¿Acaso no matan a los caballos?

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Authors: Horace McCoy

Tags: #Drama

 

Ganar un maratón de baile parece una forma fácil de obtener dinero rápido en la Gran Depresión de los años treinta. Personas sin recursos económicos, jóvenes desocupados o actores que esperan una oportunidad en Hollywood, prueban fortuna con la misma meta: vencer o morir extenuados.

Novela de culto para los existencialistas franceses, fue ignorada por la crítica estadounidense hasta mucho después de la estupenda versión cinematográfica que rodó Sidney Pollack con el título de
Danzad, danzad, malditos
.

Horace McCoy

¿Acaso no matan a los caballos?

ePUB v1.0

evilZnake
20.03.12

Título original:
They Shoot Horses, Don’t They?

© Horace McCoy, 1935

Traducción: Josep Rovira Sánchez

ISBN: 84-96246-89-2

Versión digital: vampy815

El preso se pondrá en pie

Me puse en pie. Por un instante vi nuevamente a Gloria sentada en aquel banco del muelle. El proyectil le había penetrado por un lado de la cabeza; ni siquiera manaba sangre de la herida. El fogonazo de la pistola iluminaba todavía su rostro. Todo fue de lo más sencillo. Estaba relajada, completamente tranquila. El impacto del proyectil hizo que su cara se ladeara hacia el otro lado; no la veía bien de perfil pero podía apreciar lo suficiente para saber que sonreía. El fiscal se equivocó cuando dijo al jurado que había muerto sufriendo, desvalida, sin amigos, sola salvo por la compañía de su brutal asesino en medio de la noche oscura a orillas del Pacífico. Estaba muy equivocado. No sufrió. Estaba completamente relajada y tranquila y sonreía. Era la primera vez que la veía sonreír. ¿Cómo podía decir pues el fiscal que sufrió? Y no es verdad que careciera de amigos.

Yo era su mejor amigo. Era su único amigo. Por tanto, ¿qué era eso de que no tenía amigos?

... ¿Existe alguna causa legal que impida dictar sentencia?

¿Qué podía yo decir?... Todos los asistentes sabían que yo la había matado; la única persona que habría podido ayudarme también estaba muerta. Por tanto, allí estaba yo en pie, mirando al juez y negando con la cabeza. No tenía nada que alegar.

—Pida clemencia al tribunal —dijo Epstein, el abogado que designaron para defenderme.

—¿Qué decían? —inquirió el juez.

—Su Señoría —dijo Epstein—, pedimos clemencia al tribunal. Este joven admite haber matado a la chica, pero únicamente para hacerle un favor.

El juez golpeó la mesa con el martillo, mirándome fijamente.

Al no haber causa legal alguna que impida dictar sentencia...

Fue curiosa la forma en que conocí a Gloria. También ella intentaba entrar en el mundo del cine, pero esto no lo supe hasta más tarde. Salía un día de los estudios de la Paramount, calle Melrose abajo, cuando oí que alguien gritaba, «¡Eh! ¡Eh!», me volví y allí estaba ella, que venía corriendo y haciendo señas con la mano. Me paré, devolviéndole el saludo. Cuando llegó a mi altura, jadeando y dando muestras de nerviosismo, me di cuenta de que no la conocía.

—Maldito autobús —dijo.

Miré alrededor y vi que a una manzana de distancia corría el autobús calle abajo, hacia Western.

—¡Vaya! —murmuré—, pensé que me hada señas a mí...

—Y ¿por qué iba a hacerle señas? —preguntó.

Me reí.

—No sé —dije—, ¿vamos en la misma dirección?

—Será mejor que vaya andando a Western —dijo, y emprendimos juntos la marcha hacia allí.

Y así fue como comenzó todo; y ahora me parece muy extraño. No acabo de comprenderlo. He reflexionado sobre ello una y otra vez y aún sigo sin entenderlo. No fue un asesinato. Quise ayudar a una persona y sólo he conseguido condenarme. «Me matarán. Sé perfectamente lo que dirá el juez. En su mirada adivino que estará satisfecho al decirlo y, por los comentarios de las personas que están detrás de mí, sé que también estarán satisfechas de oírlo decir».

