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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (20 page)

Puso la vela a los pies de la cama, detrás de Paola.

—Creo que vale más que no mires, cielo —dijo a Chiara. Para impedirlo, él se sentó en el borde de la cama, de espaldas a Paola, y destapó el pie.

Cuando él le tocó el dedo, la niña, instintivamente, lo retiró doblando la rodilla, pero enseguida, con la boca pegada al hombro de su madre, dijo:

—Lo siento —y volvió a dejar el pie inerte. Él lo asió con la mano izquierda y retiró la bolsa de hielo. Tuvo que cambiar de postura, procurando no volcar la vela, hasta quedar de cara a ellas dos. Tomó el pie y sujetó firmemente el talón entre las rodillas.

—Todo va bien, cielo. Será un momento —dijo tomando la vela con una mano y sosteniendo un extremo del clip con la otra. Cuando el calor le abrasó las yemas de los dedos, soltó el clip derramando la cera en la colcha. Madre e hija hicieron una mueca de dolor por lo brusco del movimiento.

—Un momento, un momento —dijo él, y volvió a la cocina mascullando entre dientes. Sacó unas tenazas del cajón de abajo y volvió al dormitorio. Cuando hubo encendido la vela otra vez y todo volvía a estar como antes, asiendo un extremo del clip con las tenazas, sostuvo el otro extremo en la llama hasta que se puso al rojo. Entonces, rápidamente, para no pensar en lo que hacía, aplicó la punta candente al centro de la uña que empezó a humear. Le sostenía el tobillo con la mano izquierda, para impedir que retirara el pie.

De pronto, el hierro dejó de encontrar resistencia y una sangre oscura brotó del dedo y le corrió por la mano. Entonces sacó el clip y, actuando más por instinto que por lo que pudiera recordar, apretó el dedo para que sangrara por el agujero de la uña.

Durante la operación, Chiara había estado abrazada a Paola, que había mantenido los ojos apartados de lo que hacía Brunetti. Pero al levantar la cabeza vio que Chiara lo miraba por encima del hombro de su madre y luego se miraba el pie.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—Sí —contestó él—. ¿Cómo va?

—Mejor, papá. Ya no me aprieta ni me da latigazos. —Pasó revista al instrumental: vela, tenazas, clip sujetapapeles—. ¿Y eso es todo lo que hay que hacer? —preguntó con verdadera curiosidad, olvidando las lágrimas.

—Eso es todo —respondió él dando un apretón al tobillo.

—¿Crees que yo sabría hacerlo?

—¿Te refieres a ti misma o a otra persona? —preguntó él.

—Las dos cosas.

—No veo por qué no.

Paola, a la que Chiara, fascinada por este descubrimiento científico, parecía haber olvidado, soltó a su hija que ya había dejado de sufrir, y recogió de la cama la bolsa de hielo y la toalla. Se levantó, miró un momento a la pareja como el que estudia una forma de vida alienígena y se fue a la cocina.

17

A la mañana siguiente, el pie de Chiara había mejorado lo suficiente como para permitirle ir a la escuela, aunque decidió ponerse tres pares de calcetines de lana y las botas altas de goma, no sólo porque seguía lloviendo y persistía la amenaza de
acqua alta
sino porque las botas eran anchas y no le oprimían el dedo lastimado. Cuando él estuvo vestido y dispuesto para ir a trabajar, ella ya se había marchado, pero él encontró en su sitio de la mesa de la cocina una hoja de papel con un gran corazón rojo dibujado y, debajo, en la pulcra letra de imprenta de su hija: «
Grazie, Papà
.» Él dobló cuidadosamente el dibujo y lo guardó en el billetero.

Brunetti no se había preocupado de llamar por teléfono para avisar a Flavia y Brett de su visita —daba por descontado que las dos estaban en casa—, aunque cuando tocó el timbre ya eran casi las diez, una hora bastante decente para presentarse en una casa a hablar de asesinatos.

Dijo a la voz del interfono quién era y empujó la pesada puerta cuando el interruptor accionó la cerradura desde arriba. Dejó el paraguas apoyado en un rincón, se sacudió casi a la manera de un perro y empezó a subir escalones.

Hoy la que había abierto la puerta era Brett, que sonrió al verlo y él observó que su blanca sonrisa volvía a ser la de antes.

—¿Dónde está la
signora
Petrelli? —preguntó mientras la seguía a la sala.

—Flavia no suele estar presentable antes de las once. Y, antes de las diez, no está ni siquiera humana. —Él vio también que la mujer se movía con más soltura, sin tomar tantas precauciones por temor a que un movimiento o gesto enteramente natural despertara el dolor.

Brett indicó un sillón y ocupó su lugar en el sofá; la poca luz que entraba en la habitación venía de las ventanas situadas detrás de ella y su cara quedaba en sombra. Cuando estuvieron sentados, él sacó del bolsillo el papel con las anotaciones que había hecho el día antes, a pesar de que no necesitaba recordatorio alguno de lo que deseaba averiguar.

