Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo
Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis
Una segunda vuelta de tuerca convirtió el desagrado en un atisbo de dolor.
—Hacían competiciones entre los verdugos para ver quién lograba mantener con vida a su reo durante un período más prolongado. Cortaban los cuerpos en pedacitos, los cuellos con serruchos… No les gustaba ir rápido. Igual que a mí. Hay que tomarse las cosas con calma. Dedicarles su tiempo.
El primer grito del coronel llegó a la tercera vuelta de tuerca. Las pinzas empezaban a ejercer una gran presión en los huesos del tobillo.
—¿Lo ves? Esos chinos eran unos genios de la crueldad. Se dieron cuenta de que el peor dolor que un ser humano puede experimentar no tenía que ver con amputar miembros, ni abrasar la carne con hierros al rojo vivo o estirar las articulaciones hasta el límite.
Los gritos del recio militar llenaban ahora la habitación. Aun así, el ruso siguió hablando.
—Ellos descubrieron que los pequeños huesos del tobillo, al apretarse uno contra otro, producen un dolor terrible y, a la vez, lo bastante controlado para evitar el desmayo. De nada sirve torturar a alguien que ha perdido el conocimiento. Tú no lo perderás. No lo perderás hasta que yo quiera. Pero esto puede acabar ya si me dices lo que quiero saber.
El furgón con Durán y sus hombres se detuvo a un lado del camino de tierra que llevaba hasta la casa de campo. Lo hizo a distancia prudencial y después de comprobar que no había más vehículos cerca. Abandonó la vía para internarse unos metros entre los árboles. Su color oscuro y su pintura mate lo hacían imposible de distinguir incluso a dos palmos.
Los cuatro hombres descendieron de la parte trasera sigilosamente. Iban vestidos con ropas oscuras y habían untado sus rostros y manos con betún. Las ballestas colgaban a sus espaldas y las armas de fuego bajo sus axilas. En fila india, recorrieron el tramo que los separaba de la casa, siempre de árbol en árbol, sobre todo al aproximarse. La valla exterior era de alambre y de unos dos metros de altura. Por uno de sus flancos, varios árboles la cubrían parcialmente. Era el mejor lugar para saltarla sin ser detectados. Lo hicieron uno por uno. Luego, ya dentro, se separaron.
Los centinelas eran dos. Caminaban en torno a la pequeña edificación con un rifle colgado del hombro. Hacían caminos inversos, de modo que dos veces en cada vuelta se cruzaban. Hubo un momento en que, en uno de esos encuentros, se detuvieron para fumar juntos un cigarrillo. Se sentían seguros. No imaginaban que ése era el peor error que podían cometer.
Con una fracción de segundo de diferencia, sendos dardos disparados con las ballestas de mira telescópica atravesaron sus gargantas. A uno, que estaba de espaldas, desde la nuca, y al otro destrozándole la nuez. Ambos cayeron al suelo fulminados, sin hacer el menor ruido salvo una especie de angustioso gorjeo entre el chorro de sangre que emergía de sus cuellos.
Dentro nadie oyó nada. Todo se mantuvo como estaba. Sólo había luz en una de las habitaciones. Se veía a través de un fino hilo entre las gruesas cortinas, que estaban corridas.
Los cuatro hombres, agachados, se movieron hacia las esquinas, donde los ángulos de visión desde la casa eran más cerrados. Cada uno avanzó después hasta situarse al lado de una de las ventanas. Esperaron el momento prefijado. Con una sincronización perfecta, quebraron los cristales e introdujeron las bombas de humo. Luego corrieron para reunirse, dos a dos como ordenó Durán, frente a las puertas de la casa.