Volvamos a la mañana en que conocí a Gloria. No me encontraba demasiado bien, pero había acudido a la Paramount porque Von Sternberg estaba rodando un film sobre Rusia, y se me ocurrió que tal vez encontraría trabajo. Siempre pensé que sería magnífico poder trabajar con Von Sternberg o bien con Mamoulian o Bleslawsky, beneficiarme de la experiencia de verles dirigir, aprender montaje, ritmo, ángulos... por eso acudí a la Paramount.

No pude entrar, así que merodeé por allí hasta el mediodía, hasta que uno de los ayudantes salió para almorzar. Le paré para preguntarle qué probabilidades tenía de poder contribuir a crear la atmósfera de su película.

—Ninguna —me dijo, cuidando de precisar que Von Sternberg era muy meticuloso respecto a los papeles secundarios.

Pensé que era muy desconsiderado por su parte, pero también sabía lo que estaba pensando: que mi ropa no estaba en muy buen estado.

—¿No se trata de un film costumbrista? —pregunté.

—Todos los extras proceden de la Central —dijo, dejándome con la palabra en la boca.

No iba a ningún sitio en particular; me imaginaba en un Rolls-Royce, mientras la gente me señalaba con el dedo como el director más genial del mundo, cuando oí a Gloria gritar. ¿Se dan cuenta de cómo se presentan los acontecimientos?

Así que anduvimos Melrose abajo, hacia Western, mientras íbamos entablando amistad; y cuando llegamos a Western sabía que ella era Gloria Beatty, una extra que tampoco se desenvolvía con mucho éxito, y ella conocía también algo de mi persona. Me cayó muy bien...

Compartía una pequeña habitación con otras personas cerca de Beverly y yo residía a escasamente unas pocas manzanas de casas de allí, por lo que no es ex traño que volviera a encontrármela aquella misma noche. Esta primera velada fue el origen de todo lo siguió, e incluso ahora, después de todo, no decir que lamente haberla visto otra vez. Guardaba siete dólares que había reunido despachando bebidas en un bar (sustituyendo a un amigo; el pobre se había enredado con una chica y se la había llevado a Santa Bárbara para una operación), y le pregunté qué prefería, si ir al cine o sentarse en el parque.

—¿Qué parque? —preguntó.

—Uno que hay cerca de aquí —dije yo.

—De acuerdo —dijo—. De todos modos estoy harta de tanta película mala. Si no soy mejor actriz que la mayoría de estas mujeres, que me cuelguen ahora mismo. Sentémonos a despotricar contra toda esta cuadrilla del cine...

Me complació que prefiriera ir al parque, un sitio muy acogedor, un buen lugar para descansar. Era un jardín muy pequeño, apenas la superficie de una manzana de casas, pero era muy oscuro y tranquilo y lleno de abundante vegetación. Estaba repleto de palmeras en pleno desarrollo, de dieciséis y dieciocho metros de altura, con un extravagante penacho en la copa. Una vez adentrado en el parque, uno tenía la sensación de seguridad. Imaginaba a menudo que el parque estaba rodeado de centinelas con grotescos cascos: mis centinelas privados, que montaban la guardia velando por mi seguridad en mi isla privada...

El parque era un sitio inmejorable para sentarse. Por entre las palmeras podían verse numerosos edificios, las siluetas macizas y cuadradas de las casas de apartamentos, con sus letreros luminosos de color púrpura en los tejados, que tenían todo el firmamento por arriba y a todos los transeúntes que circulaban por abajo. Pero si uno quiere aislarse de estas cosas, sólo hay que sentarse y mirarlas con fijeza... y comienzan entonces a distanciarse. De este modo podemos alejarlas de nuestro espíritu tanto como queremos...

—Nunca me había fijado en este lugar —dijo Gloria.

—... Me gusta el paraje —dije, mientras me sacaba la chaqueta y la extendía sobre la hierba para que se sentara encima—. Vengo aquí dos o tres veces a la semana.