—Hábleme de las piezas que vio en China, las que cree que son falsas —dijo sin preámbulos.

—¿Qué quiere saber?

—Todo.

—Eso es mucho.

—Necesito saberlo todo de las piezas que cree que fueron robadas. Y también cómo pudo hacerse.

Ella empezó a responder inmediatamente:

—De cuatro estoy segura, la otra es auténtica. —Aquí su expresión cambió y lo miró confusa—: De cómo se hizo no tengo ni idea.

Ahora fue él el desconcertado.

—Pues ayer alguien me dijo que en un libro que ha escrito le dedica todo un capítulo.

—Oh —hizo ella con un alivio audible—, se refería a eso, a cómo se hicieron. Creí que preguntaba cómo las robaron. De eso no tengo ni idea, pero puedo decirle cómo se fabrican las piezas falsas.

Brunetti no quería aludir a la implicación de Matsuko, por lo menos, por el momento, y se limitó a preguntar:

—¿Cómo?

—Es un proceso bastante simple. —Su voz cambió, adquiriendo el tono firme y rápido del especialista—. ¿Sabe algo de alfarería o cerámica?

—Muy poco —reconoció él.

—Las piezas robadas eran todas del siglo II antes de Cristo —empezó a explicar, pero él la interrumpió:

—¿Hace más de dos mil años?

—Sí. Ya entonces los chinos tenían una cerámica muy bella y unos métodos de fabricación muy sofisticados. Pero las piezas que faltan son muy simples, por lo menos, lo eran entonces, cuando se fabricaron. No están vidriadas y suelen tener figuras de animales pintadas a mano. Colores primarios: rojo y blanco, a menudo, sobre fondo negro. —Se levantó y fue a la librería. Estuvo un rato de pie delante del mueble, moviendo la cabeza rítmicamente al leer los títulos. Finalmente, extrajo un libro de un estante situado frente a ella y lo llevó hacia donde estaba Brunetti. Lo abrió por el índice, buscó la página y pasó el libro abierto a Brunetti.

Él vio la foto de una vasija en forma de calabaza, tapada, sin referencia de escala. La decoración estaba dividida en tres franjas horizontales: el cuello y la tapadera, una ancha zona central y una tercera franja que llegaba hasta la base. En la zona central, sobre la parte más ancha de la pieza, se veía la figura de un animal con la boca abierta que tanto podía ser un lobo estilizado como un zorro o incluso, un perro, de color blanco, con el cuerpo erguido y la cabeza vuelta hacia la izquierda, las patas traseras abiertas y las delanteras extendidas a cada lado. La sensación de movimiento creada por la figura se reflejaba en una serie de curvas geométricas y espirales que se repetían a lo largo de la parte frontal de la vasija y, presumiblemente, de su parte posterior no retratada. El borde estaba picado y desportillado, pero la imagen central se hallaba intacta y era muy bella. El epígrafe sólo indicaba que pertenecía a la dinastía Han, lo que a Brunetti no le decía nada.

—¿Son cosas como ésta las que encuentran en Xian? —preguntó.

—Esta pieza procede del oeste de China, pero no de Xian. Es una pieza singular. Dudo que en Xian encontremos algo parecido.

—¿Por qué?

—Porque han pasado dos mil años. —Parecía creer que ésta era suficiente explicación.

—Dígame cómo la copiaría usted —dijo él, sin apartar la mirada de la foto.

—En primer lugar, necesitaríamos a un buen ceramista, una persona que hubiera tenido ocasión y tiempo de estudiar las piezas originales, que las hubiera visto de cerca, que hubiera trabajado con ellas, quizá que hubiera colaborado en una excavación o en una exposición. Eso le habría permitido ver los fragmentos originales y conocer el espesor de las distintas piezas. Luego, un buen pintor, alguien que pudiera copiar un estilo, captar la intención, y reproducir el dibujo con exactitud, a fin de que la pieza pareciera la misma que había estado expuesta.

—¿Sería difícil conseguir eso?

—Muy difícil. Pero hay hombres y mujeres que se preparan muy bien para eso y lo hacen magníficamente.

Brunetti puso el dedo justo encima de la figura central.

—El dibujo parece desgastado, realmente viejo. ¿Cómo imitan eso?

—Es relativamente fácil. Entierran las piezas. Hay quienes incluso las sumergen en aguas negras. —Al ver la instintiva mueca de repugnancia de Brunetti, explicó—: Eso corroe la pintura, que así envejece antes. Luego hacen saltar pequeños fragmentos, generalmente, del borde o de la base. —Ella señaló una pequeña muesca que se veía en el borde del vaso de la foto, justamente debajo de la tapadera cilíndrica, y otra de la base, donde ésta descansaba en la superficie de la mesa.

—¿Es muy difícil? —preguntó Brunetti.

—Hacer una pieza que engañe al profano no es difícil, pero sí lo es dar gato por liebre a un especialista.

—¿Como usted? —preguntó él.

—Sí —respondió ella sin molestarse en exhibir falsa modestia.