El ruido de los cristales y la nube de humo alertaron de inmediato a sus ocupantes. Se escucharon gritos y maldiciones. Todo sucedió muy rápido. Los asaltantes entraron disparando y abatieron a dos hombres. En su avance, aparecieron otros, que también cayeron abatidos. El fuego de los defensores no alcanzó a ninguno de los hombres de Durán. A éste una bala le rozó un hombro al entrar en una estancia en la que, entre la humareda, pudo distinguir a dos hombres de pie y a un tercero sentado en una silla. Comprendió la escena de inmediato, a la vez que oprimía el gatillo de su arma contra los dos primeros. Uno de ellos llegó a abrir fuego. Era el ruso que mandaba a los secuestradores. Él falló, pero no Durán, que le metió dos balas en medio del pecho, y a su ayudante le voló la cabeza un segundo antes.
El ruso cayó desplomado a los pies del coronel. Al aproximarse, Durán vio que el rostro de éste estaba desfigurado. Tenía la camisa abierta y graves heridas en el pecho. Lo habían atado a la silla con sogas recias que ahora estaban empapadas en sangre. Al mirar hacia abajo, vio también que sus tobillos estaban machacados.
—¡Qué le han hecho esos…! —profirió, ahogando el juramento que estaba a punto de soltar.
Los ojos del coronel lagrimeaban, y una tos de asfixia convulsionaba su cuerpo maltrecho. Durán se apresuró a abrir una ventana para que se disipara la nube de humo y se quitó la máscara antigás. Al volver hacia el americano, distinguió el maletín sobre una mesa, al fondo de la habitación.
—Todo despejado, señor. Ninguna baja propia —dijo uno de los hombres de Durán desde la puerta, también ya sin su máscara.
—Hemos de felicitarnos. Estamos bien y hemos cumplido la misión.
—Pero usted… —dijo el hombre al ver la herida en su hombro.
—No es nada. Sólo un rasguño. Llame a la base e informe de la situación. Que envíen los vehículos para abandonar la zona.
—¿Los vehículos?
—Yo no iré con ustedes. Mis órdenes son otras.
—Bien, señor. A la orden.
Durán se quedó de nuevo a solas con el coronel. Éste emitía una especie de débil lamento, casi inaudible. Lo primero era desatarle. Con su navaja, Durán cortó las ataduras. Luego cogió al americano en brazos y lo tendió cuidadosamente en un sofá que había en la estancia. Entonces fue por el maletín y lo dejó a su lado.
¿Qué contendría?, se preguntó. Lo ignoraba, pero debía tratarse de algo extremadamente importante. Más incluso de lo que podía imaginar. De otro modo, el gobierno de España no habría decidido asumir el riesgo de engañar a su poderoso aliado estadounidense.
Ni de traicionar a su mejor agente.
Antonio Durán cumplió las instrucciones especiales del almirante Carrero. Lo primero que hizo fue esperar a que llegara el vehículo que habría de transportarlo con el maletín a El Pardo. Acomodó en la parte trasera al malherido coronel y pidió al conductor que antes lo llevara a La Paz. Aquel hombre tenía que ser ingresado de inmediato en un hospital. Contuviera lo que contuviese el maletín, debía anteponerse ese acto de humanidad. Aunque el español dudaba de que la vida del coronel pudiera ya salvarse.
Tan pronto como llegaron al hospital, fue el mismo Durán quien avisó a los médicos de urgencias, que transportaron al herido en una camilla directamente a una unidad de vigilancia intensiva. En todo el trayecto, el americano no había dicho una sola palabra inteligible. Apenas estaba consciente. Durán había cumplido con su obligación moral dejándolo ingresado. Ahora debía terminar su misión.
En ningún momento se separó del maletín. Bajó con él del automóvil en el cuartel de la guardia de Franco y se dirigió a un pequeño aposento habilitado cerca de la enfermería. El médico de guardia, al que tuvo que despertar, lo examinó y le curró con rapidez la herida de su hombro. Era muy tarde. Pero Carrero Blanco ya había sido avisado de su llegada, y se dirigía hacia El Pardo para encontrarse primero con Durán y luego con el Caudillo. Eso le daba a aquél un poco de tiempo en el que disfrutar de un merecido descanso, antes de entregarle por fin el maletín al almirante. Se sentó cansinamente en una silla, a la espera. Aunque estaba exhausto, la tensión acumulada seguía inundando todo su cuerpo. Además, la herida, por leve que fuera, empezaba a dolerle. Por ello no esperaba dormirse, aunque lo hizo casi al instante, recostado en una mesa. Unos golpes en la puerta lo despertaron con brusquedad minutos después. El soldado que había llamado entró en la habitación sin más preámbulos.
