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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (34 page)

–Lee la mente de ese cabrón.

–No puedo hacer eso, Ziller.

–¿Por qué no?

–Es una de las pocas reglas más o menos inquebrantables que tiene la Cultura. Casi una ley. Si tuviéramos leyes, sería una de las primeras en el libro de estatutos.

–¿Solo más o menos inquebrantable?

–Se quebranta en muy, muy pocos casos, y el resultado suele ser el ostracismo. En una ocasión hubo una nave llamada la
Zona gris.
Hacía ese tipo de cosas. Y como resultado terminaron llamándola la
Follacarne.
Cuando se menciona en los informes, ese es el nombre que figura, con el nombre original, el elegido, como nota al pie todo lo más. Que te nieguen el nombre con el que te has designado es un insulto único en la Cultura, Ziller. La nave anda desaparecida desde hace algún tiempo. Es probable que se suicidara, es de suponer que por la vergüenza que produce tal comportamiento y la falta de respeto resultante.

–Todo lo que hay que hacer es mirar dentro de un cerebro animal.

–Es que es eso. Es tan fácil, significaría tan poca cosa en realidad. Por eso el hecho de no hacerlo es quizá la forma más profunda de honrar a nuestros progenitores biológicos. Esa prohibición es una señal de respeto. Así que no puedo hacerlo.

–Lo que quieres decir es que no piensas hacerlo.

–Es casi lo mismo.

–Pero puedes hacerlo.

–Por supuesto.

–Entonces, hazlo.

–¿Por qué?

–Porque de otro modo no pienso asistir al concierto.

–Eso ya lo sé. Me refiero a qué tendría que buscar.

–La verdadera razón que lo ha traído aquí.

–¿De verdad cree que podría estar aquí para hacerle daño?

–Es una posibilidad.

–¿Qué me impediría decir que lo haré y después fingir que lo hago? Podría decirle que he mirado y no he encontrado nada.

–Te pediría que me dieras tu palabra de que ibas a hacerlo de verdad.

–¿No ha oído decir que una promesa hecha bajo presión no cuenta?

–Sí. Y sabes que podrías no haber dicho nada.

–No querría engañarle, Ziller. Eso también sería deshonroso.

–Entonces da la sensación de que no voy a ir a ese concierto.

–Seguiré confiando en que lo haga y seguiré trabajando para ello.

–No importa. Siempre puedes hacer otro concurso; el que gane, que dirija el concierto.

–Déjeme pensarlo. Voy a quitar el campo sónico. Vamos a ver a los jinetes de las dunas.

El avatar y el chelgriano se dieron la espalda y se colocaron con los demás junto al parapeto de la plataforma rodante de observación del salón de banquetes. Era de noche y estaba nublado. Sabiendo el tiempo que haría, la gente había acudido a los toboganes de las dunas de Efilziveiz-Reinante para ver los descensos bioiluminados.

Las dunas no eran dunas normales, eran vertidos titánicos de arena que formaban una pendiente de tres kilómetros de altura de una plataforma a otra y marcaban el lugar donde las arenas de los desechos de los bancos de arena del Gran Río cruzaban volando hacia el borde giratorio de la plataforma, para deslizarse después hacia las regiones desérticas del continente hundido.

La gente corría, rodaba, esquiaba y se tiraba en esquifes o lanchas por las dunas sin parar, pero en las noches oscuras había algo especial que ver. Había unas criaturas diminutas que vivían en las arenas, primos áridos del plancton que creaba la bioluminiscencia del mar, y cuando estaba muy oscuro se veían los rastros dejados por las personas que bajaban tropezando, girando o esculpiendo la inmensa ladera.

Se había convertido en tradición que en tales noches, el caos espontáneo de individuos que solo iban a distraerse, y el ocasional admirador que iba a verlos, se convirtiera en algo un poco más organizado y así, una vez que estaba lo bastante oscuro y habían acudido los espectadores suficientes a subirse a las plataformas de observación montadas en tractores oruga, y a los bares y restaurantes, los equipos de surfistas y esquiadores partían de la cima de las dunas en oleadas coreografiadas, desencadenando cascadas de arena que se deslizaban en amplias líneas y uves de luz chispeante que descendían como una espuma lenta y fantasmal y se entrelazaban en estelas suaves y resplandecientes de un color azul pálido, huellas verdes y escarlatas que cruzaban las arenas susurrantes, una miríada de collares de polvo encantado que fulguraba en la noche como galaxias lineales.

Ziller observó un rato el espectáculo. Después suspiró y dijo:

–Está aquí, ¿verdad?

–A un kilómetro de aquí –respondió el avatar–. Más arriba, al otro lado de la pista. Estoy vigilando la situación. Otro de mis yos está con él. Tranquilo, aquí está a salvo.

–Pues esto es lo más cerca que quiero estar de ese hombre, a menos que puedas hacer algo.

–Entiendo.

