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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (16 page)

—¡Cobardes! ¡Hijos de perra! ¡Atados codo con codo os voy a poner de parapeto en la primera fila!

La mansedumbre de aquellos hombres, que soportaban la agresión esquivando torpemente sus acometidas como un rebaño asustado, le exasperaba aún más. Ciego de ira se precipitaba sobre ellos zamarreándoles y escupiéndoles a la cara impunemente. Hubo uno, sin embargo, que no se dejó agraviar. Cuando el comandante se fue hacia él, amenazadoramente, le apartó de un manotazo. Sorprendido por el inesperado desacato, el militar tendió el brazo armado con la pistola y le encañonó:

—¡Firme! —le gritó—. ¡Firme o te mato!

El hombre se replegó sobre sí mismo felinamente y le saltó al cuello. Tropezó en el aire con el cañón de la pistola tendido hacia su pecho. Sonó un disparo. Luego, tres o cuatro más. Cuando el comandante se reponía del encontronazo que le había hecho tambalear, se vio al hombre tendido en el suelo que aún se agarraba desesperadamente a una de sus piernas. Con las ansias de la muerte, el caído alargaba las fauces abiertas hacia la bota de montar del comandante reteniéndola desesperadamente con sus manos crispadas. El militar sacudió con toda su fuerza la pierna aprisionada, y sintió claramente cómo el tacón de su bota se hundía en la cara ensangrentada de aquel hombre, que le produjo la sensación repelente de una alimaña rabiosa a la que hubiese aplastado.

Cuando levantó la vista del suelo después de desembarazarse del caído, tropezó con las bocas de quince o veinte fusiles que le buscaban el pecho. En un instante comprendió que estaba perdido. Las fieras acosadas se revolvían contra él e iban a despedazarle. No le dieron tiempo más que para erguir el busto, cuadrarse militarmente, levantar el puño cerrado y gritar con voz entera:

—¡Viva la República! ¡Viva la revolución!

Cayó a la primera descarga. Pero aun después de haber caído estuvieron durante algún tiempo los desertores descargando sus fusiles sobre aquel cuerpo inerte. Arnal, testigo impotente de la terrible escena, se apartó horrorizado. Los desertores se dispersaron luego, espantados de su propio crimen, y en la plaza desierta sólo quedaron junto al rescoldo de la hoguera sacrílega aquellos dos cuerpos sin vida, el del desertor y el del héroe, víctimas uno de su instinto y el otro de su deber, ambos sacrificados a la barbarie de la más cruenta de las guerras.

Nadie apareció por la plaza durante un largo rato. Resoplando fatigosamente por el exceso de carga apareció luego otro camión sanitario con un racimo de milicianos colgados de la trasera. El médico que capitaneaba la ambulancia tuvo que luchar a brazo partido con los intrusos para desalojarlos y poder inspeccionar a los heridos. Dos de ellos habían muerto en el trayecto y los bajaron a tierra. Otro estaba tan grave que era inútil transportarlo: se iba a morir de un momento a otro; lo descendieron también. Arnal lo reconoció. Era uno de los dos camaradas del comité revolucionario que horas antes estuvieron con él escondiendo el tesoro artístico del pueblo. Tenía un balazo en el vientre. Le dejaron tendido en las losas de la plaza. Arnal se le acercó. El moribundo quería incorporarse. Le sentó en el suelo apoyándole la espalda en la pared y vio sus ojos, vidriosos ya, clavados con fraternal ternura en los dos cadáveres que juntos con él habían bajado de la ambulancia. Creyó advertir que el agonizante le señalaba particularmente a uno de ellos y, siguiendo la trayectoria de aquella mirada turbia, reconoció en uno de los milicianos muertos al otro miembro del comité local que había estado auxiliándole. El moribundo resbaló la espalda por el zócalo en que estaba apoyado y cayó exánime sobre las losas del pavimento. El médico de la ambulancia, que atendía precipitadamente a los demás heridos, dijo a Arnal al verle inclinado solícitamente sobre el que yacía:

—No se preocupe por éste. Está muerto. Es cuestión de unos minutos. Ayúdeme a atender a estos otros y a desalojar a esa canalla.

La empresa era temeraria. Pálidos, desencajados, con el terror pintado en el semblante, llegaban a la plaza de Briesca los milicianos que venían del frente. Después de haber huido a campo traviesa perseguidos por los aviones que los ametrallaban a placer no tenían más obsesión que la de ponerse a salvo, y, enloquecidos por el pavor, asaltaban los autos y las camionetas reservados a los heridos sin atender a nada que no fuese su ciego instinto de conservación. Un grupo de veinte o treinta pretendía a todo trance subirse al camión sanitario para huir más aprisa y hubo un momento en que, ciegos de terror, amenazaron con desalojar a viva fuerza a los heridos para ocupar sus puestos. La bestia humana había roto sus ligaduras.

