Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo
Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis
En sus buenos tiempos, la Ciudad Sanitaria de La Paz había sido uno de los complejos sanitarios más importantes de Europa. Al menos la España de Franco había dado algo bueno a los ciudadanos: una sanidad universal de gran calidad para la época. El mismo dictador fue operado allí, y allí murió, un 19 de noviembre de 1975, aunque sólo se hiciera público al día siguiente.
Ned quería consultar el informe médico del coronel Dominic Johnson. Por la noche, antes de embotarse con alcohol, estuvo buscando información en Google. Encontró diversos enlaces sobre historiales médicos de los hospitales españoles, pero ninguna base de datos que los recogiera. Era de esperar, en realidad, puesto que se trataba de información confidencial entre médicos y pacientes.
En medio del siempre intenso tráfico madrileño, Ned atravesó la plaza de Castilla, con sus dos moles de cristal inclinadas, para continuar por el tramo final del paseo de la Castellana. Ante él quedaban los cuatro imponentes rascacielos construidos en lo que fuera ciudad deportiva del Real Madrid. La Paz estaba justo al lado y, gracias al cielo, contaba con un gran aparcamiento subterráneo, por lo que no tendría que dar mil vueltas para encontrar un sitio libre en la calle. Dejó allí el automóvil y subió hasta el nivel del edificio principal, una construcción con forma de polígono, coronada por un helipuerto fuera de servicio.
—Se ve que esto es viejo… —masculló Ned.
Aunque recordó de nuevo que España disfrutaba de sanidad pública universal, lo que ya era un enorme logro. Estados Unidos, con todo su potencial económico e industrial, aún no había sido capaz de implantarla, salvo en algunos estados. La sanidad privada americana era la mejor del mundo, de eso había pocas dudas, aunque sólo estaba al alcance de quienes podían costearla.
En la planta de acceso, Ned se colocó en la fila de personas que esperaban frente al mostrador de información. Cuando éste quedó libre, se acercó a la señorita que lo atendía y le preguntó por los expedientes médicos.
—Pero, señor —dijo ella—, los expedientes de los enfermos no son de acceso público.
—Éste es un caso especial. Se trata de un militar norteamericano que estuvo ingresado en 1969. No creo que nadie vaya a quejarse si echo un vistazo a su historial.
Ned le guiñó un ojo con complicidad. La funcionaria torció la expresión. Pero no porque reprobara el gesto de Ned o su discutible argumento, sino porque trataba de recordar de qué conocía esa cara.
—¡¿Es usted Ned Horton?! —dijo, acordándose por fin.
—El mismo. Para servirla.
A la mujer se le iluminó el rostro.
—Oh, lo vi ayer en las noticias. Qué ilusión…
Ned se alegró de que la funcionaria lo reconociera. No se trataba de vanidad personal. Sabía por experiencia que eso era bueno para abrir una puerta cerrada. Donde en Estados Unidos se conseguía casi siempre un sí, en España uno se topaba casi siempre con un no. Era el carácter español, excelente para unas cosas y terriblemente desafortunado para otras.
—De todos modos, señor Horton, me temo que sigo sin poder ayudarle. Como le he dicho, las historias clínicas de los pacientes son privadas; no importa lo antiguas que sean.
—Vamos, vamos. Seguro que a usted le encantaría ayudarme en mi investigación. ¿No le gustaría ver su nombre en el apartado de agradecimientos de mi próximo libro?
Si antes había aparecido un destello de luz en la cara cuarentona de la recepcionista, ahora fue un foco antiaéreo el que pareció iluminarla directamente.
—¿Mi nombre…? ¿En su libro…?
Ned asintió, y sacó su libreta de notas y un bolígrafo.
—Concepción Vargas Cámara. Vargas con uve. Pero... Déjeme que haga una llamada. Será un momentito.
Ned arqueó las cejas y apretó los labios. Aquellas eran las ventajas de la fama.
—Tengo una amiga en el registro. Le permitirá ver el informe médico que busca. Pero tendrá que ser rápido. Esto es muy irregular. ¿La mencionará a ella también en su libro?
—Prometido, Concepción.
—Concha, por favor. Todos me llaman Concha.
—Está bien, Concha. Ambas verán sus nombres en los agradecimientos de mi futuro libro.
—Ay, qué bien. Cuando se lo cuente a mi marido… Él es un fan suyo. Ha leído todos sus libros… Perdón. Es que estoy emocionada. El registro está en la segunda planta. Pregunte allí por Mónica. Es la persona con la que acabo de hablar.
La funcionaria miró a Ned con cara beatífica mientras éste desaparecía por las escaleras. El mármol oscuro de los peldaños estaba desgastado por los cientos de miles de pasos que habían llevado arriba y abajo a pacientes, familiares y personal sanitario desde que el hospital fue construido.
—Aquí es —dijo Ned para sí, y echó mano del tirador de la puerta—. Vamos allá.
En cuanto atravesó el umbral, una mujer un poco más joven que la que le había atendido abajo apareció justo delante. Ned estuvo a punto de darse de bruces con ella.
