¡Acabad ya con esta crisis! (23 page)

Bien, ahora imaginemos una economía en la que todo el mundo está haciendo esto. Lo que ello nos indica es que la inflación tiende a perpetuarse a sí misma, salvo que haya un gran exceso bien de oferta, bien de demanda. En particular, una vez que la expectativa de, digamos, una persistente inflación del 10 por 100 se ha quedado «grabada» en la economía, será preciso un período importante de atonía —años de mucho desempleo— para que este porcentaje se reduzca. Un caso claro al respecto es la desinflación de los primeros años ochenta, en la que hizo falta una recesión muy intensa para que la inflación bajara de cerca de un 10 por 100 a cerca de un 4 por 100.

En cambio, un estallido de inflación que no queda grabado en la economía puede decaer con rapidez o incluso invertirse. En 2007-2008 hubo un fuerte incremento de los precios del petróleo y la alimentación, por efecto de una combinación de mal tiempo y demanda creciente de economías emergentes como China, que disparó la inflación (medida por el IPC) hasta el 5,5 por 100. Pero los precios de las materias primas pasaron a caer de nuevo y la inflación entró en valores negativos.

Así, la forma en que se debe reaccionar a una inflación creciente depende de si es algo similar al incremento de 2007-2008 (es decir, algo temporal) o si bien es la clase de incremento inflacionario que parece estar quedando grabado en la economía y será difícil de invertir.

Y si uno ha prestado atención al período comprendido entre el otoño de 2010 y el verano de 2011, habrá visto algo que se parecía mucho, a grandes rasgos, a 2007-2008. Los precios del petróleo y otras materias primas subieron bastante en un período de unos seis meses, debido ante todo, de nuevo, a la demanda de China y otras economías emergentes; pero los indicadores de precios que excluían la alimentación y la energía subieron mucho menos y el crecimiento de los salarios no se aceleró lo más mínimo. En junio de 2011, Ben Bernanke declaró que «no hay datos que prueben que la inflación esté adoptando una base amplia o esté arraigando en nuestra economía; de hecho, los incrementos de precio de un único producto —la gasolina— explican el grueso del reciente aumento de la inflación de los precios al consumo», y a continuación predijo que la inflación se frenaría en los meses subsiguientes.

Desde la derecha, claro, muchas voces lo pusieron en la picota, reprochándole que se tomara la inflación a la ligera. En el bando republicano, prácticamente todos consideraron que el ascenso en los precios de las materias primas no era un factor temporal que estuviera distorsionando las cifras de la inflación general, sino la punta que asomaba de un inmenso iceberg inflacionario; y todo el que se permitía disentir podía esperar una respuesta virulenta. Pero Bernanke estaba en lo cierto: la subida de la inflación era de veras temporal y ya se ha desvanecido.

Solo que ¿podemos confiar en las cifras? Permítanme hacer una digresión más, que de la mano de la inflación nos llevará al mundo de las teorías de la conspiración.

Ante el hecho de que la inflación no se dispara, como se suponía que iba a hacer, los alarmistas tienen varias opciones. Pueden admitir que se han equivocado; pueden hacer caso omiso de los datos; o pueden afirmar que los datos mienten y que los federales están ocultando la cifra de la verdadera inflación. Son muy pocos, que yo haya sabido, los que han elegido la alternativa número uno; mi experiencia, en los últimos diez años de lidiar con expertos y entendidos varios, es que casi nadie admite haberse equivocado sobre nada. Muchos han elegido la segunda alternativa y sencillamente prescinden de sus erróneas predicciones pasadas. Pero un número importante ha buscado refugio en la tercera posibilidad y da crédito a las denuncias de que la Agencia de Estadística Laboral está «cocinando» los datos para esconder la inflación real. Estas denuncias gozaron del apoyo de figuras no poco prominentes cuando Niall Ferguson, el historiador y analista que ya he mencionado en el estudio de los déficits y su impacto, utilizó su columna de
Newsweek
para corroborar la afirmación de que la inflación, en realidad, asciende a cerca del 10 por 100.

¿Cómo podemos saber que esto no es así? Por ejemplo, bastaría con mirar qué hace en realidad la Agencia de Estadística Laboral —que es muy transparente— y comprobar que es razonable. También cabe observar que, si la inflación fuera en verdad del 10 por 100, el poder adquisitivo de los trabajadores se estaría desplomando, hipótesis que no encaja con lo que nos dice la observación; se ha estancado, sí, pero no se desploma. Una solución mejor aún, sin embargo, pasa simplemente por comparar las estadísticas de precios oficiales con los cálculos generados por entidades privadas independientes; muy especialmente, con el «proyecto de los mil millones de precios» del MIT, que basa sus cálculos en la venta por internet. Pues bien, estos cálculos privados, en lo esencial, cuadran con las cifras oficiales.

