desapacible, tras varios días de tiempo frío pero bueno. El cielo plomizo amenazaba lluvia y parecía reflejar los pensamientos que el jesuíta llevaba dentro de sí. El día anterior había visitado Padua y conversado con el anciano fray Giulio, un hombre excepcional, sin duda, pero que no había hecho sino aumentar sus dudas y su deseo de conocer. Por eso estaba allí ahora, encaminándose al más importante centro de investigación histórica y uno de los lugares más enigmáticos del mundo, el archivo con mayor número de documentos antiguos, manuscritos, cartas, códices. En sus casi cien kilómetros de estanterías se custodiaban escritos que no veían la luz del sol desde hacía siglos y, a juzgar por lo que contenían, no la verían en otros tantos siglos más. Sobre todo algunos textos apócrifos que iban mucho más allá de la visión alternativa de los manuscritos de Nag Hammadi, o de los otros que se conocían.

Precisamente, Cloister estaba seguro de que el códice del que le había hablado el monje debía de ser uno de esos escritos apócrifos. Lo que parecían ser piezas sueltas de un puzzle ignoto, se revelaban como elementos con sentido, conocidos por otras personas, como el anciano y su propio jefe, monseñor Franzik. Ellos sabían más de lo que él se había figurado. Cuando todo empezó, con la exhumación del antiguo párroco en aquel pequeño pueblecito español, nunca hubiera imaginado que las cosas llegaran a ser tan serias. ¿O sí?

El jesuita atravesó el vestíbulo hasta el ascensor. Bajó hasta la planta de la cafetería y se sentó a una mesa con un café doble. A los pocos minutos, la figura esbelta de Igna-tius Franzik apareció en el umbral. Su rostro estaba serio, pero exhibía el gesto de quien trata de ser constructivo. Un gesto que se ve a menudo entre los médicos que desahucian a sus pacientes terminales.

–Siéntate, Albert -dijo el cardenal a su pupilo, que se había levantado, y acompañando sus palabras de un gesto de la mano-. Sin formalidades.

–Gracias, monseñor.

–Anoche telefoneé a fray Giulio. Me dijo que le impresionaste vivamente.

–Él sí que me impresionó a mí. Sobre todo por las cosas que me contó.

–Comprendo que estés confundido. Espero que no tomes a mal que no te informara hasta ahora de ciertos detalles.

–¿Detalles?

El tono de voz de Cloister reflejaba más incredulidad que enfado.

–Sí, sí, reconozco que son más que eso. Mucho más que eso. Sin embargo, comprenderás que no se trata de algo como para ser divulgado.

–Pero, monseñor, yo llevo ya varios años investigando, y nunca negué mis temores, mi aflicción o que mi espíritu estaba turbado. No es una recriminación como tal. Sólo estoy algo dolido.

–Siento oír eso. Pero, al margen de lo personal, lo verdaderamente importante es llegar al fondo del problema, la cuestión, o como quiera que debamos llamarle. Todos estamos confusos, Albert. Antes de bajar a la zona restringida del Archivo, déjame que te cuente lo que le sucedió a un joven sacerdote como tú, que también trabajaba para los Lobos. Llevaba ya un tiempo de servicio cuando yo fui designado prefecto. Mi antecesor, Guethary, me habló muy bien de él. Era un belga que sirvió en las misiones africanas y allí descubrió que hay un mundo detrás de lo visible. Algo que debería ser obvio para un religioso y que a menudo parece olvidarse. Tantos de nosotros parecen vivir como si esta vida fuera la única… En fin -siguió el cardenal-, envié a Nueva Orleans a aquel joven, llamado Horace, con la misión de investigar unos casos de magia negra. Corría el año 1981. Cuando él llegó acababan de raptar a un niño negro albino para un ritual de vudú. En Nueva Orleans se practica más vudú que en cualquier otro lugar del mundo, incluido Haití. No me extraña que esta ciudad sea la antítesis de Jerusalén, la tres veces santa. Nueva Orleans es la cuatro veces maldita: por cristianos, musulmanes, judíos y aborígenes indios americanos. Pues bien, era Halloween, la víspera pagana de Todos los Santos. Esa noche, en las últimas estribaciones del barrio francés, se estaba celebrando un rito, una tapadera de algo más importante. El padre Horace pudo introducirse allí acompañando a un periodista local. La macabra intención del rito era provocar el fallecimiento a distancia de un hombre. A la policía de la ciudad le estaba vedado el paso, y las autoridades preferían no inmiscuirse en aquellas prácticas funestas. El padre Horace sabía lo que estaba pasando realmente. Más allá de aquel patio mugriento debía esconderse un auténtico
bokor,
un sacerdote del mal, sin tambores, ojos en blanco ni bailes frenéticos, oculto en algún lugar próximo. El rapto del niño albino, por la blancura antinatural de su piel, significaba la confección, a costa de su tormento, de un muñeco vudú. Y no precisamente de los que se venden en cualquier esquina de la ciudad. El padre Horace logró encontrar el templo del
bokor
entre un laberinto de callejones estrechos y oscuros, y al pobre niño. Trató de abandonar la escena para alertar a las autoridades, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Lo descubrieron. Corrió por los pasajes y consiguió ganar de nuevo el patio exterior. Allí, una fuerza misteriosa le hizo detenerse frente a la hoguera que había en el centro del patio. Lo que vio fue para él inesperado y terrible. Y creo que ya sabes lo que es.

–Unos ojos… -dijo Cloister, en un balbuceo.

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