Arnal y el médico, con las pistolas en la mano, los contuvieron; partió la ambulancia, y Arnal, que se había quedado en la plaza haciendo frente a los desertores, mientras el auto arrancaba, cuando lo vio al fin alejarse tiró la pistola sintiendo el asco y la vergüenza de vivir y de ser hombre.

Volvió al lado del moribundo. Había dejado ya de existir. Un poco más allá estaba también el cadáver abandonado del otro muchacho del comité. Ya nadie más que él sabía dónde estaba escondido el tesoro de Briesca. Y pensó satisfecho que, si le mataban también a él, se vengaría llevándose a la tierra el secreto de aquel tesoro, del que ya nadie podría disfrutar jamás. Este pensamiento egoísta le reconfortó.

Recogió luego el paquetito de humildes reliquias que había abandonado para atender al herido y fue a echarlo en el rescoldo de la hoguera sacrílega cuyos tizones estuvo avivando hasta que la columna de humo blanco que aún se elevaba sobre ellos tuvo otra vez un plinto de llamas.

Luego, echó a andar por la carretera de Madrid. Los aviones rebeldes pasaban y repasaban sobre su cabeza ametrallando el rosario de fugitivos, que a veces quedaba cortado por las ráfagas de plomo, como cuando se corta de un pisotón la procesión de un hormiguero.

* * *

Desde Madrid la guerra se veía como el flujo y reflujo de una gigantesca marea humana cuyas oleadas impresionantes iban a romperse en el acantilado del frente. De toda la España republicana llegaban millares y millares de hombres enrolados voluntariamente para combatir al fascismo. Los trenes militares volcaban día tras día sobre la capital masas compactas de combatientes reclutados en los últimos rincones de la Península. Las comarcas prósperas, Cataluña y Valencia, mandaban sus columnas de milicianos soberbiamente equipadas; las míseras aldeas de Castilla y Extremadura enviaban casi desnudos y armados con viejas e inservibles escopetas a sus hombres del campo, duros y secos como sarmientos, que por primera vez saciaban en los cuarteles de las milicias su hambre milenaria. La lucha contra el fascismo, predicada por villas y aldeas como se predicaba la guerra santa en los burgos medievales o en las cabilas africanas, levantaba en masa al pueblo y lo lanzaba en oleadas gigantescas sobre el frente.

Sin ninguna eficacia. La punta de acero de las vanguardias fascistas hendía fácilmente aquel informe amasijo de voluntades fervorosas e indisciplinadas que apenas chocaban con la férrea disciplina y la técnica profesional del ejército sublevado perdían su fuerza imponente y se deshacían como la espuma. Unas tras otras, las columnas de milicianos quedaban aniquiladas tan pronto como entraban en fuego. El pueblo no sabía hacer la guerra. Los mejores se hacían matar estérilmente; los demás tiraban los fusiles y huían por Andalucía y Extremadura, primero, por toda Castilla la Nueva después; se repetía el patético espectáculo de la voluntad impotente de un pueblo que se lanzaba a la lucha armada en campo abierto sin disciplina y sin jefes; es decir, condenado de antemano al fracaso.

Los verdaderos militares, los que lo eran de corazón y sabían a conciencia su oficio, estaban todos al lado de Franco. El improvisado ejército del pueblo no tenía ni jefes ni oficiales. Los pocos que por azar se quedaron al lado del gobierno de la República fueron desertando o sucumbieron en el empeño insensato de convertir en soldados a unos hombres que precisamente se alzaban en armas contra todo lo que fuese espíritu militar. Muchos de aquellos infortunados se hicieron matar por sus propias huestes aterrorizadas, a las que pistola en mano intentaban meter en fuego. La reacción de los milicianos cuando se sentían derrotados era fatal para ellos. «¡Hemos sido vendidos! —gritaban invariablemente—. ¡Fusilemos a los jefes!». Después, tiraban los fusiles y se volvían a Madrid a poblar los cafés y las cervecerías.

Este flujo y reflujo de la marea humana era lo que de la guerra se veía en Madrid. Así fue avanzando el ejército de Franco casi sin encontrar resistencia. Así cayó Talavera y después Toledo. Ya las tropas rebeldes estaban a veinte kilómetros de la capital y aún no se había conseguido otra cosa que volcar sobre el frente masas enormes de gente indisciplinada que los aviones facciosos dispersaban fácilmente. No había un jefe capaz de realizar el milagro de convertir en soldados a los campesinos y obreros que por odio al fascismo se hacían milicianos con más entusiasmo por la idea revolucionaria que coraje y tesón para la lucha. Los líderes de los partidos proletarios, convertidos de la noche a la mañana en estrategas, llevaban a sus hombres a la derrota. Cuando las duras lecciones del frente impusieron la apremiante necesidad de un técnico de la guerra, de un estratega auténtico capaz de mover diestramente aquellas masas armadas, tuvieron los milicianos que ir a buscarlo a la celda de una cárcel en la que lo tenía recluido como enemigo del régimen. Durante unas semanas, el hombre que desde el Ministerio de la Guerra dirigía las operaciones del ejército rojo era un general tachado de fascista que mientras estudiaba los planes del Estado Mayor y decretaba los movimientos de las tropas tenía a sus costados dos milicianos que le vigilaban recelosos con las pistolas al alcance de la mano. El primer día que pudo burlar la vigilancia de sus guardianes, aquel generalísimo a la fuerza se pasó al enemigo.

