Acorralado (35 page)

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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

—Tonterías —contesté—. Los golems no son más que hechizos cabalísticos… —Me quedé callado, al darme cuenta de que yo podía tener, literalmente, el toque mágico que necesitaban. Con mucho trabajo, podía deshacer la roca en los elementos que la componían, pero eso requería un tiempo con el que no contaba y una energía que no quería gastar. Disponía de una solución mucho más sencilla, gracias al rabino Yosef—. Oye, quiero intentar una cosa. Escoge a uno de los dos y carga contra él. Basta con que trepes hasta su cara o algo así, para que no me mire a mí. Yo lo remataré.

—¿Cuánto tiempo necesitas?

Leif frunció el ceño. Nos acercábamos muy rápido al extremo oriental del edificio y en poco tiempo tendríamos que volvernos y enfrentarnos a los golems de todos modos.

—Un segundo o dos, nada más —le expliqué, con el estruendo de los dos monstruos a nuestra espalda—. No dejes que te coja. Si justo después puedes hacer lo mismo con el otro, mejor que mejor.

—Vale. Allá voy.

Giró sobre un pie y pegó un salto hacia el golem que estaba más cerca, al tiempo que lanzaba uno de esos gritos roncos y sibilantes de los vampiros con los que anuncian a sus víctimas que no son más que un batido andante. Puso un pie con gran habilidad en la rodilla del golem y pegó otro salto hasta la cabeza. Le clavó el codo en la nariz y consiguió desprender unas cuantas piedrecillas, antes de impulsarse con el brazo por encima de la cabeza. Leif se quedó colgando con una sola mano del cráneo de piedra volcánica, llena de agujeros, hasta que el golem empezó a sacudirlo con los brazos. Eso también distrajo al segundo golem, que se desvió para intentar golpear a Leif, que colgaba de la espalda de su hermano. Aquélla era mi oportunidad. Me lancé hacia delante y apoyé la palma de la mano sobre el muslo del primer golem. Un momento después, dejó de revolverse y sus ojos se apagaron. El hechizo cabalístico se había desactivado al entrar en contacto con los conjuros unidos a mi aura. El monstruo cayó pesadamente hacia atrás, justo cuando Leif se separaba de él de un salto. El segundo golem seguía concentrado en Leif así que sólo tuve que ir corriendo detrás de él y repetir el proceso. Con sólo tocarlo un momento en la corva de piedra, fue suficiente para que cesara de moverse y se desplomara encima de su hermano.

—Por Hécate, ¿cómo has hecho eso? —quiso saber Leif—. Creía que íbamos a estar esquivándolos todo el tiempo.

—Pregúntate mejor cómo consiguieron crearlos las
Hexen
. No son cabalistas. De hecho, durante la guerra los mataban. Oh. Ésa es la respuesta. Robaban los hechizos de sus víctimas.

—Me lo cuentas luego —dijo Leif—. El tiempo corre.

—Vale. ¿Crees que podrías lanzar la cabeza de un golem a través del techo y abrir un agujero para que podamos subir al segundo piso? No me apetece volver ahí —hice un gesto hacia el lado occidental del edificio— y ascender por una escalera llena de trampas.

—A mí tampoco. Déjame ver cuánto pesan.

Yo podía tener tanta fuerza como Leif, si estaba en contacto con la tierra. Una vez lo habíamos comprobado, echando un pulso en un parque. Pero en ese momento tenía que ser él quien jugase a ser un Hércules, pues yo andaba escaso de magia. Levantó la cabeza del segundo golem, que debía de pesar su buena media tonelada, o más, y la sopesó en una mano. Parecía que le costaba tanto esfuerzo como a un malabarista manejar una uva.

—¿Y si la tiro en oblicuo y después lanzamos una granada?

—Un plan excelente —convine, sacando una granada—, pero luego también tendrás que impulsarme a mí por el hueco. Los druidas no saben saltar.

Sin decir nada más, Leif tiró la roca contra el techo. Se sintió un temblor tremendo, chirriaron las piezas retorcidas de acero y la piedra por poco atraviesa también el tercer piso. Me alegré de que no fuera así, porque no me seducía nada la idea de que las
Hexen
empezaran a dispararnos al azar.

Arranqué la anilla y arrojé la granada por el agujero, en dirección al hueco del ascensor y de la escalera, hacia el oeste, donde suponía que se concentraría la defensa de esa planta. En una zona tan abierta, la granada podía provocar daños enormes.

Por desgracia, con la explosión sólo murió una de las criaturas que nos estaban esperando. Leif me lanzó por el hueco, con la espada desenvainada, y al aterrizar de forma poco elegante me encontré con siete carneros demoníacos ensangrentados y furiosos, que venían de la escalera. Tenían cabeza de cabra, cuernos retorcidos y pezuñas hendidas, su torso y sus brazos eran como los de los espartanos de
300
y ni un millón de botes de Visine les quitaría el rojo de los ojos. Iban armados con lanzas, pero me fijé en que también llevaban unos cuchillos largos colgados en el costado derecho. No tenían disciplina; deberían haberme atacado en formación de cuña. El fuego frío estaba descartado, pues ninguno de nosotros estaba en contacto con la tierra. Tendría que despacharlos según el método tradicional.

