Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo
Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis
Durante la llegada de los primeros seres humanos a la Luna, el 20 de julio de 1969, se produjo un corte en las comunicaciones que impidió a la humanidad seguir por televisión una parte de sus evoluciones en la superficie lunar. Se ha especulado mucho sobre el motivo de esta interrupción, y por qué los periodistas fueron expulsados temporalmente de las salas de control. La NASA ha anunciado recientemente la pérdida del material audiovisual original. Ello ha aumentado las teorías de quienes sospechan que algo misterioso fue hallado en la vasta y fría desolación lunar.
David Zurdo y Ángel Gutiérrez
97 segundos
ePUB v1.0
Cabensos01.01.11
© 2009, Ángel Gutiérrez y David Zurdo
© 2009, Random House Mondadori, S. A. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Diseño de la cubierta: Random House Mondadori, S.A
ISBN: 978-84-9908-440-4
Revelar lo ocurrido cuando el Apolo XI llegó a la Luna
sería la mayor exclusiva de todos los tiempos.
Edwin «Buzz» Aldrin
Astronauta del Apolo XI
Sin las vitales comunicaciones mantenidas entre el Apolo XI
y la estación de seguimiento en España, nuestro aterrizaje
en la Luna no habría sido posible.
Neil A. Armstrong
Astronauta del Apolo XI
Quien olvida su historia, está condenado a repetirla.
Winston Churchill
Los tres hombres que ocupaban la extraña nave, en órbita alrededor de la Luna como un satélite ínfimo y silencioso, se miraron entre sí. Estaban a punto de comenzar la última fase de su misión; la fase crítica, que podría llevarlos a la gloria o a la muerte. Sus nombres eran Neil Armstrong, Edwin «Buzz» Aldrin y Michael Collins. Este último dio un fuerte apretón de manos a sus dos compañeros. Su cometido era quedarse esperándolos en el orbitador Columbia mientras ellos se enlataban en el pequeño módulo Águila, antes de descender sobre la inmensa desolación lunar.
Al separarse de Collins y cerrar la escotilla del módulo, los ojos de Armstrong y Aldrin reflejaban la nostalgia de lugares desconocidos que también sintió el Ulises mitológico. Sólo los dos últimos tendrían el privilegio de descender sobre la Luna y hacer historia: convertirse en los primeros seres humanos en hollar la superficie del único satélite natural de la Tierra. Un anhelo presente en el espíritu de cada hombre y mujer que contempló alguna vez la Luna desde la noche de los tiempos.
—Estamos listos para proceder al desacoplamiento —dijo Collins a la base en Houston.
—Recibido —se escuchó decir a una voz metálica, a través del altavoz—. Comprobaciones finalizadas. Luz verde.
Al otro lado de la escotilla que separaba a los tres astronautas del Apolo XI, Armstrong y Aldrin cruzaron una vez más sus miradas.
—Bueno, Buzz —dijo Armstrong, tratando de relajar la tensión—, esperemos que tus cálculos sean exactos y que este maldito chisme se porte como es debido.
Aldrin sonrió y apretó con más fuerza el pequeño crucifijo que llevaba en uno de sus bolsillos.
—No me cabe duda de que lo hará. Lo que yo espero es que tú seas capaz de posarte ahí abajo sin destrozarlo.
—No te preocupes por eso. Llevaré los mandos como si estuviera acariciando a una chica bonita.
La separación, calculada por el propio Aldrin, fue lenta y precisa. Luego, como si se tratara de dos bailarinas de ballet, ambas naves quedaron enfrentadas a una corta distancia, y la segunda, el módulo lunar, comenzó un giro para situarse en la posición adecuada e iniciar el descenso sobre la superficie de la Luna. Armstrong y Aldrin comprobaron que todo estaba en orden y que la computadora iniciaba su secuencia de cálculo para guiarles hacia el punto de alunizaje fijado, que habían elegido dos jóvenes doctores en geología: un lugar llano y seguro, en contra del deseo del director de la NASA, que pretendía conquistar la ladera de uno de los agrestes montes del satélite.