XII. Una derrota de ecos

XII

Una derrota de ecos

~ Q
ué poco territoriales.

~ Supongo que cuando tienes tanto territorio puedes permitirte serlo.

~
¿Crees que soy anticuado por dejarme afectar por eso?

~
No, creo que es de lo más natural.

~
Tienen demasiado de todo.

~ Con la posible excepción de la suspicacia.

~
No podemos estar seguros de eso.

~ Lo sé. Con todo, hasta ahora, todo va bien.

Quilan cerró la puerta sin cerradura de su apartamento y miró el suelo de la galería, treinta metros más abajo. Grupos de humanos paseaban entre las plantas y los estanques, entre los puestos y los bares, los restaurantes y... bueno, ¿tiendas, exposiciones? Era difícil saber qué eran.

El apartamento que le habían dado estaba cerca del nivel del tejado de una de las galerías centrales de la ciudad de Aquime. Varias de las habitaciones se asomaban a la ciudad y al mar interior. El otro lado del piso, como ese vestíbulo acristalado exterior, se asomaba a la propia galería.

La altitud de Aquime y sus consiguientes inviernos fríos implicaban que buena parte de la vida de la ciudad tenía lugar en lugares cerrados en lugar de al aire libre, y por tanto, lo que habrían sido calles normales en una ciudad más templada, bajo el cielo abierto, en Aquime eran galerías, calles cubiertas con bóvedas que iban desde vidrio antiguo a campos de fuerza. Era posible pasear de un extremo a otro de la ciudad a cubierto y con ropa de verano, incluso cuando, como en ese momento, soplaba una ventisca.

A salvo de la nevada torrencial que reducía la visibilidad a unos cuantos metros, la vista que había desde el exterior del apartamento era tan delicada como impresionante. La ciudad se había construido con un estilo deliberadamente arcaico, sobre todo con piedra. Los edificios eran rojos, dorados, grises y rosas, y las tejas de pizarra que cubrían los escarpados tejados eran de varias tonalidades de verde y azul. Unas franjas de bosque largas y ahusadas se adentraban en la ciudad casi hasta el centro, poniendo en juego nuevos tonos de verde y azul y, junto con las galerías, dividiendo la ciudad en bloques y formas irregulares.

A lo lejos, a unos cuantos kilómetros, los muelles y los canales resplandecían bajo el sol de la mañana. Al otro lado, en una pendiente suave que se alzaba en las afueras de la ciudad, cuando el tiempo estaba despejado, Quilan podía ver los altos contrafuertes y torres del ornamentado edificio de apartamentos que albergaba el hogar de mahrai Ziller.

~
¿Así que podríamos entrar en su apartamento, así sin más?

~ No. Hizo que alguien le fabricara unas cerraduras cuando se enteró de que venía. Al parecer, se produjo un pequeño escándalo.

~
Bueno, nosotros también podríamos tener cerraduras.

~ Mejor no.

~
Creí que querrías.

~
No querríamos dar la impresión de que tengo algo que esconder.

~
Desde luego que no.

Quilan abrió de golpe una ventana y dejó que los sonidos de la galería se colaran en el apartamento. Oyó el tintineo del agua, las conversaciones y las risas de la gente, el canto de unos pájaros y música.

Vio drones y personas pasar deslizándose con arneses de flotación bajo él, pero por encima de los otros humanos; vio que unas personas de un apartamento que había al otro lado de la galería lo saludaban con la mano y les devolvió el saludo casi sin pensar, y olió perfumes y el aroma de unos guisos.

Levantó la cabeza y miró al techo, que no era de cristal, sino de algún otro material más perfecto y transparente, suponía que podría haberle preguntado qué era a su pequeña terminal, pero no se había molestado, e intentó oír en vano el sonido de la tormenta que giraba y soplaba en el exterior.

~
Les encanta su pequeña existencia aislada de todo, ¿no?

~ Sí, les encanta.

Recordó una galería no muy distinta de aquella, en Shaunesta, en Chel. Fue antes de que se casaran, un año, más o menos, después de conocerse. Habían estado paseando de la mano y se habían parado a mirar el escaparate de una joyería. Quilan le había echado un vistazo bastante despreocupado a todas aquellas alajas y se había preguntado si podría comprarle algo a su novia. Entonces la oyó hacer aquel ruidito, una especie de siseo de elogio, pero apenas audible,
«Mmm, mmm, mmm, mmm».

Al principio supuso que estaba haciendo aquel ruido para hacerlo reír. Había tardado unos momentos en darse cuenta que no solo no era por eso, sino que ni siquiera era consciente de que estaba haciendo ruido.

Y al darse cuenta sintió de repente que su corazón estaba a punto de estallar de amor y alegría. Se giró, la cogió en sus brazos y la abrazó, riéndose de la expresión sorprendida, confusa y absurdamente encantada de su novia.

~
¿Quil?

~ Perdona. Sí.