A la vez que me lanzaba contra ellos, los conté rápidamente y me salieron ocho —siete, más uno que se estaba convirtiendo en un líquido asqueroso en el hueco de la escalera—; y habían sido ocho demonios, según nuestro primer cálculo, los que habían fecundado a
die Töchter des dritten Hauses
.

—¡Vamos, cabrones con cuernos! —grité, al tiempo que apartaba la punta de la espada del primero y después le clavaba la espada en la garganta.

Sus ojos a punto de salírsele parecían querer decir que no le parecía justo. Él había creído que atacaba a un hombre desarmado. Me fui hacia la izquierda dando saltitos, para obligarles a volverse y frenarlos. Los dos siguientes hicieron aparecer en su mano una bola de fuego del infierno con mucho escándalo y me las arrojaron a la vez que intentaban girar hacia mí.

Me abalancé directamente sobre ellos, sin prestar atención a las llamas de las que me protegía mi amuleto, y decapité a ambos con un solo movimiento. Fue entonces cuando los demás se dieron cuenta de que iba armado y se acercaron más despacio, con movimientos más cautelosos y tratando de rodearme, mientras yo retrocedía para esquivar las puntas de sus lanzas. Leif saltó por el agujero y aterrizó detrás de ellos. Dos más derribados. Cada uno de los dos que quedaban fue a por uno de nosotros. Uno de ellos me tiró la lanza al cargar contra mí. Me agaché para esquivarla y un momento después ya lo tenía sobre mí, con el cuchillo largo dispuesto. Ambos nos aferramos al brazo con el que nuestro enemigo manejaba la espada, al mismo tiempo que me derribaba. Rodamos por el suelo, ambos intentando ganar un poco de ventaja.

Sentía en la cara su aliento caliente —abrasador, de hecho— y aquellos músculos prominentes no eran ilusiones ópticas. Necesitaba absorber un poco de la fuerza del amuleto del oso si quería mantenerlo controlado.

—¡Tú mataste a mi padre! —exclamó con una voz atronadora de bajo profundo—. ¡Prepárate para morir!

—¿Íñigo Montoya? ¿Eres tú? —Por un momento, no tenía ni idea de a quién se estaba refiriendo, hasta que me di cuenta de que debía de estar hablando del carnero grande que se había escapado en la batalla de la Cabaña de Tony—. Ah, ya sé de quién me hablas —dije, mientras forcejeábamos—. Oye, que yo no lo maté. Fue Flidais, lo juro. La encontrarás en Tír na nÓg, o le puedo mandar un mensaje si quieres. ¿No?

Moralltach le cortó de un tajo la columna vertebral antes de que pudiera responderme, y cayó inerte sobre mí.

—Uf. Gracias —le dije a Leif, cuando me quitó el cadáver de una patada.

El demonio ya había empezado a reblandecerse y a deshacerse en una especie de lodo. Leif también se había encargado de que el otro carnero volviera al infierno.

—Venga, levanta —contestó mi abogado, impaciente—. Recuerda, el tiempo.

—Yo creo que ha dejado de correr. Me parece que estos tipos eran los demonios que se necesitaban para el ritual. Mira esa pared de ahí. —Señalé unas runas que brillaban con luz tenue, alrededor del hueco de la escalera—. Y fíjate en esas marcas en el suelo. Estos carneros estaban ligados a este lugar y, a juzgar por la cantidad de basura que se ve, llevaban aquí un tiempo.

—En el piso de arriba podría haber más —señaló Leif.

—Tienes razón. Más vale prevenir que curar.

—¿Cuántas granadas te quedan?

—Tres.

—Muy bien. Seguiremos el mismo procedimiento que antes —dijo Leif. Envainó a Moralltach y fue hasta donde había caído la cabeza del golem, que estaba hundiendo el suelo de forma peligrosa—, pero esta vez no te guardes nada.

Ya estaba a punto de lanzarla desde donde estaba, cerca del centro del edificio, pero le sugerí que tal vez fuera mejor que volviéramos un poco hacia el este y siguiésemos desde allí.

—Yo tiro todas las granadas hacia los ascensores y las escaleras, para despejar la parte del medio y, cuando subamos, primero nos aseguramos de que queden limpias las esquinas del fondo, para que no puedan atacarnos por la espalda. Si son listas, estarán apostadas en algún sitio por las esquinas.

—Por mí, guay —contestó el vampiro con gran formalidad, lanzando arriba y abajo la roca de media tonelada, como si fuera una pelota de tenis, mientras iba hacia el otro extremo del edificio caminando a mi lado.

—¿Ahora intentas ser molón, Leif, ahora? ¿En serio?

—Soy la hostia, tío, a tope.

—No. No me malinterpretes, lo que quiero decir es que estás haciendo un esfuerzo enorme, pero todavía tienes que pulir algunos detalles. Y tu tono de voz es tan formal, siempre parece que estás elogiando los postres de la cena del duque. Nadie se tragaría nunca que eres un tío de barrio. Pero ya nos ocuparemos de eso más tarde. Ahora mismo ahí arriba hay unas brujas que están esperando su merecido.