—Siéntate tú también —dijo ella al hacerlo.

—¿Llevas mucho tiempo en Hollywood? —pregunté.

—Cerca de un año. He intervenido ya en cuatro films. Y habrían sido muchos más si hubiera podido inscribirme en la Central.

—Tampoco yo he podido —dije.

A menos que uno estuviera inscrito en la Oficina Central de Repartos no había muchas oportunidades. Los grandes estudios llamaban a la Central pidiéndoles cuatro suecos o seis griegos o dos campesinos bohemios o seis grandes duques, y la Central se encargaba de mandárselos. Imaginaba por qué Gloria no consiguió que la inscribieran en la Central. Era demasiado rubia y demasiado menuda y parecía además demasiado mayor. Bien ataviada podría resultar atractiva, pero ni aun así me habría parecido hermosa.

—¿No has encontrado a nadie que pueda ayudarte? —pregunté.

—En esta profesión ¿cómo puede uno saber quién puede ayudarle? —dijo—. Un día eres electricista y al siguiente productor. La única manera de llamar la atención de los peces gordos sería saltar al pescante de su automóvil. De todos modos, tal vez me iría mejor como actor que como actriz. Creo que no he escogido el sexo apropiado para...

—Y ¿cómo es que aterrizaste en Hollywood? —inquirí.

—¡Oh!, qué sé yo —dijo al instante—. Por mal que fueran las cosas no podían ir peor que en casa.

Le pregunté de dónde venía.

—De Texas —dijo—. Del oeste de Texas. ¿Has estado alguna vez por allí?

—No —dije—, vengo de Arkansas.

—Pues verás, el oeste de Texas es un lugar horrible —dijo—. Vivía allí con mi tío y mi tía. Él era guardafrenos en una compañía de ferrocarriles. Le veía tan sólo una vez o dos a la semana, gracias a Dios...

Se calló y permaneció en silencio unos breves instantes, contemplando el resplandor rojizo que coronaba las casas de apartamentos.

—Por lo menos —insinué—, tenías un hogar...

—Si a eso puede llamarse hogar... —dijo—. Yo le llamaba otro nombre. Cuando mi tío estaba en casa no cesaba de acosarme, y cuando estaba de servicio, mi tía y yo discutíamos constantemente. Temía que hablara mal de ella...

«Vaya par de alhajas», me dije.

—Y finalmente me largué a Dallas —dijo ella—. ¿Lo conoces?

—No conozco ningún lugar de Texas —dije.

—No te pierdes gran cosa. No pude encontrar trabajo y decidí robar alguna cosa en unos grandes almacenes para que la policía me detuviera.

—No está mal la idea —dije.

—Fue una idea estupenda, sólo que no prosperó. Me pasé toda una noche encerrada, pero debí de inspirar lástima a los agentes, porque me soltaron a la mañana siguiente. Para no morirme de hambre me fui con un sirio que vendía bocadillos de salchichas en una esquina cercana al Ayuntamiento. Mascaba tabaco a todas horas. Nunca dejaba de hacerlo... ¿Te has acostado alguna vez con alguien que mastica tabaco?

—No, si mal no recuerdo.

—Esto lo habría consentido, pero cuando me obligó a tener tratos con los clientes sobre la mesa de la cocina, me escapé. Un par de noches después ingerí un veneno.

«Jesús», pensé.

—Pero no tomé bastante —dijo—. Solamente conseguí enfermar. ¡Qué asco! Aún recuerdo el sabor de la pócima. Permanecí en el hospital una semana. Y allí se me ocurrió venir a Hollywood.

—Y ¿cómo fue eso?

—Leyendo revistas de cine. Cuando me dieron de alta, comencé a viajar haciendo autoestop. ¿No es gracioso?

—Sí, sí, graciosísimo —intenté reírme sin mucho éxito—. ¿No tienes más parientes?

—No. A mi padre le mataron en la guerra. Me gustaría morirme en la guerra.

—¿Y por qué no dejas lo de las películas? —pregunté.

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