Por descontado, también podría ser que el MIT formara parte de la conspiración…

Al final, pues, todo ese alarmismo inflacionario ha sido sobre una amenaza inexistente. La inflación subyacente es baja y, como la economía se encuentra en depresión, es probable que sea aún más baja en los años próximos.

Y esto no es un aspecto positivo. Que la inflación esté bajando o, peor aún, que incluso entremos en deflación hará que sea mucho más difícil recuperarse de esta depresión. A lo que deberíamos aspirar es a lo contrario: a una inflación moderadamente más elevada, digamos, por ejemplo, una inflación subyacente de en torno al 4 por 100. (Esta es, dicho sea de paso, la cifra que predominó durante el segundo mandato de Ronald Reagan.)

EN DEFENSA DE UNA INFLACIÓN MÁS ALTA

En febrero de 2010, el Fondo Monetario Internacional publicó un documento escrito por Olivier Blanchard, su economista en jefe, y dos de sus compañeros, bajo un título en apariencia inocuo como el de «Replanteamiento de la política macroeconómica». El contenido del documento, sin embargo, no se parecía mucho a lo que uno esperaría oír del FMI. Era un análisis de conciencia, que ponía en duda los principios sobre los cuales el FMI —y casi todas las personas que habían ocupado posiciones de responsabilidad— habían basado su política durante los últimos veinte años. Lo más notable era que apuntaba que los bancos centrales —como la Reserva Federal o el Banco Central Europeo— quizá habían buscado una inflación demasiado baja; que quizá sería mejor aspirar a una tasa de inflación del 4 por 100, y no el 2 por 100 (o inferior) que se ha convertido en la norma de toda política «sensata».

Muchos quedamos sorprendidos; y no tanto porque Blanchard, un macroeconomista muy destacado, pueda pensar tales cosas, sino por el hecho de que se le permita decirlas. Blanchard fue compañero mío en el MIT, durante muchos años, y diría que su punto de vista sobre cómo funciona la economía no se diferencia mucho del mío. Sea como fuere, habla bien del FMI que permita que estas concepciones se expongan en público, aunque no hayan recibido exactamente la aprobación institucional.

Pero ¿por qué necesitamos una inflación más elevada? Como veremos en un minuto, en realidad hay tres razones por las cuales una inflación más alta nos ayudaría, en la situación en que nos encontramos. Pero antes de llegar ahí, preguntémonos por los costes de la inflación. ¿Cuán negativo sería que los precios subieran un 4 por 100 anual, en vez de un 2 por 100?

La respuesta, según la mayoría de los economistas que han intentado calcularlo, es que los costes serían poco importantes. Una inflación muy elevada puede causar costes económicos de calado, tanto porque invita a no utilizar el dinero —e impulsa a la gente a retroceder a una economía del trueque— como porque complica mucho la planificación. Nadie quiere minimizar los horrores de una situación similar a la de Weimar, cuando la gente usaba trozos de carbón como dinero y resultaba imposible tanto establecer contratos a largo plazo como dar cuentas responsable e informativamente.

Pero una inflación del 4 por 100 no produce ni la sombra de estos efectos. De nuevo, recuérdese que la tasa de inflación se movió en torno al 4 por 100 durante el segundo mandato de Reagan; y en aquel momento, nadie consideró que fuera un factor particularmente negativo.

En cambio, una tasa de inflación relativamente más elevada podría reportar tres beneficios.

El primero —y en este hacían hincapié Blanchard y sus compañeros— es que una tasa de inflación más alta podría aliviar las limitaciones impuestas por el hecho de que las tasas de interés no pueden bajar por debajo de cero. Irving Fisher —el mismo Irving Fisher que desarrolló el concepto de la deflación por deuda, clave para comprender la depresión en la que estamos— señaló hace ya mucho tiempo que la expectativa de una inflación más elevada, cuando el resto de circunstancias no cambian, hace que solicitar préstamos resulte más atractivo: si los prestatarios creen que podrán devolver sus préstamos en dólares que valdrán menos que los dólares que toman prestados hoy, se mostrarán más dispuestos a endeudarse y gastar sea cual sea la tasa de interés.

En tiempos normales, esta mayor predisposición a gastar se compensa con tasas de interés más altas: en teoría —y, en buena medida, también en la práctica— a una expectativa de inflación más alta se corresponden tasas paralelamente más altas. Pero en este preciso momento nos hallamos en una trampa de liquidez, en la que las tasas de interés, por decirlo así, «quieren» bajar por debajo del cero; pero no pueden hacerlo porque entonces la gente opta, sencillamente, por retener su dinero. En esta situación, que se espere una inflación más elevada no se traduciría, al menos en un principio, en tasas de interés más altas; de modo que, en la práctica, generaría más préstamos.