—¡Que las joroben! —chilló el vampiro, agitando el puño. Pronunció cada sílaba con mucha claridad y proyectó la voz desde el diafragma, como si fuera un cantante de ópera profesional.

—Es «que las jodan», no «que las joroben»; pero sí, Leif, vamos allá, ¡abajo con ellas!

Leif se detuvo y arrugó la frente.

—¿No querrás decir «arriba con ellas»?

—No. Mira, si dices que arriba con algo, estás animando; pero si dices que abajo con algo, quieres acabar con ello.

—Aaaah. Pensaba que lo decías en un sentido literal.

—Discúlpame, por favor. Vamos arriba con ellas de forma literal, para que se cumpla un abajo con ellas figurado.

Leif tiró la roca hacia arriba. La lanzó con tanta fuerza que traspasó el tercer piso y, además, salió disparada por el tejado. No sé dónde cayó. Yo tiré las tres granadas a continuación, una a la izquierda, otra el centro y otra a la derecha y esperé a que explotaran. En cuanto lo hicieron —y esa vez oímos gritos y el ruido de más cristales haciéndose añicos—, Leif me impulsó a través del agujero y aterricé en el piso superior mirando hacia la esquina nordeste.

Allí me esperaba una bruja, como habíamos imaginado, y además resultó ser la castaña que había matado a Perry, a la que yo le había roto la nariz en casa de la viuda. Nada de intentar atacarme con un hechizo: me apuntaba con una pistola y empezó a dispararme sin más ceremonias, mostrando los dientes en una mueca cruel. Me tiré al suelo y encogí las piernas, mientras me protegía la cabeza con los brazos, y dejé que el chaleco antibalas se llevara todos los impactos. Pero el silbido de una bala a la izquierda de mi cabeza y el intenso escozor me anunciaron que me había hecho una herida superficial. Sentí la sangre caliente que me bajaba por el cuello y unos golpes fuertes en la espalda, y entonces una bala me atravesó el muslo izquierdo, antes de que la bruja tuviera que recargar siquiera. Bloqueé el dolor de la pierna y empecé a cerrar la herida con un poco del poder que tenía almacenado, aunque tuve que soportar el pinchazo punzante de la espalda y el escozor de la cabeza, mientras me ponía de pie. Levanté una mano para palpar la herida y me di cuenta con angustia de que me había arrancado la oreja izquierda. Con el subidón de adrenalina, no me había dado cuenta de la gravedad de la herida.

—¡Maldita seas, por los dioses, mira lo que has hecho! —grité. Ella se peleaba con el segundo cargador y yo me abalancé, con Fragarach desenvainada—. Si quiero que me crezca de nuevo, ¡tengo que soportar el sexo más terrorífico que uno pueda imaginarse! ¡Agh!

La bruja trataba de recargar la pistola, desesperada, pero aquel irlandés chiflado que se abalanzaba sobre ella con la espada cubierta de sangre negra de demonio ejercía una influencia negativa en su capacidad motriz. Con tan pocos miramientos como ella se había molestado en tener conmigo, le hundí Fragarach en el vientre hasta que asomó por el otro lado y raspé con la punta la pared de cristal. Se le cayeron de las manos la pistola y la munición, y de entre los labios se le escapó un suspiro profundo y suave. Giré la espada y se oyó un grito borboteante que me dejó mucho más satisfecho. Yo no soy de los que van anunciando «¡Esto es por esto y lo otro!» cuando doy su merecido castigo al enemigo, pero en ese caso tuve una tentación muy fuerte de decir algo. Sin embargo, ¿para qué molestarse? Ella sabía lo que había hecho. Envejeció ante mis ojos, al tiempo que le abandonaba la vida y su fachada superficial se deshacía. Tiré de Fragarach y le corté la cabeza, para asegurarme de que no volvía a ponerse en pie.

A mi derecha, Leif ya había subido y andaba peleando con alguien en la esquina más suroriental. Ojalá siguieran sin saber lo que era e intentaran atacarlo con el hechizo necrótico. Quizá, antes de que se las quitara de delante de un tajo, tuvieran tiempo de darse cuenta de que no se puede detener el corazón de un hombre que ya está muerto.

Todavía no había venido nada a atacarnos desde donde habían explotado las granadas, pero me di la vuelta para cerciorarme y descubrí que había un montón de polvo flotando y cascotes, así que era imposible adivinar lo que nos esperaba al otro lado. Me llamaron la atención unos destellos de color violeta provenientes de la calle. Bogumila estaba enfrascada en una batalla mágica contra un hombre de barba tupida que iba vestido según las normas hasídicas. Las luces salían de ella; tenía la mano derecha levantada por encima de la cabeza y alrededor se arremolinaba un toroide de color morado y lavanda que formaban un cono que la protegía.

La luz iluminó la cara del hombre: era el rabino Yosef Bialik, sin duda. Por fin había dado con una bruja. El problema era que estaba luchando contra la que no era. Su definición tan radical de lo que era blanco y lo que era negro le hacía atacar a amigos y enemigos, indiscriminadamente.

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