—¿Mónica?
—¿El señor Horton?
—Ajá.
—Acompáñeme, si es tan amable. Concha me ha dicho que necesita usted consultar una historia clínica antigua. Sólo podrá estar un ratito. Si me pillan, tendré problemas. ¿Cuál es el nombre del paciente? ¿Sabe su fecha de hospitalización?
—Dominic Johnson. 1969. ¿Le basta con el año, o necesita que precise más?
—¿Sabe el mes?
—Julio. A finales.
La encargada del registro se atusó el cabello y miró a Ned con tiernos ojos de cordero degollado. Aquello debía de ser contagioso.
—Creo que no será difícil localizarlo. Es por aquí.
Atravesaron un estrecho pasillo con estanterías metálicas hasta el techo, rebosantes de cajas y carpetas.
—Los expedientes antiguos no están informatizados —explicó la mujer—. A ver… Sí, 1969… Es esta parte. Julio, julio… Estos son los historiales de ese mes. ¿Me ha dicho Johnson? Con jota, ¿verdad?
Se notaba que la encargada tenía oficio. Bajó una caja de la estantería, que tenía marcada en su cara exterior la letra jota. Luego avanzó por las carpetas como si éstas fueran naipes y ella una experta crupier, y finalmente sacó un expediente de la caja.
—Aquí lo tenemos: Dominic Johnson. Ingresado el 22 de julio de 1969. No podrá sacar fotos ni le puedo permitir que haga fotocopias. Lo siento.
—No será necesario —dijo Ned—. Me bastará con mis notas.
—Por favor, no tarde mucho.
La encargada regresó a su puesto, dejándole por fin solo. Ned empezó a leer el historial. Decía que Johnson había ingresado con graves lesiones, hematomas, una fractura… Estuvo en la unidad de cuidados intensivos hasta que murió, el día 30 de julio, la fecha inscrita en su tumba de Arlington. La información que le había procurado su amiga de la NSA era exacta. También debía de serlo que las cintas del Ampex nunca llegaron a su destino. Resultaba obvio que el objetivo de los agentes soviéticos cuando atacaron al coronel tenía que ser arrebatárselas.
Aquello era excitante. Ned se agachó con el informe entre sus manos, concentrado por entero en su lectura. Le sorprendió que hubiera sido el propio Antonio Durán, padre de Olga, quien ingresara allí al militar americano. A éste le habían interceptado antes de llegar a su destino, la base aérea de Torrejón. Luego fue rescatado por Durán, que llevó al americano a La Paz y, en algún momento, escondió el maletín con las cintas. Esto último era algo que Ned no comprendía bien. ¿Se había tratado de una orden encubierta del gobierno español, o bien lo hizo por otro motivo?
Cualquiera que fuese la respuesta, se planteaban dudas importantes. La España de Franco era aliada de Estados Unidos. Aliada, aunque no amiga. En aquellos tiempos, España estuvo a punto de fabricar la bomba atómica. Franco disponía de un reactor de fisión nuclear que producía Plutonio 239 a partir de Uranio enriquecido. Estaba ubicado muy cerca de la Ciudad Universitaria de Madrid, en las instalaciones de la antigua Junta de Energía Nuclear, hoy denominada CIEMAT. Los yacimientos de uranio natural eran muy ricos en España. Aún hoy es uno de los mayores productores de Europa. Franco vio la oportunidad de presionar a Estados Unidos con la amenaza de la bomba atómica, aunque nunca tuvo intención de fabricarla realmente. Lo que quería era obtener una ventaja política. Quería que Estados Unidos lo apoyara frente a Marruecos y le concediera acuerdos favorables en otras áreas.
Sin embargo, muchos investigadores históricos opinaban que Franco apretó demasiado las tuercas a la potencia americana. No se trataba de un hecho confirmado, pero algunos de esos historiadores sostenían que el asesinato, en la Navidad de 1973, del presidente del gobierno, el almirante Carrero Blanco, tuvo que ver con todo aquello. La famosa Operación Ogro, llevada a cabo por ETA, fue un atentado demasiado perfecto. Era difícil aceptar que ETA tuviera la infraestructura y la capacidad de montar semejante operación en medio de Madrid y contra un personaje tan relevante. Resultaba un tanto inverosímil.
Teniendo en cuenta ese tira y afloja, no resultaba inverosímil que el gobierno español hubiera llevado a cabo un doble juego con los americanos. Si por un lado colaboró con ellos para rescatar al coronel, por otro pudo decidir quedarse el maletín, una vez recuperado. Pero la hija de Durán le había dicho que su padre no entregó las cintas a las autoridades, sino que las escondió él mismo en algún lugar. Además, Olga le contó también que su padre fue apartado del ejército después de rescatar al coronel Johnson y el maletín, y que vivió desde entonces amedrentado. Quizá era más plausible la opción de que Durán hiciera desaparecer el maletín por iniciativa propia, en vez de por orden de sus superiores. De ser eso cierto, estaba claro que debió verse forzado a ello por un motivo de peso…
—¡Señor Horton!