—Comandante, tiene una llamada.
Durán se levantó con un sobresalto. Aún desorientado, y creyéndose en la cama, buscó su ropa y sus zapatos antes de darse cuenta de que los llevaba puestos.
—Señor, han dicho que es urgente.
La mención de la palabra «urgente» hizo que Durán se despejara por completo. Pensó que debía de tratarse de una comunicación del mando y bajó corriendo al piso inferior, junto con el soldado. Éste le indicó el despacho adonde le habían pasado la llamada y lo dejó solo mientras Durán se sentaba en una vieja silla de hule y tomaba el auricular.
—Durán al aparato.
La sorpresa se dibujó en su rostro cuando oyó la voz de la persona que estaba al otro lado, en un susurro.
—Soy Lucía.
—¿Lucía…? ¡¿Estás bien?!
—Escúchame con atención. Llevo horas intentando hablar contigo. No hay tiempo que perder.
—¿A qué te refieres, Lucía? ¿Y cómo has sabido dónde estoy?
—Por mi tío, el almirante. Ha estado en casa esta tarde, hablando con mi padre. Te llamo por eso. Sin que ellos los supieran, y casi por casualidad, he escuchado en parte una conversación que han mantenido. Y han hablado de ti.
—¡¿De mí?! ¿No te estarás confundiendo?
—Ya sé que eres un agente secreto. Mi padre es empresario y comercia con Estados Unidos. Mi tío le estaba diciendo que se aproximaban malos tiempos para las relaciones con ese país, porque el vicepresidente del Gobierno —Lucía bajó aún más la voz al decir esto— quiere quedarse con algo que es de los americanos. Algo relacionado con un coronel secuestrado. Luego pronunció tu nombre. Estoy segura. Y añadió que te habían encargado encontrar eso que pertenece a los americanos, y que luego se desharían de ti para no dejar testigos de que España se lo había quedado. Yo quiero mucho a mi tío, pero sospecho que él tiene algo que ver con la operación. Y no podía dejar que te mataran. A ti también, no…
En la soledad del despacho, Durán sintió cómo le asestaban un duro golpe a su moral. Siempre había tratado de comportarse como un hombre decente, pero eso en un estado totalitario servía de poco.
—Gracias por contármelo, Lucía. Y ahora vete a dormir. Yo sabré arreglármelas.
Sin dejar a la muchacha replicar, colgó el teléfono. Se quedó unos segundos con la mirada dispersa y una mano acariciando la barbilla. Hasta que un pensamiento imperioso lo arrancó de su ensimismamiento. Carrero debía de estar a punto de llegar y, si Lucía estaba en lo cierto, eso significaba que tenía muy poco tiempo para librarse de una muerte segura. Tenía que ponerse en marcha y actuar. No iba a permitir que lo liquidaran en aquella ratonera.
Entonces reparó en la causa de todo aquello: el maletín. Si contenía algo tan importante para que el gobierno de España lo deseara con tanto afán, seguro que él podría utilizarlo también en su propio beneficio. Usarlo como moneda de cambio o seguro de vida.