—Vamos allá… —dijo Armstrong.
Ambos astronautas estaban de pie frente a dos pequeñas ventanillas. No había asientos en el módulo lunar, ni otra clase de elementos no imprescindibles que aumentaran su peso. Armstrong se puso a los mandos y siguió el programa informático. La Luna se le mostraba cada vez más grande, a medida que se acercaban a ella en su órbita descendente.
En cierto momento, Armstrong dijo, con su frialdad habitual, algo que sobresaltó a su compañero y lo dejó perplejo.
—Creo que nos hemos pasado.
No lo creía: estaba seguro. Aunque Aldrin era incapaz de entender cómo podía saberlo. Llamó al control de la misión y preguntó si habían detectado algún error de cálculo en la trayectoria.
—Al parecer, la computadora está siendo incapaz de procesar los datos y sufre un retardo —les confirmaron.
—Tendré que alunizar manualmente —dijo Armstrong.
Si hubiera estado sentado en un sillón con orejeras, degustando un coñac y fumando un puro, no lo habría dicho con mayor tranquilidad. Por eso le habían elegido como jefe de la misión Apolo XI. Se necesitaban hombres con nervios de acero para semejante hazaña. Aldrin también los tenía, pero no hasta ese punto. Pensó en preguntar a su compañero si podría lograr un alunizaje manual, pero no lo hizo. Sabía que estaba capacitado para ello y prefirió mantenerse en silencio, expectante y con sus pensamientos puestos en el Creador, ante cuya presencia quizá estaría muy pronto.
—Vigilen el indicador de combustible —advirtió la voz del control en tierra—. Desde aquí les iremos indicando el tiempo restante.
—Bien —fue la escueta respuesta de Armstrong, con la mirada fija en la Luna, tratando de localizar un sitio llano donde posar el módulo.
—Les queda un minuto.
El módulo lunar seguía descendiendo, con el motor encendido, sobrepasando altos riscos creados por el impacto de meteoritos millones de años atrás. A medida que descendía y se les iba acabando el tiempo, la superficie lunar se les mostraba más oscura, más gris, menos luminosa de como se ve desde la Tierra.
—¡Ahí! —exclamó de pronto Armstrong, con cierta emoción por fin en la voz.
—Tienen treinta segundos. Si no alunizan en ese tiempo, tendrán que abortar la misión y regresar a la órbita superior.
—Aún podemos conseguirlo… —masculló Armstrong.
La nave pasó muy cerca de una de las escarpadas laderas, más pequeñas que las exteriores, en torno a una llanura lo bastante amplia para posar el módulo lunar sin peligro… Suponiendo que las teorías sobre la solidez y estabilidad de la superficie de la Luna, elaboradas en laboratorios a cientos de miles de kilómetros de distancia, fueran acertadas. Había quien afirmaba que el módulo sería engullido por una enorme capa de polvo lunar, de la que no podría escapar. Una especie de arenas movedizas secas, capaces de tragarse a los primeros hombres llegados a la Luna sin dejar rastro de su hazaña.
Junto a Armstrong, Aldrin permanecía en silencio, con los dientes apretados por la tensión.
—Diez segundos —dijo la voz del control, igual de intranquila.
—Ya casi… —fue la respuesta de Armstrong, un susurro para sí mismo mientras aferraba los mandos y los movía con precisión.
El motor del módulo empezó a levantar el polvo de la Luna. La pequeña nave siguió descendiendo en esos últimos segundos antes del no retorno hasta que los astronautas notaron una sacudida. Por fin sabrían si el suelo era capaz de soportar su peso. Durante un breve instante, ambos contuvieron la respiración. El motor, en el límite de su consumo, estaba ya apagado. Dentro de la cápsula se escuchaban los sonidos del metal enfriándose en la gélida atmósfera cero del satélite.
—El Águila ha alunizado —dijo Armstrong como si no hubiera hecho más que estacionar su coche junto a una acera.