La voz de la encargada del archivo llegó en un susurro y acompañada por el ruido de sus pasos acelerados.
—¿Sí? —dijo Ned, que la miró extrañado por su gesto de alarma.
—¡Chist! No diga nada. Guarde el informe y escóndase ahí detrás. ¡Mi jefe…!
Ned obedeció. Se quedó agachado detrás de un mueble de madera cuya función resultaba difícil de imaginar. La mujer regresó por donde había venido, resbalando en su atropellado trayecto y colocándose, una vez más, los mechones de su pelo. Después de un par de minutos sin novedades, Ned estaba a punto de salir de su escondrijo. Hasta que le llegó una voz ronca y desagradable a través de las estanterías y las cajas. Y el dueño de esa voz estaba cada vez más cerca.
—Sí, sí, mi conejita. Vamos un rato ahí detrás.
—Luis, no, por favor…
Era la amable encargada, Mónica. Y no había ninguna duda acerca de las intenciones del hombre que la acompañaba.
—Luis, tu mujer…
—Mi mujer es tan tonta como gorda. La vieja vaca no se imagina nada de esto. En el fondo es mejor para ella. Así consigo aguantar su mal humor con una sonrisa.
—Pero es que…
—Nada de peros. Ven conmigo.
Ned podía ver perfectamente a los dos tortolitos. De hecho, parecía que se dirigieran justo hacia donde él estaba. Cuando tomó su avión en el aeropuerto JFK de Nueva York, de camino para presentar su último libro en España, ¿quién iba a decirle que acabaría escondido detrás de un archivo médico y obligado a contemplar el principio de una escena tórrida de sexo? Eso era lo mejor de no tener una profesión predecible. A pesar de los riesgos, los peligros, los sinsabores y los sacrificios.
El adúltero Luis se encontraba de espaldas, tirando de la encargada, que se resistía como un animal que va al matadero. Mientras, Ned se preguntaba cómo iba a salir de aquella embarazosa situación. Y entonces se le ocurrió un modo de hacerlo.
—¡Soy detective privado! —espetó al hombre, que se volvió como una peonza—. Me ha contratado su esposa para comprobar si la engaña. Me veré obligado a informarla de esto. Y le diré que la ha llamado «vieja vaca». Además de infiel, es usted un mal hombre.
—Yo… Yo, no…
El rostro de aquel tipo casi dio pena a Ned. Era como el de El grito de Munch, pero mucho más patético.
—Adiós, caballero. No tengo nada más que hablar con usted.
Ned salió a paso ligero del archivo y se lanzó hacia las escaleras. Antes, pudo ver por un momento fugaz el rostro de la funcionaria. Estaba tan atónita como la víctima de su engaño.
De nuevo en el aparcamiento, y resoplando por la carrera, Ned se dijo que las cosas no habían salido nada mal, a pesar de la ridícula escena que se había visto obligado a interpretar. El informe médico original del coronel Johnson había confirmado sus informaciones, de modo que ya podía dar el siguiente paso en su investigación. Pretendía llamar a Olga Durán y averiguar si la demencia senil de su padre no había borrado por completo sus recuerdos lejanos, entre los que Ned confiaba encontrar algo útil. De no ser así, se hallaría en un callejón del que difícilmente podría salir. Aún jadeando un poco, marcó en su móvil el número de Olga. Junto a su coche, abrió la libreta de notas sobre el capó y esperó a que ella atendiera el teléfono.
—Su padre fue quien ingresó en persona al coronel Johnson en el hospital de La Paz —dijo Ned, tras el preceptivo saludo—. Johnson estaba herido de mucha gravedad y murió a los pocos días… Necesito pedirle un favor.
Olga se quedó en silencio unos segundos. Parecía ya sopesar lo que sin duda Ned iba a pedirle.
—Imagino que quiere ver a mi padre.
Era una mujer inteligente y sagaz. Había comprendido que era la única vía por la que continuar la investigación.
—Sólo su padre puede arrojar algo de luz sobre este enigma. Él tiene todas las claves.
—Su cuerpo vive, pero su mente está casi muerta. Apenas es capaz de reconocerme. De hecho, hace ya un tiempo que ni siquiera sabe quién es la persona que va todas las tardes a visitarlo… Y han pasado cuarenta años desde todo aquello.
—Creo que merece la pena intentarlo. A menudo, los enfermos de Alzheimer recuerdan cosas que están escondidas en el fondo de sus memorias. Hechos lejanos, acontecimientos que afloran de pronto, datos inconexos que podrían darnos una pista. Usted dijo que quería restaurar el buen nombre de su padre. ¿No cree que al menos vale la pena intentarlo?
—Sí. Supongo que tiene razón. Le daré la dirección y nos encontraremos allí después de comer. Tome nota.
La residencia de lujo para ancianos estaba situada a un lado de la carretera de La Coruña. Era un edificio de aspecto impresionante, rodeado por jardines y aislado de los ruidos continuos de la autopista por medio de altas barreras sónicas.