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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

Cuatro horas después, Ned se sentía desesperanzado. Había removido por completo el archivo de Antonio Durán. Había mirado y comprobado, uno a uno, cada documento. Pero allí no había nada que pudiera conducirle a descubrir el paradero del maletín con las cintas. O eso, o es que estaba tan oculto como el propio maletín.

Olga tosió al recibir en la nariz una nube de polvo que Ned acababa de levantar de un soplido. Muchas de aquellas carpetas no habían sido tocadas en años. Como la que Olga sostenía en sus manos. Era la última que faltaba por revisar.

—Mire, Ned —dijo ella—. Una comunicación del ejército a mi padre.

—¿Qué pone?

—«Se le informa de que ha sido relevado de todas sus actividades y pasa a la reserva.» Está fechado en septiembre de 1969.

—Entonces… No fue expulsado del ejército. Sólo relegado, por así decirlo.

—Eso parece, sí.

Las montañas de papeles ocupaban ahora por completo la parca mesa de la habitación. Hacía calor allí dentro. Un calor asfixiante que se sumaba a la atmósfera llena de polvo.

—Necesito que me dé un poco el aire —dijo Ned.

—Yo también —contestó Olga, dejando a un lado el documento que acababan de revisar— ¿Vamos afuera?

Nada más salir de la casa, Ned respiró hondo. Trataba de pensar qué hacer a continuación. Estaba en un atolladero. Reconsideró la idea de volver a la residencia de ancianos. Intentaba convencerse de que algo podría hacer para doblegar la voluntad de Durán que no hubiera intentado ya en su visita anterior. La esperanza es lo último que se pierde; eso es una gran verdad. Pero no es menos cierto que muchas veces acaba efectivamente perdiéndose.

En la oquedad de la cochera, la voz de Olga resonó con un eco que parecía llegar de otra dimensión.

—Quizá mi madre conociera también el paradero del maletín, si es que la teoría de que lo guardaban para protegerse de algo es correcta. Aunque no nos sirve de nada ahora. Ella murió hace años de un ataque al corazón. Creo que mi padre empezó su caída en ese momento…

Las melancólicas palabras de Olga hicieron surgir una nueva idea en la siempre vivaz imaginación de Ned.

—Y ella, o quizá su propio padre cuando empezó a perder la memoria… ¿No dejarían algo escrito en algún sitio? ¿Algún indicio? ¿Una especie de mapa del tesoro?

—Que yo sepa, no. Pero, claro, eso no quiere decir que no sea así. Ya le he dicho varias veces que era algo a lo que se referían con mucha discreción. De todos modos, le falta por ver el despacho de mi padre. Él guardó allí también cosas de mi madre, aunque nunca he encontrado nada fuera de lo común que me llamara la atención. No hay cajones cerrados, ni libros huecos, ni ningún doble fondo oculto en un armario, como los que salen en las películas de espías.

La mujer esbozó una sonrisa. Parecía cansada. O puede que sencillamente se sintiera triste.

—Siento de veras todas estas molestias —dijo Ned, con sinceridad.

—No es ninguna molestia. Sabe que tengo tanto interés como usted en conocer el secreto que guardaba mi padre. Estoy convencida de que no se trata de nada malo de él, sino algo que comprometía al gobierno de Estados Unidos y, posiblemente, a las autoridades de la dictadura. Es como sacar a la luz los trapos sucios de una época indecente. No creo que haya nadie mejor que usted para hacerlo. ¿Quién sabe? Mi padre pudo ser la llave de algo que cambió la historia.

Si encontraban las cintas, tan celosamente ocultas, que propiciaron en 1969 el secuestro de un coronel de la inteligencia militar en suelo español por parte de los rusos, a Ned no le cabía duda de que lo que hallaran en ellas sería relevante para la historia de la humanidad. Pero ni él mismo, el gran investigador Ned Horton, podía imaginar —ni siquiera tener un atisbo de ello— hasta qué punto la cambiarían. Y hasta qué punto era crucial que la cambiasen.

21

—Un bonito despacho —dijo Ned desde el centro de la pequeña habitación, decorada con gusto y maderas nobles.

A su lado, Olga asintió con nostalgia. Evocaba para sí los momentos felices de su niñez junto a su padre.

—Los muebles son muy antiguos. Herencia de nuestros antepasados. Como la propia casa. A mi padre le encantaba encerrarse aquí y fumarse un puro mientras leía un libro y se tomaba un coñac. Mi madre no le dejaba apestar el resto de la casa con el humo, así que le daba la excusa perfecta para disfrutar de sus momentos de intimidad en esta habitación. Mire, ahí tiene una foto de ella conmigo en brazos.

—Era muy guapa —dijo Ned, acercándose al marco de plata que reposaba sobre la mesa del despacho—. Por cierto, no le he preguntado el nombre de su madre.

—Lucía. Se llamaba Lucía Antúnez.