Mientras tanto, los teorizantes de los partidos proletarios se aplicaban encarnizadamente a organizar lo que ellos llamaban el nuevo orden revolucionario, es decir, la edificación socialista. Desinteresados de las contingencias de la guerra y dando por descartada desde luego la victoria final, creaban a retaguardia de tan inconsistente ejército una burocracia formidable encargada de socializar o colectivizar la vida entera del país. Los consejos obreros, los comités de abastecimiento, las juntas de inquilinos, las directivas de los sindicatos y, sobre todo, la augusta función del control —¡maravillosa invención ésta del control revolucionario!— eran la vasta selva en que se refugiaban los fracasados del frente, los emboscados de todas las guerras. A retaguardia florecían los más inusitados organismos. Los anarquistas habían creado un titulado Grupo Gastronómico de la FAI que consagraba a la custodia de los depósitos de jamones a los más bizarros y heroicos de sus milicianos. Había también una potente organización que con el impresionante rótulo de La Contraguerra, que nadie supo jamás lo que quería decir, se dedicaba afanosamente a cobrar el importe de los alquileres de las viviendas madrileñas. Ella sabría por qué.

Entre tanto las tropas de Franco se habían apoderado de Toledo casi sin luchar y avanzaban rápidamente sobre Madrid.

* * *

El camarada Arnal pertenecía a una de aquellas innumerables juntas creadas por el prurito organizador de la revolución. Artista, buen artista, acaso uno de los mejores pintores jóvenes de España, había sido designado por el gobierno para formar parte de la Junta de Incautación y Conservación del Tesoro Artístico Nacional. Le habían dado un automóvil y una escolta de milicianos armados con fusiles y le habían dicho:

—Salve usted todo lo que buenamente pueda.

Artista de corazón, Arnal se había aplicado desde el primer momento a aquella ímproba tarea. Con su escolta de milicianos había recorrido todos los pueblos de Castilla la Nueva intentando salvar de los azares de la guerra, de la destrucción y del robo, los inapreciables testimonios del glorioso pasado artístico de la raza. No siempre triunfaba en su empeño. El egoísmo y la codicia de las míseras ciudades castellanas oponían una tenaz resistencia a que las obras de arte fuesen sacadas de los lugares amenazados y transportadas a sitio seguro. El trasiego de las piezas valiosas había de hacerse además con la colaboración de milicianos insolventes en medio del caos de las evacuaciones precipitadas a que obligaba el avance enemigo o enfrentándose con la furia destructora de las muchedumbres revolucionarias, cuyos peores instintos se desataban con los reveses de la guerra.

Los viejos palacios habían sido invadidos por cuadrillas de hombres armados que podían disponer a su antojo de las riquezas artísticas e históricas acumuladas en ellos. El camarada Arnal, que tenía para aquellos tesoros un respeto supersticioso de artista, se horrorizaba a veces del riesgo que corrían en manos de los incultos y desesperados luchadores del pueblo. ¡Cuántas piezas únicas en el mundo, cuántas joyas irreemplazables no se perderían para siempre! Le reconfortaba el comprobar que el estrago real era mucho menor de lo que podía imaginarse. Conociendo como conocía ya la entraña dura de la revolución, el instinto rapaz de las muchedumbres desenfrenadas y su furia destructora, se maravillaba a veces del insospechable respeto que para las obras de arte y del desdén que para la riqueza pura y simple tenían en ocasiones aquellos hombres sin más ley que su capricho ni más coacción que la de su confusa conciencia. Un inevitable resabio nacionalista le hacía pensar que acaso el pueblo español fuera el más honrado y austero del mundo. En cualquier otro país concebir una situación semejante, imaginar medio millón de hombres incultos y armados que pudiesen impunemente dar plena satisfacción a sus más bajos instintos, sin ningún riesgo y sin temor a sanción alguna, equivaldría a pensar el caos, a soñar el Apocalipsis. Y desde el fondo de su alma reaccionaria de artista e intelectual se maravillaba de que aún quedase algo en pie, en que no lo hubieran arrasado todo y de que finalmente no se hubiesen devorado los unos a los otros.

Cuando veía a los milicianos mal vestidos y peor calzados pasearse altivos y desdeñosos por los salones de las mansiones señoriales en los que permanecían intactas las vitrinas llenas de joyas, como cuando presenciaba la escrupulosa entrega de millones y millones encontrados en sus requisas por pobres diablos toda su vida hambrientos, sentía una admiración profunda por aquel pueblo de locos, de asesinos quizá, que tal desprecio hacía de la riqueza, de los bienes materiales, de todo cuanto suele arrastrar a los hombres a la guerra, a la revolución y al crimen. Mala prueba para el materialismo histórico la guerra civil de España.

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