—¡El Águila ha alunizado! —repitió Aldrin con entusiasmo.
El módulo estaba quieto y firme, con sus cuatro apoyos extendidos y apenas unos centímetros cubiertos por el polvo lunar. En Houston, y en el resto de las estaciones de seguimiento de la NASA, todo el mundo respiró aliviado. La primera parte de la misión había sido un éxito. Quizá esos valerosos astronautas nunca consiguieran regresar, pero estaban allí. Habían conquistado la última frontera marcada por la audacia humana.
El coronel norteamericano Dominic Johnson miró el cielo. Faltaban apenas unos minutos para las diez de la noche y la jornada seguía siendo espléndida. Ni siquiera el tráfico del fin de semana en Madrid, con su barullo ensordecedor de automóviles, podía deslucir una noche tan hermosa. Alegre por el buen tiempo, el coronel había ido caminando desde la cafetería en que tomó una cena ligera hasta la embajada de Estados Unidos, en la populosa calle Serrano. Mientras degustaba un buen plato de jamón, ojeó un ejemplar del diario El Alcázar. En la cafetería tenían puesta la radio y sonaba una canción de Janis Joplin. Si el hombre seco y de aire severo que trabajaba como camarero hubiera sabido lo que estaba escuchando, pensó Johnson, se echaría las manos a la cabeza y apagaría el transistor de inmediato. Pero la voz rota de Janis Joplin estaba a salvo. Como buen español, el camarero no tenía ni idea de la lengua de Shakespeare.
Faltaba poco para que Estados Unidos diera su golpe de gracia a la carrera espacial, emprendida hacía más de diez años por los americanos y los soviéticos. De hecho, era domingo 20 de julio, la fecha prevista para el alunizaje. Habían pasado cuatro días desde el lanzamiento del cohete Saturno V, desde cabo Cañaveral, que habría de llevar a tres norteamericanos hasta la Luna. Los primeros hombres en alcanzar el satélite y los primeros también en conquistar un cuerpo fuera de nuestro planeta. El Alcázar recogía la noticia en primera plana. La misión llevaba el nombre de un dios griego y el número de orden correspondiente: Apolo XI.
Lo que decía el periódico era que los soviéticos habían estado a punto de dar un inesperado golpe de mano, capaz de alterar el curso de la historia. En el más absoluto secreto, el día 3 de ese mismo mes de julio, un cohete mayor que el Saturno V y con el mismo objetivo de llevar un hombre a la Luna, había estallado durante el lanzamiento en el cosmódromo de Baikonur. Un avión espía norteamericano captó la gigantesca explosión y los espías del servicio de inteligencia, infiltrados en la Unión Soviética, se encargaron de descubrir el resto.
A diferencia del cohete ruso, el americano sí había logrado despegar en la madrugada del día 16 desde cabo Cañaveral, rodeado por las miles de luces de fogatas que se habían encendido en las playas y áreas próximas. Llevaba en sus depósitos veintidós mil toneladas de combustible y medía casi cien metros de alto. En su extremo superior, tres héroes, dentro de una pequeña cápsula que habría de protegerlos del espacio vacío. Sus nombres quedarían escritos en los anales de la historia: Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins.
El coronel Johnson entró en la embajada y atravesó los pasillos que llevaban directamente al despacho del agregado militar. Su misión era velar por que las comunicaciones con el módulo lunar desde Fresnedillas —una de las tres bases principales de la NASA en el mundo, junto a las de Estados Unidos y Australia— estuvieran siempre protegidas y bajo el control del gobierno de Estados Unidos. Sobre todo por si algo salía mal. El coronel había supervisado la instalación de un bucle de seguridad en Fresnedillas, capaz de filtrar las comunicaciones con el Apolo XI con un retardo apenas perceptible. Ante cualquier contratiempo, el bucle les permitiría cortar las emisiones e impedir que el mundo entero contemplara el fracaso de la carrera espacial americana.