Ned asintió y, tras un último vistazo, volvió a dejar en su sitio la fotografía. Al hacerlo, se fijó en la mesa. Era de caoba, con un precioso reborde labrado que la circundaba. Encima había un portafolios de piel marrón y una lámpara dorada con pantalla de pergamino, además de algunos otros marcos con más fotografías, un estuche acristalado, repleto de bolígrafos y estilográficas, y un viejo teléfono de baquelita.

Ned hizo un gesto a Olga indicando si podía sentarse en el sillón del despacho.

—Adelante.

El terciopelo púrpura del sillón estaba algo gastado, pero el mullido aún era perfecto. El respaldo mostraba dos columnas de madera retorcidas que lo hacían parecer la cátedra de un obispo. Ned levantó la tapa del portafolios. Estaba vacío. Luego abrió los cajones, mientras Olga revisaba los libros de la estantería que cubría por completo la pared opuesta.

—En esos cajones sólo hay pequeños objetos de mi padre —le dijo—. Ningún documento. Todo eso está abajo. Mi padre lo iba archivando con regularidad.

—Esos libros parecen muy valiosos —dijo Ned, levantando su mirada hacia Olga.

—Algunos deben de serlo. Por ejemplo este. —Olga extrajo uno de los volúmenes y comentó—: Es una edición de Odisea impresa en 1767. La mayoría no pertenecen a la herencia familiar. A mi padre le encantaba coleccionar libros y los compró casi todos él. Supongo que no me vendría mal venderlos, pero nunca he querido hacerlo. Sería como deshacerme de los recuerdos más felices de mi vida.

Desde su silla catedralicia, que le daba un aire antiguo muy chocante, Ned había terminado de comprobar el contenido de los cajones. Efectivamente no había en ellos nada de interés, nada que pudiera arrojar alguna luz sobre su búsqueda.

—¿Ha mirado bien en los libros? Entre sus páginas, entre ellas y el lomo, detrás de las guardas… No sé.

—¿Quiere comprobarlos todos, uno a uno? —preguntó Olga.

Eso iba a ser una tarea más laboriosa si cabe que revisar el archivo de su padre.

—Bueno. Si a usted no le importa…

Olga levantó las manos y negó con la cabeza.

—Para eso hemos venido aquí. Por mí no hay problema. Con que todo quede después como estaba, me basta.

—Manos a la obra, entonces —dijo Ned.

Colocaron la primera pila de libros sobre la mesa. Ned volvió a ocupar el sillón de Durán y Olga se sentó a un lado, en una silla.

—¿Le importa si enciendo la lámpara? —preguntó Ned, frotándose los ojos después de revisar la primera tanda de libros.

Se refería a la que se hallaba encima de la mesa.

—El interruptor está en el suelo, en el lado izquierdo. Lo que no sé es si la bombilla funcionará todavía. Hace muchos años que nadie enciende esa lámpara.

Ned palpó con el pie hasta dar con él y pulsarlo. Al instante, un cono de luz acogedora cubrió la mesa. Cada uno por su lado, fueron comprobando otra tanda de libros. Pero tampoco encontraron nada entre sus páginas. Ned se arrellanó en el sillón y suspiró largamente.

—Me fastidia tener algo tan claro, tan cerca, y no conseguir llegar a ello.

—¿No dijo en su conferencia que la perseverancia es capaz de vencer cualquier obstáculo? —dijo Olga, mirándolo con cierto amable reproche.

—Sí, algo así… Pero esto es como buscar una aguja en un pajar que ni siquiera sabemos si está ahí o no.

—Una vez, una amiga mía se clavó una aguja en un pajar de su pueblo. Me lo contó como si fuera un prodigio.

—Pues no nos vendría mal que esa amiga suya viniera a echarnos una mano. Puede que tenga algún tipo de magnetismo para encontrar cosas perdidas.

Olga sonrió mientras dirigía su mirada hacia la ventana del despacho. La lámpara de mesa estaba justo en medio de su línea de visión y no le permitía ver el recio castaño que se alzaba con sus ramas a un palmo de tocar el cristal. Olga se fijó entonces distraídamente en el grabado de su pantalla de pergamino. Algo en ella pareció llamar su atención. Se incorporó un poco para observarla más de cerca y, de pronto, dio un respingo en la silla.

—¿Qué ocurre? —dijo Ned, extrañado por su reacción.

Sin procesar en su mente la pregunta de Ned, Olga se levantó del todo, con la mirada fija en aquel punto concreto de la lámpara. Se inclinó muy lentamente hacia ella, como si tratara de disipar un espejismo cambiando de perspectiva.

—¿No dijo antes algo sobre un mapa del tesoro? —preguntó enigmáticamente—. Pues creo que acabo de encontrarlo.

22

La pequeña vía comarcal unía las localidades de Villalba y El Escorial. A medio camino entre ellas se encontraba un lugar pintoresco, conocido como el Canto de Castrejón, una gigantesca roca situada a unos novecientos metros de altitud. Ned salió de la carretera en una desviación, siguió un tramo de grava y estacionó el coche lo más cerca posible de la mole granítica.