Por decirlo con palabras algo distintas (y del modo en que lo dijo el propio Blanchard), si antes de la crisis la inflación rondaba el 4 por 100, y no el 2 por 100, las tasas de interés a corto plazo se habrían movido en torno al 7 por 100, y no al 5 por 100; y la Reserva Federal, por lo tanto, habría tenido mucho más margen que cortar cuando estalló la crisis.

Ahora bien, esta no es la única razón por la que una inflación más elevada resultaría útil. Tenemos también el exceso de deuda pendiente: la demasía de endeudamiento privado que preparó el terreno para el momento de Minsky y la posterior recesión. La deflación —dijo Fisher— puede deprimir una economía al elevar el valor real de la deuda. A la inversa, entonces, la inflación podría ser de ayuda al reducir ese valor real. En el momento actual, los mercados parecen esperar que el nivel de precios en Estados Unidos sea, en 2017, cerca de un 8 por 100 superior a lo que es hoy en día. Si pudiéramos lograr una inflación 4 o 5 puntos porcentuales más elevada —de modo que los precios fueran un 25 por 100 superiores—, el valor .real del endeudamiento hipotecario sería sustancialmente menor al que tendrá si se cumplen las expectativas actuales; en consecuencia, la economía habría avanzado mucho más en el camino hacia la recuperación sostenida.

Y aún hay otro argumento más a favor de una inflación más alta, que no resulta de especial importancia para Estados Unidos, pero sí para Europa: los salarios están sujetos a una «rigidez nominal frente a la reducción», lo que es econojerga para el hecho —abrumadoramente constatado por la experiencia reciente— de que los trabajadores son muy reacios a aceptar recortes de salario explícitos. Quien diga: «¡Pues claro que son reacios!», está perdiendo de vista algo importante: los trabajadores son mucho más reacios a aceptar, digamos, que a final de mes les ingresen en su cuenta una cantidad un 5 por 100 inferior a la que recibían, que no a aceptar un ingreso inalterado cuyo poder adquisitivo, sin embargo, se ve erosionado por la inflación. No pretendo decir con esto que los trabajadores sean necios ni tercos, claro: cuando te piden que aceptes una rebaja en la paga, es muy difícil saber si tu jefe se está aprovechando de ti; y esta es una cuestión que no se plantea cuando hay un incremento del coste de la vida provocado por fuerzas que, a todas luces, escapan al control de tu jefe.

Esta rigidez nominal frente a la reducción —disculpen, a veces la jerga es útil para especificar un concepto en particular— es, probablemente, la razón de que Estados Unidos no haya vivido una deflación real, aun cuando la economía se encuentra deprimida. Hay trabajadores que aún están logrando aumentos de sueldo, por una variedad de razones; y son relativamente pocos los que están viendo reducciones reales de su salario. Por ello, el nivel general de los salarios aún sigue ascendiendo lentamente, pese al enorme desempleo; y esto, a su vez, contribuye a que los precios generales también sigan ascendiendo lentamente.

Esto no representa ningún problema para Estados Unidos. Al contrario, lo último que necesitamos, en este momento, es un descenso general de los salarios, que exacerbaría el problema de la deflación por deuda. Pero, como veremos en el próximo capítulo, supone una dificultad grave para algunas naciones europeas, que necesitan —como el aire que respiran— rebajar sus salarios en comparación con los que se pagan en Alemania. Es un problema terrible; pero un problema que resultaría considerablemente menos terrible si Europa tuviera una inflación del 3 o el 4 por 100, y no el 1 por 100 que los mercados esperan que predomine en los años venideros. Muy pronto volveré sobre esta cuestión.

Bien, el lector quizá se pregunte ahora por qué ansiar esa inflación más alta. Para responder a esto recordemos que la doctrina de la inflación «inmaculada» no tiene sentido: sin explosión económica, no hay inflación. Y ¿cómo podemos lograr ese auge?

Pues bien, para lograr ese objetivo necesitamos combinar un estímulo fiscal fuerte con políticas de apoyo tanto de la Reserva Federal como de las entidades similares de otros países. Llegaremos a este punto más adelante.

Ahora resumamos dónde nos encontramos. Durante los últimos años, hemos estado sometidos a una serie de avertencias alarmistas sobre el peligro de la inflación. Sin embargo, para los que entendían la naturaleza de la depresión en que nos hallamos, estaba claro que estas alertas eran del todo erróneas; y, desde luego, el supuesto estallido inflacionario sigue sin llegar. La realidad es que la inflación, de hecho, es demasiado baja; y en Europa, adonde vamos acto seguido, esto forma parte de una situación extremadamente dificultosa.

Eurodämmerung
: el crepúsculo del euro

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