Aparentando una calma que no sentía en absoluto, abandonó la estancia con el maletín en la mano y caminó en dirección a las cocheras, atravesando el patio del cuartel. Durante todo el trayecto esperó oír una voz que le diera el alto, pero nada ocurrió. De hecho, el lugar parecía extrañamente desierto. El corazón le dio un vuelco de alegría al llegar hasta su motocicleta, que seguía allí aparcada. Debajo del asiento tenía unos pulpos de goma elástica. Aseguró con ellos el maletín a la parte trasera y luego se montó. Acababa de arrancar la moto cuando la calma del patio se transformó de pronto en un agitado revuelo. Durán sabía la razón. Su pensamiento pareció materializarse al ver el coche oficial de Carrero Blanco atravesar a toda prisa la verja de entrada al recinto del palacio. Era ya demasiado tarde para volverse atrás. Se apresuró a cubrirse el rostro lo mejor que pudo con las solapas y luego se dirigió a la puerta de salida, muy despacio, sin brusquedades. Un soldado de guardia emergió de la garita y se interpuso en su camino.
—No puede salir ahora, señor. He recibido órdenes de que nadie abandone el palacio.
Durán reunió toda su sangre fría para decir:
—¿Órdenes, dices? Yo tengo órdenes directas del almirante Carrero Blanco, y tengo que salir ahora mismo… ¿Quieres ir a preguntarle tú si tengo o no permiso?
El soldado lanzó una mirada fugaz y nerviosa a su espalda, hacia el almirante que, unas decenas de metros más atrás, descendía de su vehículo en ese momento. La mirada de Durán, cubierta por las sombras, no era menos aprensiva que la suya.
—Adelante, señor. ¡A la orden, señor!
El soldado le abrió la barrera y le despidió cuadrándose a su paso y con el saludo militar. En menos de cinco minutos, Durán había salido de El Pardo y estaba en la carretera que lo unía con la ciudad de Madrid por el barrio de Moncloa. Antes de llegar, tomó la desviación que conectaba con la carretera de La Coruña. Conocía un lugar perfecto para esconder el maletín, a varios kilómetros de allí. Ésa era la primera medida. Después, necesitaba que alguien de confianza, pero no directamente relacionado con él, conociera también su paradero. Aquella era la única forma que tenía de evitar lo acaso inevitable.
El mar estaba en relativa calma, pero la tensión de la espera iba en aumento sobre la cubierta del USS Hornet. A unas mil millas náuticas al suroeste de Hawai, en el océano Pacífico, el veterano portaaviones aguardaba la aparición en el cielo de la cápsula espacial. Eran poco más de las seis cuarenta y cinco de la tarde. Las comunicaciones entre el control de la misión en Houston y la cápsula se habían interrumpido durante la reentrada. Eso ya estaba previsto, pero aun así muchos esperaban lo peor.
Se equivocaban. A tres mil grados centígrados y una velocidad endiablada, la cápsula volvió a emitir señales, ya dentro de la atmósfera terrestre. A la altura de vuelo de un avión comercial, se desplegaron los dos primeros paracaídas. Tras cinco mil metros más de descenso, se abrieron los tres restantes, gigantescos como carpas de circo. A las 18 horas y 50 minutos, la cápsula impactaba en medio del océano, levantando una columna de agua y vapor.
El módulo de reentrada quedó temporalmente boca abajo, hasta que los astronautas accionaron los tres dispositivos de flotamiento de su zona inferior, que consiguieron ponerlo derecho en siete minutos. Para entonces, ya volaban por encima de sus cabezas dos helicópteros Sikorski Seaking, procedentes del Hornet. Desde uno de ellos saltaron al agua cuatro buceadores, que terminaron de estabilizar la cápsula e inflaron dos botes. Justo después, un cuarto hombre se lanzó al agua desde otro helicóptero. Llevaba un extraño traje de contención biológica, el mismo que hizo vestir a los tres astronautas del Apolo antes de permitirles salir de la cápsula y ayudarles a subir a uno de los botes. La NASA consideraba remota la posibilidad de que la nave o sus tripulantes trajeran consigo gérmenes peligrosos de la Luna, aunque era mejor no arriesgarse. El especialista en contención biológica se apresuró a cerrar la escotilla. Luego roció a los astronautas con un líquido anti-gérmenes, que también aplicó al exterior de su traje. Pero la tarea del especialista aún no había terminado.