Era un paraje precioso, con una vista magnífica del monasterio de El Escorial que, no obstante, pronto desaparecería entre las sombras. El sol aún se alzaba sobre el horizonte, pero no tardaría en desaparecer, trayendo la noche. Quizá habría sido más sensato ir hasta allí al día siguiente, pero la excitación obligaba a no perder un minuto.

—No hará falta una linterna, maldita sea.

Ned abrió con ímpetu la guantera, que sólo contenía los papeles del vehículo de alquiler. Luego se dirigió a toda prisa al maletero.

—Aquí tampoco hay nada —dijo—. Sólo herramientas para cambiar las ruedas. Dejaremos las luces del coche encendidas. Tendremos que apañarnos con eso.

Olga había salido también del coche. Delante de un malhumorado Ned, extrajo del bolso una potente linterna que había traído de casa. Ned estaba tan exaltado que no había tenido tiempo ni de decírselo.

—¿Sabe que es usted un mujer magnífica?

Hacía escasamente un par de horas, Ned se lamentaba por la frustración. Todo había cambiado gracias a Olga y a un golpe de suerte. Como su amiga de la niñez, la que se había clavado una aguja en un pajar, una imagen se clavó en su retina. La lámpara del despacho de su padre tenía algo inusual. Una especie de clave oculta en el dibujo grabado en la pantalla. Algo que había estado delante de sus ojos durante toda la vida y en lo que nunca reparó, porque antes no tenía ningún significado especial para ella. Dentro del dibujo había un elemento que difícilmente podría ser casual: las letras DJ; las mismas que las iniciales del coronel Dominic Johnson.

Cuando Olga se lo dijo, Ned se quedó tan desconcertado que tardó un momento en reaccionar. Luego examinó la pantalla, junto a la hija de Durán, y comprendió que ella estaba en lo cierto: el dibujo era su particular mapa del tesoro. Contenía una línea que se bifurcaba, con dos círculos en los extremos de la bifurcación. En uno estaba escrito «VLLLB», y en el otro «SCRL». Aproximadamente a dos tercios de distancia entre ambos, más cerca del segundo, un nuevo círculo, éste con una X en su centro, tenía escrito «CNT CSTRJN» y unos números al lado. El extremo de la línea principal partía de una especie de nube inacabada con las letras «MDRD».

Una vez más fue Olga la que dio con la clave. Su padre había sido muy aficionado a los crucigramas, y en ellos era muy habitual emplear sólo las consonantes de una palabra. La suposición fue acertada. Aun así, no les resultó sencillo averiguar el significado de cada término, y tardaron un buen rato en deducirlo. La pista fundamental para comprender el «mapa del tesoro» fueron las letras MDRD dentro de la nube cuyos confines excedían la pantalla de la lámpara. Era casi seguro que significaba MADRID. La línea que partía de Madrid debía de ser, por tanto, una de las vías de comunicación que unen la capital de España con las principales capitales de provincia. Después de varias pruebas, llegaron a la conclusión de que VLLLB se correspondía con las consonantes de VILLALBA, un pueblo cercano a la carretera de La Coruña, aunque su nombre completo era Collado Villalba. Y siguiendo la dirección de la línea secundaria que partía de allí, parecía evidente que SCRL correspondía a ESCORIAL, parte central del nombre de San Lorenzo de El Escorial.

Les costó todavía más descubrir el significado de CNT CSTRJN. Pero las maravillas de la era digital se aliaron en su favor. Accedieron a Google Earth, la herramienta de imágenes aéreas mundiales disponible en internet. Localizaron Villalba y El Escorial, y desde allí siguieron la vieja carretera que conectaba ambos municipios. En la posición relativa especificada en el plano de la lámpara apareció ante sus ojos el CANTO DE CASTREJÓN.

Y allí estaban. Pero aún no habían resuelto completamente el enigma. Les faltaba averiguar el significado de los números que también mostraba la lámpara y que, sin duda, debían de indicar el lugar exacto donde se hallaba oculto el maletín, en las inmediaciones del Canto. Esas cifras eran ya lo único que los separaba de él.

—Veamos… —dijo Ned, iluminando con la linterna el papel en que las habían copiado—. Son dos números: 27 y 19. Y al lado de cada uno hay una letra: N y E, respectivamente.

—Las letras podrían indicar direcciones —añadió Olga—. N es la inicial de norte y E de este.

—Me parece muy plausible… —Ned se frotó el mentón y miró alrededor desde lo alto—. Pero los números no pueden hacer referencia a coordenadas geográficas. Son demasiado imprecisos. Y, además, 27 grados norte y 19 grados este marcan algún punto en medio del desierto del Sahara. Tampoco puede tratarse de otra clase de coordenadas, como las UTM. En ese sistema los valores son muy diferentes.

—Quizá sea algo más sencillo, entonces.

—Es posible… Tenemos que mentalizarnos de que estamos ante un mapa como el de los antiguos piratas. ¿Cómo indicarían ellos la ubicación del tesoro? Yo creo que lo harían mediante pasos…

—¿Podría ser tan simple? Los pasos no resultan muy exactos. Cada persona tiene una zancada distinta.

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