—¿Cómo las distingue? —preguntó Brunetti y, matizando la pregunta, añadió—: ¿Qué es lo que le indica que se trata de una falsificación? ¿Qué es eso que otras personas no pueden ver?

Antes de responder, ella hojeó el libro, deteniéndose de vez en cuando a contemplar una foto. Luego, lo cerró y miró a Brunetti.

—Está la pintura, si el color es el que se usaba cuando supuestamente se fabricó la pieza. Y el trazo, si denota vacilación en la ejecución. Eso indica que el pintor estaba tratando de copiar el dibujo y tenía que pararse a reflexionar para adaptarlo a unos cánones. Los artistas originales no tenían que preocuparse por eso, ellos pintaban lo que querían, y su trazo es fluido. Si no les gustaba, probablemente, rompían la olla.

A él le llamó la atención esta denominación familiar.

—¿Olla o vaso?

Ella se echó a reír.

—Ahora dos mil años después, son vasos, pero para los que las fabricaban y las usaban eran, sencillamente, ollas.

—¿Para qué se usaban? —preguntó Brunetti—. En aquel tiempo.

Ella se encogió de hombros.

—Para lo que la gente ha usado siempre los cacharros: para guardar el arroz, llevar agua, almacenar grano. Ese del animal tiene tapadera, lo que indica que querían que lo que hubiera dentro estuviera preservado, probablemente, de los ratones. Eso apunta a arroz o a trigo.

—¿Qué valor pueden tener? —preguntó Brunetti.

Ella se recostó en el respaldo del sofá y puso una pierna encima de la otra.

—No sé cómo contestar a eso.

—¿Por qué no?

—Porque, para que haya un precio, tiene que haber un mercado.

—¿Y?

—No hay mercado para esas piezas.

—¿Por qué no?

—Porque existen muy pocas. La del libro está en el Metropolitan de Nueva York. Quizá haya tres o cuatro más en museos de otras partes del mundo. —Cerró los ojos un momento, y Brunetti la vio repasar mentalmente listas y catálogos. Cuando los abrió le dijo—: Sólo recuerdo tres: dos en Taiwan y una en una colección privada.

—¿Ninguna más?

Ella movió la cabeza negativamente.

—Ninguna. —Pero añadió—: Por lo menos, que esté expuesta o forme parte de una colección conocida.

—¿Y en colecciones privadas?

—Quizá. Pero alguno de nosotros habría oído hablar de ellas, y en ningún libro hay referencias. Creo que puede decirse que no hay más que ésos.

—¿Cuánto puede valer una de las piezas que están en los museos? —preguntó él y, al ver que la mujer empezaba a mover la cabeza negativamente, atajó—: Ya sé, ya sé, es imposible ponerle precio exacto, pero, ¿podría darme una idea del valor?

Ella tardó en responder.

—El precio sería el que pidiera el vendedor o el que el comprador estuviera dispuesto a pagar. ¿Cien mil…? Los precios se fijan en dólares. ¿Doscientos mil? ¿Más? Es que no se puede fijar un precio porque existen muy pocas piezas de esta calidad. Dependería del interés del comprador por conseguirla y del dinero que tuviera.

Brunetti convirtió el precio dado por ella a millones de liras: ¿doscientos, trescientos? Antes de que pudiera terminar el cálculo, ella prosiguió:

—Pero eso es sólo para la cerámica, los vasos. Que yo sepa, no ha desaparecido ninguna de las estatuas de los soldados, pero, si eso ocurriera, no tendría precio.

—De todos modos, el dueño no podría mostrarla en público, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

Ella sonrió.

—Desgraciadamente, hay personas a las que no importa no poder mostrar al público sus bienes. Sólo quieren poseerlos, saber que una pieza es suya. No sé si los mueve el amor a la belleza o el deseo de propiedad, pero hay gente que sólo desea tener una pieza en su colección, aunque nadie la vea. Aparte de ellos mismos, por supuesto. —Al ver su expresión de escepticismo añadió—: Acuérdese de aquel millonario japonés que quería que lo enterraran con su Van Gogh.

Brunetti recordaba vagamente haber leído la noticia hacía un año. El hombre adquirió el cuadro en una subasta y luego estipuló en su testamento que él debía ser enterrado con el cuadro, mejor dicho, situando los términos por orden de importancia, que el cuadro debía ser enterrado con él. Entonces hubo un gran revuelo en el mundo del arte.

—Al fin el hombre se dejó disuadir y dijo que renunciaba, ¿verdad?

—Por lo menos, así se publicó —dijo ella—. Yo nunca creí esa historia, pero si le hablo de él es para que pueda hacerse una idea de lo que sienten ciertas personas acerca de sus posesiones. Creen que su derecho de propiedad es el valor absoluto y finalidad primordial del coleccionismo, no la belleza del objeto. —Movió la cabeza negativamente—. Siento no poder explicarlo mejor, pero, como ya le he dicho, para mí eso no tiene sentido.

Brunetti comprendía que aún no tenía una respuesta satisfactoria a su pregunta inicial.

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