Alguien se echó a reír en el suelo de la galería, abajo. Una carcajada aguda, gutural, femenina, desenfrenada y pura. La oyó reverberar por las superficies duras de la calle cerrada y recordó un lugar donde no había ningún eco.

Se habían emborrachado la noche antes de irse; el estodien Visquile con su extenso séquito, incluyendo al fornido Eweirl, con su pelo blanco, y él. Un risueño Eweirl tuvo que ayudarlo a levantarse de la cama al día siguiente. Unos segundos bajo una ducha fría lo despertó un poco y luego lo llevaron directamente al ADAC y de allí, con el suborbital, al campo, después a la ciudad de Lanzamiento del Ecuador, donde un vuelo comercial los subió a un pequeño Orbitador. Un ex corsario desmilitarizado de la marina los esperaba allí. Ya habían abandonado el sistema, rumbo al espacio profundo, cuando comenzó a remitir la resaca y se dio cuenta de que lo habían elegido a él para hacer lo que fuera que tenía que hacer y recordó lo que había pasado la noche antes.

Se encontraban en un antiguo comedor decorado con las cabezas de varios animales de presa que adornaban tres de las paredes; la cuarta pared de puertas de cristal se abría a una estrecha terraza que se asomaba al mar. Soplaba una brisa cálida y estaban abiertas todas las puertas para dejar entrar en el bar el olor del océano. Les servían dos sirvientes Invisibles ciegos, vestidos con pantalones y chaquetas blancas, que les traían las varias graduaciones de licores fermentados y destilados que requería cualquier borrachera.

La comida era escasa y salada, una vez más como dictaba la tradición. Se propusieron brindis, se jugó a beber y se volvió a beber, y Eweirl y otro participante de la fiesta, que parecía casi tan corpulento como el macho de pelo blanco, se abrieron camino por la pared de la terraza, de un extremo a otro, guardando el equilibrio, con la caída de doscientos metros a un lado. El otro macho fue primero, Eweirl lo ganó parándose a medio camino y engullendo una copa de licor.

Quilan bebió el mínimo requerido, se preguntaba a qué contribuía todo aquello y sospechaba que hasta esa aparente celebración formaba parte de una prueba. Intentó no aguarles mucho la fiesta a los demás y se unió a varios de los juegos con un entusiasmo forzado que pensó que todos notarían.

La noche fue pasando. Poco a poco, la gente se fue retirando a sus colchones ondulados. Después de un rato ya solo quedaban Visquile, Eweirl y él, servidos por el más grande de los dos Invisibles, un macho incluso más fornido que Eweirl que se abría paso entre las mesas con una destreza sorprendente; su cabeza, vendada de verde, se balanceaba de un lado a otro y sus ropas blancas lo hacían parecer un fantasma bajo la luz tenue.

Eweirl lo hizo tropezar un par de veces, en la segunda ocasión incluso le hizo tirar una bandeja de vasos. Cuando lo vio, Eweirl echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sonora carcajada. Visquile lo miró como un padre indulgente mira a su hijo malcriado. El gran sirviente se disculpó y regresó a tientas a la barra para regresar con una escoba y un recogedor.

Eweirl se tomó otra copa de licor, al ver que el sirviente levantaba una mesa con una mano para quitarla del medio, lo retó a echar un pulso. El Invisible declinó, así que Eweirl le ordenó que participase, cosa que el criado hizo, y ganó.

Eweirl se quedó jadeando por el esfuerzo mientras el robusto Invisible volvía a ponerse la chaqueta, inclinaba la cabeza vendada de verde y regresaba a sus obligaciones.

Quilan estaba desplomado en su sillón ondulado contemplando los acontecimientos con un ojo cerrado. A Eweirl no parecía haberle hecho gracia que le hubiera ganado el sirviente. Bebió un poco más. El estodien Visquile, que no parecía muy borracho, le hizo a Quilan algunas preguntas sobre su mujer, su carrera militar, su familia y sus creencias. Quilan recordó que había intentado no mostrarse evasivo. Eweirl observaba al gran Invisible, que cumplía con sus tareas; su cuerpo blanco parecía tenso y enroscado.

–Quizá todavía encuentren la nave, Quil –le decía el estodien–. Puede que todavía haya restos. La Cultura, sus conciencias, nos ayudan a buscar las naves perdidas. Quizá todavía aparezca. Ella no, por supuesto. Ella está perdida. Los desaparecidos dicen que no hay señal, no hay rastro de que su Guardián de Almas haya funcionado. Pero quizá todavía encontremos la nave y sepamos más de lo que pasó.

–No importa –dijo Quilan–. Está muerta. Eso es todo lo que importa. Nada más. Me da igual todo lo demás.

–¿También le da igual su propia supervivencia después de la muerte, Quilan? –preguntó el estodien.

–Eso menos que nada. No quiero sobrevivir. Quiero morir. Quiero ser lo mismo que es ella. Sin más. Nada más. Nunca más.

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